29 de febrero

SAN R0MÁN, ABAD (+ 460)

Destinado a ser uno de los constructores de la nueva sociedad, nace en el momento en que se hunde el Imperio romano de Occidente. Las ruinas y las invasiones dejan en su alma una profunda amargura. No es desaliento, sino más bien, resolución de separarse de aquella sociedad, que no había podido salvarse del naufragio, y que podía perderle también a él. A los treinta y cinco años, después de haber pasado por las escuelas de la provincia de Lyón, se retira a la extremidad oriental de la Galia, estableciéndose en un valle de la cordillera del Jura, llamado Condat, poblado de bosques impenetrables y fecundado por dos alegres riachuelos. Todo su equipaje lo formaban unas herramientas, un manuscrito de las Vidas de los Padres del Yermo. Su primer abrigo se lo dió un pino enorme, cuyas ramas espesas le recordaban la palmera que había cobijado al primer ermitaño égipcio. A su sombra empezó a rezar, a leer, a plantar sus legumbres y a vivir para Dios en el silencio y en el olvido: Sólo las bestias salvajes turbaban aquella soledad, pero el solitario se las arreglaba bien con los lobos y los jabalíes. Sin embargo después de muchos años logró hallarle su hermano Lupicino, y así terminó aquella vida de aislamiento. Llegaron después otros y otros; tantos, que fue preciso levantar varios monasterios entre los pliegues de aquellas montañas. Tanto crecía la multitud de los novicios, que un monje se quejaba de que ya no tenía sitio ni para acostarse. Los dos hermanos llevaban en común la dirección, y una hermana suya gobernaba en las cercanías una comunidad de quinientas religiosas.

Cada monje tenía su celda separada. Sólo se reunían para comer y rezar. En estío dormían la siesta bajo los árboles gigantescos que en invierno les defendían del cierzo y de la nieve. Sus modelos eran los monjes orientales. Llevaban zapatos y túnicas de pieles de animales, mal cosidas, que les preservaban de la nieve, pero no del frío riguroso de aquellas alturas, donde, como dice el hagiógrafo, se siente en verano el calor insoportable del sol, reflejado por las rocas, y hay que estar dispuesto a vivir en invierno bajo el peso de la nieve. Todo aquello era poco para los dos abades. Dormían en el tronco de un árbol labrado en forma de cuezo, se alimentaban de harina de cebada y salvado, sin probar el aceite, la leche y la sal, y trabajaban en el campo como el último de los monjes. Lupicino era mucho más impetuoso que su hermano. Un día, viendo que los cocineros cocían aparte las legumbres, los peces y las hierbas, irritado de aquella delicadeza, cogió todas aquellas cosas y las echó en la misma caldera. Muchos religiosos protestaron de aquella destemplanza, y hubo doce que llegaron a marcharse del monasterio. Trabóse con este motivo una violenta discusión entre Lupicino y Román: -Si viniste para hacer desertar a nuestros hermanos -decía Román-, mejor era que no hubieras venido.

-Por poco te inquietas -repondió Lupicinio-; si la paja se separa espontáneamente del grano, tanto mejor. Esos fugitivos son doce orgullosos que tienen altos tacones y en los cuales no habita el Señor.

Pero a Román, amigo de hacer las cosas con suavidad y mansedumbre, le desagradaban aquellos arrebatos de su hermano, por lo cual le tenía con frecuencia con misiones y negociaciones fuera del monasterio. Para eso se las pintaba el terrible abad. Sabía hablar con los príncipes y aterrar a los tiranuelos. A uno de ellos le arrastró hasta la corte de Chilperico, rey de Borgoña. Dicen que, al entrar en el palacio, el trono real tembló como si hubiera habido un terremoto. Asustóse el rey, pero, más tranquilo, viendo al viejo cubierto de pieles, asistió con admiración al debate de los dos contendientes.

-¿Eres tú -dijo el magnate-; eres tú, viejo impostor, quien insulta impunemente al poder, anunciando que toda esta región y sus jefes corren a la ruina? -Sí, yo soy-respondió el monje-. Yo soy, hombre perverso y degenerado, que vas a llevar finalmente el castigo de tus crímenes.

Después el abad expuso al rey las injusticias de aquel señor con las gentes del campo y cuantos eran incapaces de defenderse.

Entretanto, Román regía los escuadrones monacales de Condat, que se había convertido en un centro de fecundidad colonizadora, y al mismo tiempo, en una de las escuelas más célebres de aquel tiempo. El estudio de los oradores antiguos se mezclaba a la transcripción de códices. Se estudiaba el griego y el latín, y el maestro era un discípulo del fundador, Vivenciolo, el amigo de San Avito, obispo de Viena, a quien escribía corrigiendo sus discursos y los barbarismos de sus cartas. Pero Vivenciolo estaba sujeto, como los otros, al trabajo manual. Era ebanista, y entre otras cosas hizo para su amigo una silla. En lugar de esta silla que me has enviado -le escribió Avito-, yo te deseo una cátedra. Fue un presagio, porque más tarde Vivenciolo fue nombrado obispo de Lyón; dejó la abadía con gran sentimiento de su abad.

FRAY JUSTO PÉREZ DE URBEL O.S.B.