Pionera de los derechos de las minorías étnicas en los Estados Unidos de América.
Catherine Drexel, hija de padre católico, Antonio Drexel, y de Ana Langstroth, madre protestante, nació en Philadelphia, Pensilvania, el 26 de noviembre de 1858. Buena posición social le daba a la familia la condición de banquero del progenitor; pero los principios que se vivían en la casa y la educación que dieron a su hija desde pequeña facilitaron el camino: 'la riqueza –decía su padre– es sólo un préstamo y debe compartirse con los demás'.
Viajando al oeste descubrió la penosa, abjecta y degradante situación de los afroamericanos y de los indios. Pensó que se debía hacer algo para aliviar esta situación. En una audiencia con el papa León XIII saltó la chispa: cuando ella pedía misioneros para los indios de su país, el papa le sugirió que se hiciese ella misma misionera. Consultado a su vuelta el asunto con el obispo O’Connor, tomó la decisión de entregarse por entero al servicio de los Indios y Afroamericanos. De ahí salió la realidad: Trocar su riqueza por una pobreza de espíritu. Fundó la Congregación de las Hermanas del Santísimo Sacramento dedicada a difundir el mensaje evangélico y la vida eucarística, y a la defensa y promoción de los pieles rojas y de la gente de color en Estados Unidos. Hizo su Profesión religiosa el 12 de febrero de 1891.
Entregada a una intensa vida de oración, encontró siempre en la Eucaristía la fuente de su amor por los pobres, por los oprimidos y el ansia de combatir los efectos del racismo. Consciente de que los afroamericanos y los indios estaban muy lejos de ser libres –en la ciudad tenían cerradas las puertas a una instrucción de calidad; en el campo del sur, ni siquiera recibían una instrucción básica– y de que se les negaban los derechos constitucionales, no dudó en alzar la voz contra tal injusticia. Movida por una profunda compasión, sintió la urgencia y el deseo de combatir las discriminaciones raciales.
La prioridad para Catalina y su Congregación se estableció en fundar escuelas y proporcionarles un profesorado competente. Manos a la obra, abrió más de 65 escuelas –la primera: en Santa Fe, Nuevo México (1887) para los indios– de todo tipo y nivel para la población india y de color y misiones en el oeste y en el suroeste de los Estados Unidos, dotándolas de profesorado y financiándolo directamente. Pero lo que constituye el vértice de su esfuerzo en el campo de la educación fue la fundación de la Xavier University en Nueva Orleáns, Luisiana, la única institución de enseñanza superior destinada preferentemente a los católicos de color.
Su misión no fue fácil. Se realizaron acciones legales contra ella para impedir que adquiriese propiedades donde irían a vivir hombres de color e indios; la prensa la atacó a menudo; hubo amenazas y actos de violencia contra los centros de formación para negros e indios. En el Sur de los Estados Unidos, existía una fuerte oposición a la educación de quienes habían sido esclavos.
De manera tranquila y serena, Catalina supo armonizar la oración y la total dependencia de la Divina Providencia con una actividad intensa fuera de lo común. Incisivamente alegre, en sintonía con el Espíritu Santo, superaba barreras y facilitaba sus gestiones en el terreno de la justicia social. En los últimos dieciocho años de su vida, Catalina Drexel quedó reducida a una casi completa inactividad por su enfermedad. Durante este periodo se dedicó por completo a una vida de adoración contemplación como había sido su deseo durante toda su vida.
Murió el 3 de marzo de 1955, en Conwells Heights.
A través del testimonio profético de Catalina Drexel, la Iglesia en los EE.UU. llegó gradualmente a ser consciente de la grave necesidad de un apostolado directo a favor de los afroamericanos que jamás dejara de alzar la voz contra la injusticia y tomara públicamente una clara posición ante cualquier evidencia de discriminación racial. Para sus hijas dejó de herencia de la enseñanza religiosa, la atención social a los necesitados, las visitas a las familias, la visita de pobres, enfermos y cárceles.
Las palabras del postulador de su causa –beatificada el 20-XI-1988 y canonizada el 1-X-2000, por Juan Pablo II– en Estados Unidos no tienen desperdicio: «Quien sabe leer con serenidad el desarrollo del cristianismo conoce un dato que a menudo ha sido minusvalorado e incluso voluntariamente callado. Una de las características peculiares de los santos es la de ser especialmente dóciles a la acción del Espíritu Santo y sensibles a las necesidades humanas. Impulsados por el amor cristiano han encontrado el modo y los caminos para ayudar a quien está en situación de necesidad. Pero lo que a menudo no se considera es que estos hombres y mujeres de Dios, con su vida y actividad, con sus iniciativas, que hay que atribuir a la acción de Dios en ellos, han sido precursores en muchas actividades e iniciativas que la sociedad civil y los mismos gobiernos hubieran debido ofrecer y por las que se han interesado justamente en virtud del estímulo que les ha llegado de quien desde tiempo estaba actuando impulsado por el espíritu cristiano».