23 de enero

SAN ILDEFONSO ARZOBISPO DE TOLEDO (667)

En el año 657 fallecía el arzobispo de Toledo, San Eugenio. La sede vacante fue muy breve. Toledo tenía un plantel de prelados en el monasterio agaliense. Los ojos del clero, que habían de realizar la elección en connivencia con el monarca, luego de recorrer los posibles candidatos, se fijaron en el famoso cenobio con insistencia; la voz del pueblo repetía incesante un nombre que vino finalmente a confirmbarse, Ildefonso.

Todos le conocían: estatura prócer, andar grave y perfil de asceta eran los rasgos indeleblemente impresos en cuantos acudieron alguna vez a las solemnidades religiosas del monasterio o vieron desfilar, curiosos y emocionados, a los miembros de alguno de los tres últimos concilios.

Frisaba apenas en los cincuenta y cinco años y era tal el torrente de su elocuencia que cuando predicaba, parece que el Señor hablaba sirviéndose de su lengua dócil.

Prudente y afable siempre, sabia vindicar con energía los derechos conculcados de la justicia. Se había hecho proverbial entre las gentes la firmeza de su vocación monástica. Educado en la escuela isidoriana, fue al regresar de Sevilla cuando manifestó a sus padres el decidido propósito de abrazar la vida religiosa. Los padres se opusieron al proyecto con tenaz resistencia. Escenas ricas de color urdidas por la leyenda áurea, amiga de las figuras cumbres, matizan de episodios este percance y muchos otros de la biografía ildefonsiana. La historia nos dice tan sólo que, rompiendo al fin con los apegos familiares y las halagüeñas promesas de un porvenir brillante, huyó de la casa solariega; que el padre, airado, le buscó por todas partes y que sus pesquisas resultaron providencialmente infructuosas.

Cuando se vio libre de la persecución paterna corrió a los pies del abad agaliense y le pidió de hinojos el hábito monástico con palabras candorosas que el Beneficiado de Ubeda reconstruye en un castellano balbuciente de romance:

Señor por Dios e por la vuestra bondat
façetme porçionero en la vuestra santidat...
La vida deste mundo toda es como un rato...;
si yo non guardare mí alma faré mal recabdo...
e para lo complir vengo vos lo a rogar.
Por Dios, que me querades en ello ayudar.
Convocados a toque de esquilón los monjes, apoyaron unánimes la súplica del postulante y
...entonçe muy gososo el abat se levanta
e todos los mayores de la compañía santa
vestiéronle el hábito;
todo el convento esperando el fruto desta bendicha planta
levánronle cantando fasta el mayor altar.

Agridulce fue la despedida del monasterio y de los monjes. Retazos de una larga experiencia monacal quedaban prendidos en todos los lugares. Abad por luengos años, había pulsado día tras día el ritmo de aquella colmena donde se libaban ansias evangélicas de perfección. Solamente en el cenobio deibiense las monjas por él dotadas se alegraron con goces puros sin mezcla de tristezas.

En el marco refulgente de la basílica catedral se celebró la consagración del nuevo metropolitano el domingo, 26 de noviembre.

Ildefonso supo encontrar en las criaturas el apoyo para lanzarse a las alturas místicas. Es en un libro suyo, Caminando por el desierto, escrito para descubrir a los bautizados la senda que conduce a la soledad interior, donde se pone en contacto con los árboles, las plantas, los montes y las aves, encontrando en este escenario de égloga el simbolismo sobrenatural allí encerrado. Viene a ser su exposición, sin pretenderlo, comentario original a los capítulos del Cantar de los Cantares, cuando el Esposo adentra a la esposa en el interior de la selva tras el recorrido bucólico de los seres de la creación. El Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, puesto en versos sublimes nueve siglos después, tiene el mismo ambiente toledano que inspiró la prosa de Ildefonso, rica en paralelismos y transposiciones:

Oh yermo bienaventurado a donde no se llega con movimiento de pies sino con los deseos del corazón. No se busca allá la ambición terrena sino la reflexión interior; el alma que allá se encamina no se cansa, porque el viaje no se cubrió con ajetreo agotador de piernas. No se inquiere allí cuándo se logrará el descanso, sino cuándo se llegará a la perfección que lo merezca. Y como el premio es allí lo que en algo se estima, ningún trabajo, por arduo que parezca, se regatea para conseguirlo.

Otros escritos precedieron y siguieron a éste. Acostumbrado a sentir las necesidades de las almas, sus obras son eminentemente prácticas. Bastantes se han perdido o han llegado hasta nosotros desconocidas, pero todavía poseemos como documento precioso de valor incalculable para el conocimiento del episcopologio toledano su continuación a los Varones ilustres de San Isidoro, el Tratado sobre el Bautismo y, amén de algunas cartas, composiciones litúrgicas y varias obras apócrifas que se prestigian con su nombre, nos queda de él, como un regalo, el renombrado opúsculo sobre la Perpetua Virginidad de la Madre de Dios. Pero éste recaba para Sí punto y aparte.

Las letras españolas, desde Gonzalo de Berceo (siglo XIII) hasta el maestro Valdivielso (1638), pasando por el Beneficiado de Ubeda y el insigne Lope de Vega, han glosado con galana antología la devoción de San Ildefonso a la Virgen Santísima.

Tales elogios no son épicas ficciones, sino realidad viva. La aureola mariana circundó en vida la testa noble del arzobispo y la voz que resonó en la Edad Media proclamándole capellán y fiel notario de María se prolongó hasta nosotros transformada en piedra y mármoles, forja y pincel.

Debió cundir muy pronto entre los toledanos la noticia de que la fiesta que en honor de la Virgen promulgara el concilio décimo para el 18 de diciembre, había sido establecida a ruegos y propuesta del entonces todavía abad agaliense. Con facundia arrolladora hizo observar a los Padres conciliares que el 25 de marzo, consagrado a celebrar el misterio de la Encarnación, no podía realzarse con las solemnidades debidas por ocurrir siempre este día dentro del tiempo cuaresmal, cargado de ayes y lutos litúrgicos, o en el ciclo absorbente de la Pascua florida. Convenía, por ende, que, sin que desapareciera tal fecha del calendario eclesiástico, se eligiera otra sin agobios ni precedencias rituales en que dignamente pudiera destacarse misterio tan celebérrimo y preclaro. Insinuó que tal fecha pudiera ser el día octavo antes de la fiesta de Navidad, a la que igualaría en rango cultual.

El concilio aprobó la propuesta y encargó al mismo ponente de la redacción del oficio de la festividad de Santa María, Madre de Dios, festividad que se celebraría todos los años con gran solemnidad litúrgica el día 18 de diciembre.

Para estas fechas ya tenía San Ildefonso compuesto su opúsculo sobre la Perpetua Virginidad de María, tratado indisolublemente unido al nombre de su autor que, perito en todos los estilos literarios, rompió aquí con cánones y moldes para desahogar su corazón en torrencial explosión de afectos. En él, después de rebatir a los herejes que habían negado el singular privilegio de la Madre de Dios, rinde la victoria arrodillado ante la Reina del cielo:

Concédeme, Señora, estar siempre unido a Dios y a Ti; servirte a Ti y a tu Hijo, ser el esclavo de tu Señor y tuyo. Suyo, porque es mi creador; tuyo, porque eres la Madre de mi Creador; suyo, porque es el Señor Omnipotente; tuyo, porque eres la sierva del Señor de todo; suyo, por ser Dios; tuyo, por ser tú la Madre de Dios (...) El instrumento de que se sirvió para operar mi redención lo tomó de la sustancia de tu ser; el que fue mi Redentor Hijo tuyo era, porque de tu carne se hizo carne el precio de mi rescate; para sanarme de mis llagas con las suyas, tomó de ti un cuerpo vulnerable (...). Soy, por tanto, tu esclavo, pues tu Hijo es mi Señor y eres Tú mi Señora y yo soy siervo tuyo, pues eres la Madre de mi Creador.

La Virgen, Madre y Señora, premió los afanes de su hijo y siervo. Muy pronto el libro De perpetua Virginitate formó parte de la literatura litúrgica partido en siete lecciones. Hacia el final de su vida hizo el autor una nueva distribución de su escrito en seis fragmentos, coronando la obra con un sermón precioso. Se acercaba la fiesta de la Señora.

La noche clara del 17 de diciembre parecía más que nunca un manto para la Virgen, fúlgidarnente matizado de estrellas. En aquella noche, el monarca y el pueblo fiel asistirían juntamente con el clero a los solemnes maitines de la festividad. Antes de la llegada de Recesvinto se abrió el atrio episcopal y, a la luz tenue de las antorchas, salió el cortejo que, presidido por el metropolitano Ildefonso, se dirigía al templo catedralicio. Chirriaron las llaves al hacerlas girar los ostiarios en las pesadas cerraduras y los clérigos penetran en la basílica. De pronto advierten que les envuelve cierto resplandor celeste; sienten todos un pavor inaudito; las antorchas caídas de las manos trémulas dan contra el suelo dejando una estela de humo denso. Mientras los acompañantes del prelado huían despavoridos, Ildefonso, dueño de sí, empujado por un estimulo interior, sigue animoso hasta el altar; postrado ante él estaba cuando, al elevar los ojos, descubre a la Madre de Dios sentada en su misma cátedra episcopal. Alados coros de ángeles y grupos de vírgenes, distribuidos por el ábside, forman modulando salmos la más espléndida corona de la Reina del cielo. Era este el instante en que los clérigos huidizos, envalentonados con la compañía de otros muchos, tornan al templo en busca del prelado. Tampoco pueden sus ojos resistir la presencia de aquel espectáculo y vuelven a huir. Maternalmente la Virgen María invita a Ildefonso a acercarse a Ella y con palabras, recordadas después con gozo inefable, alaba al siervo bueno y le hace entrega, en prenda de la bendición divina, de una vestidura litúrgica traída de los tesoros del cielo.

Envuelta en el mismo fulgor celeste, escoltada de ángeles y vírgenes, torna a la gloria la Reina del cielo. En el templo a oscuras quedó un lugar sacrosanto, una vestidura celestial y el corazón agradecido del hijo bueno premiado por su Madre.

Todavía hoy, junto a la piedra de la Descensión, que se besa con toda reverencia, una inscripción recuerda la singular visita de María Santísima.

Cuando la Reina del cielo
puso sus pies en el suelo,
en esta piedra los puso.
De besarla tened uso
para más vuestro consuelo.

No fue éste el único hecho milagroso que los testigos coetáneos transmitieron a las generaciones siguientes. En la vida de Santa Leocadia (9 de diciembre) refiérese también otro que tuvo por escenario la basílica martirial de la santa virgen toledana

Ojos que habían visto las lumbres del cielo no pudieron resistir mucho tiempo eclipses terrenales. El 22 de enero del 667 celebró el monarca los dieciocho años cumplidos de su elevación al trono. Al día siguiente expiró Ildefonso después de haber pontificado en la sede regia nueve años y casi dos meses.

Siguiendo una tradición prelacial toledana, el cadáver del metropolitano Ildefonso recibió sepultura en la basílica de Santa Leocadia. Sobre él, como epitafio, se podía haber puesto aquel elogio, escrito por su primer biógrafo, donde se le recuerda como Sol de España. antorcha encendida, áncora de la fe.

Allí descansó hasta mediados del siglo VIII, en que para poner a salvo sus restos venerables de la persecución de Abderramán I, los mozárabes los trasladaron a Zamora, donde se conservan.

JUAN FRANCISCO RIVERA RECIO

Ildefonso, arzobispo de Toledo (607-667)

Estamos situados con él en la España visigótica. El rey es Recesvinto y el año el 657; ha muerto san Eugenio, el célebre arzobispo de Toledo; el clero, el pueblo y la corte ponen los ojos en Ildefonso, abad del monasterio Agaliense, situado a las afueras de la ciudad, para buscar sustituto. Ildefonso es alto, con perfil de asceta y andares graves; fue uno de los asistentes a los tres últimos concilios habidos en la ciudad, el VIII, el IX y el X, aunque en éste no aparece su firma. Tenía entonces cincuenta y cinco años. Se le conoce por su gran elocuencia y por su hablar suave y hondo, aunque a veces se encrespa cuando ve los derechos conculcados que critica duramente mirando por la justicia.

Para recomponer su vida, disponemos del Beati Ildephonsi Elogium de san Juan de Toledo, contemporáneo suyo y su sucesor en la sede toledana.

Nació en el 607, durante el reinado de Witerico. Posiblemente fue sobrino de san Eugenio III, obispo de Toledo, quien comenzó su educación. Parece que no es totalmente cierto que se le enviase a Sevilla para completar su aprendizaje junto a san Isidoro, como dan por hecho algunas de las Vidas sobre él; al menos hay que decir que no hay datos para poder afirmarlo. En cambio, hay que afirmar que tuvo una esmerada educación y sus escritos son exponentes de una brillante formación literaria.

Lo ordenó diácono, en el 632 o 633, el obispo de Toledo que se llamaba Eladio. También es gratuita la afirmación de que sus padres presentaran una oposición fuerte y decidida para que entrara en el monasterio Agaliense, situado en los arrabales toledanos y que tuviera que tomar la decisión de escaparse de casa para lograr su vocación; más bien parece al juicio de los estudiosos que semejante afirmación está interpolada en el Eulogium. Cierto es que llegó a ser abad, y que dejó su cargo en la casa donde se libraban las grandes batallas del seguimiento evangélico en mutua emulación y ayuda para ocupar la sede de la metrópoli el 26 de noviembre del 658.

Buena parte de su obra literaria se ha perdido, pero se conserva parte de su producción: En su escrito Caminando por el desierto pasa  –en prosa recia portadora de alturas místicas  y rico en paralelismos y transposiciones–  de las criaturas al Creador con sabor del Cantar de los Cantares; en el añadido y continuación al Varones ilustres de san Isidoro, hay constancia de trece personajes de los cuales siete son toledanos y es una pieza de valor para conocer el episcopologio de Toledo; en el Tratado sobre el Bautismo se conservan los modos rituales de administrarse el sacramento en la España visigótica. Hay también conservadas determinadas composiciones litúrgicas. Pero lo que más célebre le hizo es el opúsculo Perpetua virginidad de la Madre de Dios en el que, después de refutar tres herejías en torno al misterio –quizá sean delicadas alusiones a personajes de la época– deja descubierta su alma en una torrentera de afectos a María Santísima, llegando a pasar a la literatura litúrgica fragmentado en siete lecciones.

Esta devoción tierna y teológica que Ildefonso profesó a la Madre de Dios fue glosada en las letras españolas desde Gonzalo de Berceo (s. XIII) hasta el maestro Valdivielso (s. XVII), pasando por el Beneficiado de Úbeda y Lope de Vega que le llama el «Capellán de la Virgen» en la comedia que escribió con ese mismo título; su veneración quedó, además, plasmada en hierros, piedras, mármoles y pincel. De hecho, propuso y fue aceptada una reforma en el calendario para facilitar la celebración del misterio de la maternidad divina con fiesta que no estuviera condicionada por impedimentos litúrgicos y precedencias rituales.

Rigió la metrópoli de Toledo algo más de nueve años. El 23 de enero del 667 se murió y lo enterraron en la basílica de santa Leocadia. A mediados del siglo VIII los mozárabes trasladaron sus restos a Zamora para librarlos de la persecución de Abderramán I.

Es todo lo que puede decirse del santo, de su obra literaria y de su influjo en la liturgia mozárabe siempre merecedora de profundización y conocimiento para el mundo hispano. Hay otras cosas atribuidas al santo que no se sabe muy bien si benefician al santo o enturbian su figura con su relato; pienso que depende de la óptica con la que se le mira y examina. Los muy serios quizá digan que son tonterías y mucho temo que las utilicen para desprestigiar la imponente figura; los amantes de dar alas a la imaginación probablemente las considerarán ciertas, angelicales y dignas de todo crédito por convenir de modo cabal a la figura del hombre de Dios. Los críticos serios suelen narrarlas, pero advirtiendo que pertenecen a la hagiografía popular siempre deseosa de acumular majestuosidades sobrenaturales a las personas que tanto bien le hicieron con su enseñanza para construir el edificio de su fe. Se trata de dos narraciones referentes a intervenciones inexplicables.

La primera tuvo lugar un 17 de diciembre y dicen que los relatores fueron testigos oculares del portento que sirvió de inspiración a los pintores Velázquez, Zurbarán, Murillo, Rubens  y otros. Iban procesionalmente el rey Recesvinto con su obispo y pueblo a celebrar la vigilia de la Anunciación a la catedral, cuando el susto y el miedo hizo volver aterrados a los que se encontraban ya con los hachones encendidos dentro del templo, entre humos, gritos, gestos extraños y muchísimo desconcierto. El obispo se adentra con paso seguro hacia el altar donde se inclina y al levantar la mirada contempla a la Virgen que ocupaba, como en un trono, la silla episcopal, dejando de regalo y premio una vestidura litúrgica traída de los tesoros del cielo.

La otra es más vulgar, quiero decir de inferior rango. La narración tiene por escenario la basílica martirial de Santa Leocadia y el tiempo es el día antes de la marcha al cielo del obispo. Se celebra el decimoctavo aniversario de la subida del rey al trono. Cuando todos bendicen a Dios por sus dones, tuvo lugar una aparición de la mártir Leocadia, quien, salida del sepulcro, se une a la alabanza a Dios y agradece a Ildefonso los cuidados dispensados a Virgen. El obispo cortó con el estilete que el rey portaba en su cintura un trozo del manto de santa Leocadia.

Bonito adorno ¿verdad? Los toledanos –y muchos más–  besan la piedra de la «descensión» y miran con gusto y asombro el «roto» hecho al manto de su santa.