Beatificado junto con el papa Juan XXIII el día 3 de setiembre del 2000. Los dos papas convocantes de los últimos concilios ecuménicos –Vaticano I y II– subieron a los altares junto con el sacerdote Guillermo José Chaminade, el abad Columba Marmión y el arzobispo de Génova Tomasso Reggio.
Juan XXIII, su colega de ministerio y beatificación, lo calificó como «el papa más amado y el más odiado por sus contemporáneos». Bien hubiera deseado beatificarlo al final del Concilio Vaticano II, juzgando que su antecesor tenía la obligación de «defender los Estados Pontificios, este pequeño territorio, necesario para asegurar la libertad de la Iglesia»», pero la muerte en 1963 se lo impidió.
Pío IX fue hijo de una familia noble de Senigallia, cerca de Ancona. Se llamaba Giovanni Mastai Ferretti.
A la muerte de Gregorio XVI fue elegido para ocupar la Sede de Pedro el 16 de junio de 1846.
A Pío IX le tocó vivir el terrible trauma de la pérdida de los Estados Pontificios –situación calificada por Juan Pablo II como «vicisitud humana y religiosa»– para cederlos a la nueva Italia.
Desde 1848 a 1878, la sede de Pedro atravesó momentos muy difíciles como la caída de Roma ante las fuerzas de Victor Manuel II, que completaban la unidad de Italia y ponían fin a mil años de poder temporal de los papas.
Durante más de un siglo, el último papa-rey desempeñó el papel de «malo» en la leyenda laicista sobre la unidad de Italia, un objetivo al que Pío IX no se oponía sino que apoyaba explícitamente. Su preocupación era mantener un pequeño territorio que permitiese asegurar la independencia de la Iglesia. Baste pensar que Napoleón había deportado tanto a Pío VI como a Pío VII, y que en el siglo XIX el peligro de sojuzgamiento por el poder político era muy alto.
Los treinta y dos años de pontificado –el más largo en la historia de los papas– fueron años muy fecundos para la Iglesia; en ellos se produjo una formidable expansión misionera y un admirable florecimiento de nuevas familias religiosas.
Convocó con la bula Aeterni Patris el Concilio Vaticano I, a los 324 años de haber sido convocado el anterior –el de Trento– por Paulo III, en 1545. Esta Asamblea General tuvo que ser interrumpida por la ocupación de Roma por los ejércitos de Victor Manuel II, el 20 de octubre de 1870. por falta de libertad y seguridad en aquellas circunstancias, no sin antes haber definido la infalibilidad del Romano Pontífice cuando habla ex cátedra con la constitución dogmática Pastor Aeternus.
Restableció después de siete siglos el Patriarcado latino de Jerusalén, a cuya tarea asoció la Orden del Santo Sepulcro.
Estableció el dogma de la Inmaculada Concepción –8 de diciembre del 1854, con la bula Ineffabilis Deus–, después de consultar a todos los obispos del mundo y obtener el «sí» de la práctica totalidad de los sucesores de los Apóstoles.
Instauró la festividad de San José, nombrándolo Patrono de la Iglesia universal el 8 de diciembre de 1870.
Se preocupó seriamente de la formación de un clero mejor preparado, más celoso.
Intervino en la formación de un laicado más responsable a través de la Acción Católica.
Luchó en pro de la unidad de los cristianos, procurando una significativa apertura a Oriente.
Brilló sobre todo por la reciedumbre de espíritu y la mansedumbre, por la caridad, llevada a todos los niveles de la vida personal y social, como fruto genuino de la verdadera fe inquebrantable en Cristo y en su Iglesia, que estaba tan afligida por las ideologías dominantes en aquel momento como el racionalismo –condenado en el apéndice de la encíclica Quanta Cura llamado Syllabus–, los nacionalismos exacerbados, la masonería internacional, el anticlericalismo, las sectas ya pululantes en la mentalidad moderna, y por la explosión de la 'cuestión social'. Su condena pertinaz a los desmanes, y la oposición a la manera en que se impuso la unidad italiana le granjearon muchos enemigos.
Murió el 7 de febrero de 1878.
Sus restos incorruptos se encuentran en el cementerio de la basílica de San Lorenzo Extramuros, a solo unos metros de la del famoso diácono, mártir en la parrilla.
Menos mal que los temores de Pío IX al perder la condición de mandatario temporal no se han cumplido: Contrariamente a lo que se pensaba en 1870, Italia ha respetado siempre la independencia del Vaticano, y el Papa sólo ha sido prisionero durante la ocupación alemana en la Segunda Guerra Mundial. Sus miedos han servido justo para que la Iglesia no tenga necesidad de entretenerse en la administración de asuntos temporales y mire –más, mejor, y sin cargas inútiles– a la predicación del Evangelio y a la asistencia espiritual de los hombres, que es lo que definitivamente contribuye a elevar el nivel del mundo; aunque su larga pelea le haya supuesto pasar como «ogro caricaturizado» para aquellos santones del pensamiento laicista antirreligioso –mejor, anticatólico– que por siempre denigran a la Iglesia. Allá ellos, y los que les pagan.