Francisco Javier Mª Bianchi nació en Arpino, patria de Cicerón, el 10 de diciembre de 1743, y fue bautizado el día de San Francisco Javier, cuyo nombre recibió con el agua lustral.
Su padre, Carlos Antonio, tenía una fábrica de tejidos de lana, en la que el buen ejemplo de las virtudes del propietario y la caridad con que éste conjugaba la justicia con las necesidades familiares de sus obreros, hacía del lanificio Bianchi un excelente modelo. La madre, Faustína Morelli, excedía al esposo en virtudes cristianas de toda clase, principalmente en la caridad, completamente entregada al servicio social de la ciudad arpinatense, habiendo transformado su casa en un hospital o asilo, donde se acogía continuamente a dieciséis enfermos o necesitados. Con el ejemplo de tantas virtudes se formó y templó el espíritu de nuestro santo, dando ya desde su más tierna infancia frutos prometedores de santidad.
Para completar su formación literaria, fue mandado al seminario de Nola, cursando el bachillerato, confirmándose en su ánimo la vocación religiosa, contribuyendo a ello la escogida dirección espiritual, que no escatimaba medios para poner a disposición de los futuros levitas los grandes maestros del espíritu. En este centro de formación conoció y trató con el fundador de los redentoristas, San Alfonso María de Ligorio.
Cursados los estudios de filosofía en Nola y pasado algún tiempo en Nápoles, donde tuvo que vencer muchas dificultades, entró en el instituto de los barnabitas en 1762, y habiendo hecho su profesión y realizado diversas pruebas, el año 1765 empezó el curso de teología en el colegio que los barnabitas tenían en San Carlos alle Mortelle, de Nápoles, y en esta misma ciudad recibió las órdenes mayores del subdiaconado, diaconado y presbiterado, los días 11, 18 y 25 de enero de 1767, celebrando su primera misa el día de San Francisco de Sales de dicho año.
Para reponer su salud, algo quebrantada, con los aíres de la patria, fue destinado a Arpino, enseñando en el gimnasio público retórica durante dos años, transcurridos los cuales, fue enviado de nuevo a Nápoles, al colegio de San Carlos, esta vez como profesor de filosofía. El año 1773 pasó al colegio que los barnabitas tenían en Santa María in Cosmedin o de Portanova, en la misma ciudad de Nápoles, con la misma misión pedagógica. No había aún cumplido los treinta años cuando fue nombrado propósito de dicho colegio, cargo que regentó durante doce años.
Los testigos, llamados a declarar en los procesos de beatificación, le llaman el San Felipe de Nápoles, porque ambos santos, el Bianchi y el Neri, como se decía agudamente, tienen muchos rasgos paralelos, no sólo por su largo apostolado de dirección espiritual, sino también por el don de discreción de los espíritus.
Durante estos doce años, su apostolado fue fecundo, principalmente en el confesionario y en el púlpito, y sobre todo, conforme exigían los calamitosos tiempos, con el ejemplo que dio siempre de la más observante disciplina regular. Director y consejero de la clase más escogida de Nápoles, su discreción y su cultura se propagaba entre los círculos concéntricos de su celda y del confesionario, a donde acudían cada día toda clase de personas. principalmente del ambiente intelectual. Movido por esta fama el rector magnífico de la Universidad de Nápoles, monseñor Mateo Genaro Testa Piccolomini, titular de la sede de Cartago, le ofreció una cátedra en el Estudio General, que Bianchi rehusó. A pesar de esto, el rector del Ateneo, el 15 de septiembre, extendió el nombramiento de profesor de teología dogmática y polémica a favor del padre Bianchi, y el 21 de marzo del año siguiente (1779), el príncipe de Francavilla, presidente de la Academia de Ciencias y Letras, propuso fuera nombrado socio de número de dicha Academia, propuesta que fue aceptada por unanimidad.
Debemos tener presente que el siglo XVII transmitió al XVIII gérmenes de ideas nuevas, que se manifestaban externamente en una fiebre de saber. Por otra parte, los barnabitas, con sus renombrados colegios. recogían este afán de cultura, manifestada en la amplitud y brillantez de conocimientos que comunicaban a los escolares de su tiempo, pero principalmente a los religiosos de su instituto, que habían de profesarlos en sus cátedras. San Francisco Javier alcanzó este afán, que él llamaba intemperantia Iitterarum, que fue moderada después por consideraciones espirituales, religiosas, que desembocaron en sus últimos años al apostolado de la predicación y del consejo, en medio del cual, como en su ambiente propio, terminó los últimos años de su sufrida existencia.
Así se explica la nutrida correspondencia que mediaba entre el tío, canónigo, y el sobrino, barnabita, pidiendo éste libros a don Antonio y reclamando éste su devolución. Un modelo de esta erudición son también las notas que preparaba para sus lecciones y conferencias. Y la variedad de sus conocimientos se adivina en la lista de los libros del Santo, en el cual figuran tratados de omnire scibili, desde las lenguas, hebreo, griego y latín, literatura italiana y cristiana, hasta la filosofía, cristiana y profana, entre cuyos autores se distinguen Voltaire y Rousseau, para combatirlos, pues sabían todos que había obtenido del Santo Oficio permiso para leer estos autores. Cuando fue decretada la persecución a las órdenes religiosas, intentó salvar dos cosas: la caja o fondo de la beatificación de la madre Francisca de las Llagas, de la que era el promotor con permiso de sus superiores, y treinta cajas de libros que quiso poner a salvo de las ruinas y destrucciones, que van siempre emparejadas con todas las persecuciones religiosas.
Los procesos están llenos de testigos, que narran sucesos extraordinarios o experimentados en sus propias personas o presenciados u obrados en otros.
Queremos reducir a pocos casos verdaderamente atestiguados por personas que los presenciaron: se refieren a las erupciones del Vesubio. La revolución, y la invasión francesa después, habían creado en Nápoles un ambiente de materialismo capaz de ahogar el espíritu religioso y moral que había conservado la tradición de la ciudad y los grandes ejemplos de santidad dados por una legión de sacerdotes y religiosos edificantes y santos. Los terremotos habían agrietado muchas casas de la ciudad, y el Vesubio, de cuándo en cuándo, rugía arrojando de sus entrañas ríos de fuego vivo. El dedo de Dios, vengándose de tantas iniquidades, parecerá evidente a las personas más temerosas y religiosas; pero, en medio de tantas pruebas, era también potente el Dios consolador, que hacia surgir hombres extraordinarios para conservar su fe con sus prodigios.
Dos casos solamente. El 22 de mayo se hallaba el padre Bianchi en Torre del Greco, a las faldas del Vesubio, en el Retiro de la Visitación. Instantáneamente, las llamas del volcán se desbordan y avanzan hacia el Retiro. La destrucción de la casa religiosa parecía inminente. Los más desesperados intentaron salvar lo irreparable, poniendo a salvo muebles y enseres. Este nerviosismo contrastaba con la calma y serenidad del padre Bianchi, asegurando que no pasaría nada. Enfermo, a duras penas pudo subir a la terraza, y ante aquel espectáculo apocalíptico del fuego que avanza, se detiene, musita una oración rogando a Dios detuviera aquel torrente amenazador. Y la lava se detuvo al margen mismo del Retiro, y se solidificó, no pasando adelante. En el mismo muro, formado por la solidificación de la lava, el cardenal arzobispo Guillermo Sanfelice levantó una capilla.
El día 12 de agosto, desde Pietra Bianca, escribe a las religiosas del refugio de Vía dei Portici que se pongan a salvo, pues el Vesubio quiere vengarse. La carta llegó al día siguiente; pero aquella noche, a las doce, el volcán irrumpió de nuevo y la casa fue destruida. El volcán estaba imponente y ante el gran peligro que todos presentían, el padre Bianchi fue llevado casi a cuestas al encuentro de la lava, y al hallarse frente a frente, venció la oración del padre Bianchi, pues la lava se detuvo instantáneamente a los pies del Santo.
La alcantarina Francisca de las Llagas le predijo una enfermedad larga y dolorosa. Y el vaticinio fue cumplido al pie de la letra. Empezó con una hinchazón en las piernas, que ni la ciencia de los médicos ni los cuidados de los amigos podían detener. Y en medio de terribles sufrimientos, recluido en la soledad de su celda, continuaba su apostolado de consejo y de edificación. A sus médicos les pedía sufrimientos, pues sus dolores eran las misericordias de Dios. Un alma eucarística como la suya sufría solamente ante el temor de no tener fuerzas para celebrar la santa misa. Sus amigos lo bajaban a la iglesia, y cuando ni esto podía hacer, le fue concedida la gracia de celebrarla en su celda. Durante la misa todos notaban la alegría que se leía en su semblante, como si le hubieran pasado todos los dolores. Se probó todo, incluso el cambio de clima; su amigo Buoncore le hospedó en su casa de Castelamare durante los años 1804-05. Un poco de alivio animaba a Bianchi físicamente; pero las calamidades morales que se cernían sobre la Iglesia y sus amigos le atormentaban extraordinariamente y quiso volver a animar a todos desde su soledad de Portanova. La dispersión de las órdenes religiosas fue un golpe duro para su alma apostólica. El párroco de Santa María in Cosmedin se arregló para que la celda que ocupaba en el contiguo colegio de Portanova fuese considerada como formando parte íntegramente de la parroquia, atendida la impotencia en que se hallaba el padre Bianchi. Esto sucedió el año 1910. Un cáliz más amargo tuvo que apurar hasta las heces: el abandono casi total de sus amigos, precisamente cuando más necesitaba de ellos: hubo tiempo en que era un peligro para el gobierno el trato con el padre Bianchi, Y el espionaje funcionaba.
Los últimos días de su existencia no tenía fuerzas para celebrar; pero cada día tuvo el consuelo de recibir la santa Eucaristía. El último aviso llamó a su puerta el día 27 de enero de 1815 bajo la apariencia de un accidente simple y fortuito. En virtud de una especie de contrato que había hecho con la venerable Francisca de las Llagas, ésta se le apareció para anunciarle que había llegado la hora de recibir el Viático, para el cual se preparó sonriente y alegre con todos los que le visitaron. El 31 del mismo mes de enero, muy de mañana, insistió en que le administraran la sagrada Eucaristía, habiendo recibido la noche anterior la extremaunción, y poco después de haber sido confortado con el pan de los ángeles, plácidamente expiró.
La fama de su santidad corrió rápidamente después de su muerte. Las gracias por él concedidas eran innumerables. Probáronse con la suficiencia requerida los milagros necesarios, y el barnabita padre Francisco Javier Bianchi fue solemnemente canonizado por la Iglesia.
Para el mundo, la vida es un hombre entre dos fechas: 2 diciembre 1743 - Francisco Javier María Bianchi - 31 de enero 1815.
Para el cielo, una estrella que brilla eternamente.
JOSÉ RÍUS SERRA