Los nombres de las Santas Perpetua y Felícitas figuran de antiguo en el canon de la misa. Habían muerto en el anfiteatro de Cartago el año 203. En el calendario filocaliano de Roma del tiempo de San Dámaso, aparece su fiesta el 7 de marzo. Después se perdió la memoria de su celebración, que a principios de este siglo restauró San Pío X. Fue con motivo de las excavaciones que se realizaban cerca de Túnez, en el emplazamiento de la vieja Cartago. Aparecieron los restos de una basílica paleocristiana y fue hallado el epitafio de estas célebres mártires. Mas como el día siete estaba ocupado por Santo Tomás de Aquino se anticipó la fiesta un día.
Las actas auténticas del martirio de las célebres santas es uno de los documentos más realistas y emocionantes que se conocen. Habremos de contentarnos con espigar algunos de sus más bellos párrafos.
Las Actas constan de tres partes, dos autobiográficas y una narrativa. La primera escrita por la pluma de la misma mártir protagonista: Santa Perpetua; la segunda débese a Sáturo, compañero de martirio de la misma, y lo restante preámbulo y epílogo corresponde al armonizador de toda la pieza literaria, tal vez Tertuliano, que la debió ofrecer al público en griego y latín.
Como consecuencia del edicto de Septimio Severo contra los cristianos, promulgado el 202, fueron apresados al año siguiente varios cristianos de Cartago, todavía catecúmenos: Revocato y Felícitas, que eran de condición servil, o sea, esclavos, y Saturnino y Secúndulo. Con ellos estaba Vibia Perpetua, de ilustre cuna, de exquisita formación, casada con la dignidad de las matronas, a quien vivían sus padres y dos hermanos y un niño de pecho. Tendría como veintidós años.
A estos mártires se les agregó después espontáneamente Sáturo, diácono, que había sido su maestro de catecumenado y fue quien después les sostuvo en la larga lucha, Santa Perpetua nos va narrando los incidentes del proceso. Primero fueron detenidos en una casa particular, con guardias de vista. Allí comenzaron las luchas con su padre, que era pagano. Estando en esta custodia atenuada recibieron el bautismo y a los pocos días fueron metidas en la cárcel pública.
Quien haya visto la cárcel mamertina de Roma puede imaginarse lo que era una cárcel de los tiempos del Imperio.
Me horroricé dice la Santa, jamás había sentido sensación de tal oscuridad. ¡Terrible día!, insoportable estrechez por el hacinamiento; pero mi mayor preocupación era por el chiquitín.
Entonces intervinieron dos diáconos ante los carceleros y trasladaron a los presos a las celdas del piso superior, desde donde podía verse el mar. Y dice la Santa con una frase muy meridional: sentimos un refrigerio.
Porque, además, le permitieron tener consigo al niño. Yo daba el pecho al niño, que estaba esmirriado por no haber mamado nada. Mas la preocupación por su familia no la dejaba sosegar. Me consumía viendo lo que ellos se consumían por lo que me querían.
Cuando al fin, tras algunas gestiones, logró que le dejaran consigo al niño, noté como si la cárcel se me hubiese convertido en pretorio, y ya prefería estar allí a ningún otro sitio. Sí, el pretorio era el palacio del procónsul o gobernador, algo equivalente a nuestras capitanías generales.
Aquellos días Santa Perpetua tiene una visión. Sube por una larga escalera, a cuyos lados aparecen innumerables instrumentos de suplicio y cuyo primer peldaño, custodia un terrible dragón. El diácono Sáturo la anima y hollando la cabeza del dragón sube hasta lo alto. Y ante mis ojos dice se abrió como un inmenso jardín.
La Santa nos hace la más bella descripción del paraíso, llena de alusiones a la representación iconográfica de Cristo en la primitiva Iglesia y a los ritos de la Eucaristía. En medio del jardín estaba sentado un hombre alto, como en traje de pastor, y ordeñaba las ovejas. Y a su alrededor, millares de personas vestidas de blanco. Y levantando la cabeza fijó los ojos en mí y me dijo: Bienvenida, hija. Y pronunciando mi nombre, me dio a comer un bocado de queso que estaba cuajando. Yo lo recibí con las manos juntas y lo comí. Y todos los circunstantes dijeron: Amén. Al ruido de las voces volví en mí y todavía me quedaba no sé qué saboreo de dulcedumbre.
La Santa comprendió que la esperaba el martirio, que no se reduciría exclusivamente a dar la vida por la fe, sino a sufrir antes mucho por el dolor de su padre pagano.
La escena que se desarrolla ante el tribunal, al tiempo del interrogatorio, es de un patetismo conmovedor.
Subió mi padre a donde yo estaba (el tablado del tribunal) para hacerme cambiar y me dijo: Hija mía, ten compasión de mis canas; ten compasión de tu padre, si es que merezco de ti el nombre de padre. Y, pues, he hecho con el trabajo de estas manos que llegases hasta la flor de la edad, e incluso te he mejorado sobre todos tus hermanos, no seas al fin mi baldón a los ojos de los hombres. Mira a tu madre, mira a tus hermanos, mira a tu madre y a tu tía materna, mira a tu hijito que no podrá sobrevivir a tu muerte. No seas empedernida ni la ruina de todos nosotros. ¿Quién de nosotros osará abrir la boca con libertad si te cae esta pasión? Estas palabras poníale en los labios su corazón de padre. Me besaba las manos, se echaba a mis pies, y con lágrimas me suplicaba, llamándome no hija, sino señora suya. Yo era la primera en sentir el trance de mi padre, y veía que él sería el único de toda la parentela que no se alegraría de mi martirio.
La Santa le dio ánimos como pudo y el padre se apartó del tribunal entristecido.
Al día siguiente, con motivo del interrogatorio en el foro, en que todos confesaron ante el procurador Hilariano su fe cristiana, el padre volvió a la carga.
Y como mi padre insistiera para que yo renegase, Hilariano, cansado, mandó que le echasen fuera y le golpearon con una vara. Sentí los varazos como si me los hubieran dado a mí. Entonces Hilariano falló sentencia contra todos nosotros, condenándonos a las fieras. Y todos, alegres, bajamos a la cárcel.
Como ya el niño se había habituado a tomarme el pecho y sentía placer en estar conmigo, mandé aprisa al diácono Pomponio para que se lo pidiese a mi padre. Este se negó a darlo. Pero gracias a Dios resultó que el niño no tenía más ganas de mamar, con lo que me sentí aliviada al verme libre de la preocupación del pequeño y de la molestia de los pechos.
Se acercaba el aniversario de Geta, hijo del emperador, en cuyo honor se darían unos juegos, siendo el número fuerte del programa el martirio de los encarcelados. La víspera les permiten recibir la visita de los parientes, y, por última vez, el padre de Perpetua quiere disuadirla. Decía tales cosas que ablandarían a los peñascos. A mí me afligía tan infeliz vejez.
La víspera del combate Perpetua volvió a tener otra visión. Se encontró en medio del anfiteatro ante la expectación de la muchedumbre. Le tocaba luchar contra un atleta de proporciones ciclópeas, un egipcio de mala catadura. En los escritos primitivos el demonio es representado en tipo de egipcio, quizás por el color negro de la piel. La Santa logró vencerle y recibir de manos del presidente del combate un ramo con manzanas de oro, al tiempo que la besaba, diciendo: Hija, la paz contigo. En esto desperté. Y conocí que mi lucha acabaría no con las bestias, sino contra el diablo. Pero no dudaba de la victoria. Y termina así su relación: Esto lo he anotado yo misma hasta la víspera de la lucha: si alguno quiere, escriba lo que ocurrirá el mismo día del juego.
El diácono Sáturo dejó la reseña de otra visión, que venía a confirmar la victoria por el martirio, mas la relación de éste se la debemos a un autor anónimo, a quien todos identifican como Tertuliano.
Él nos refiere cómo Felícitas, la esclava, que estaba encinta de ocho meses y temía no poder acompañar al suplicio a sus compañeros por causa del embarazo, dio finalmente a luz merced a las oraciones de todos los mártires, que unánimemente lo pidieron.
Y como se quejase por los dolores del alumbramiento, díjole uno de los guardianes: Pues si ahora sientes esos dolores, ¿qué será echada a las fieras? Ahora soy yo la que sufro replicó ella, pero allí otro será quien sufrirá por mí, ya que yo sufriré por Él.
Dio a luz una niña, encargándose una hermana, esto es, una cristiana, de su crianza y educación.
Perpetua lleva hasta el último momento la dirección del pequeño grupo. Ella se enfrenta con dignidad con el tribuno de la cárcel, que en los últimos días extrema su rigor con los detenidos.
¿Cómo no miras un poco más por nuestro bien para que aparezcamos lustrosos en las luchas del aniversario del César? El tribuno se ruboriza y les permite la visita de amigos y parientes.
La víspera de los juegos se les concede la cena líbera, como era uso en tales casos. Una comida que ellos convierten en ágape cristiano. Sáturo reprende la curiosidad de los paganos que acuden a la cárcel a contemplar las víctimas del día siguiente. Muchos marchan confusos, otros se convierten a la fe.
Brilla por fin el día del sacrificio. Van todos al anfiteatro como en viaje al cielo, alegres, con los rostros bañados de satisfacción. Perpetua marcha llena de majestad, como matrona de Cristo, resplandeciente el semblante. Cerca Felícitas, jubilosa por haber dado ya a luz.
Llegadas a la puerta, quieren vestirles con ornamentos que recuerden los juegos paganos: los hombres como los sacerdotes de Saturno; las mujeres como las sacerdotisas de Ceres.
Perpetua se opone al atropello y al fin les ahorran tal injuria.
Tuvieron suerte los mártires en morir de la muerte que habían deseado. Ellos, a zarpazos y dentelladas de las fieras. Perpetua y Felícitas, envueltas en redes, fueron expuestas a las embestidas de una vaca, que las derribó.
Perpetua, digna hasta el fin, apenas cayó, más preocupada del pudor que del dolor, atrajo la túnica al lado de la rasgadura para tapar el muslo. Después bello rasgo femenino, tomando una horquilla, se sujetó los cabellos desordenados, pues no era decoroso que una mártir diera en el momento de su gloria sensación de plañidera.
Los santos mártires no murieron del todo a causa de las heridas de las bestias. Fueron llevados a la puerta sanavivaria, donde antes de recibir el golpe de gracia, se besaron mutuamente para completar así su martirio con el signo litúrgico de la paz.
Allí todavía Perpetua tuvo que asir la mano vacilante del verdugo y guiarla hacia su propio cuello. Tal vez una mujer tan varonil y tan temida por el diablo no podía, morir de otro modo sino queriéndolo ella. Este es el relato de la pasión de los que Tertuliano llama fortísimos y bienaventurados mártires. Una página tiernísima de la historia de la Iglesia. Él, contemporáneo del suceso, dice que estos maravillosos ejemplos de nuestros días, no menos que los antiguos, sirven para edificación de la Iglesia. Ciertamente, y su fondo familiar y humano nos parece recordar hechos de las persecuciones que actualmente ocurren. El heroísmo martirial que sin cesar se repite.
CASIMIRO SÁNCHEZ ALISEDA
El martirio de estas dos mártires y sus compañeros describe un glorioso episodio de la historia de la Iglesia. Una página bellísima que sí tiene todos los trazos de autenticidad; una parte fue escrita por la misma mártir Perpetua, mientras estuvo en prisión, en un diario minuciosamente detallado; otra –la que refiere los martirios– la escribió un contemporáneo, y la recopilación definitiva de la Passio parece ser que la escribió Tertuliano.
Cartago es la ciudad de los hechos, en el norte de África, cerca del actual Túnez, donde tempranamente se desarrolló una floreciente comunidad cristiana. Septimio Severo fue el responsable de aquella persecución con su edicto. El tiempo, los comienzos del siglo III, el año 203. El anfiteatro es el lugar.
Apresaron a un grupo de catecúmenos cristianos; se preparaban al bautismo con el diácono Saturo, su maestro. Revocato y Felícitas eran esclavos; también fueron apresados Saturio y Secúndulo; Vibia Perpetua era una joven matrona romana que pertenecía a la casta más alta de la sociedad, a la clase patricia, tenía veintidós años.
En las casas particulares donde estuvieron retenidos en un primer momento pudieron recibir el bautismo. Luego los llevaron a la cárcel, insoportable por la oscuridad, la estrechez y el hacinamiento; en comparación con esto, lo del olor nauseabundo era sólo un accidente. Consiguieron que pudieran ser trasladados al piso alto desde donde podían ver el mar y hasta permitieron las autoridades que llevaran con su madre al bebé que todavía estaba criando Perpetua, para que pudiera darle de mamar; con esto, ella se sintió ya como una reina o princesa en su trono. Felicidad estaba embarazada de ocho meses y temía no terminar martirizada. Por aquellos días tuvo Perpetua dos visiones de las que dedujo su próximo martirio.
Así fue. Se iban a celebrar las fiestas del César Geta y la condena era cierta si no se producía en el grupo cristiano la renuncia a la fe.
La lectura del diario de Perpetua está descrita con una gran sencillez donde aparece la mezcla de firmeza en la decisión de fidelidad a Jesucristo con el patetismo lógico del momento por su situación de joven madre y por la presión esperada de su padre. Este se revela como un hombre culto, bueno, lleno de humanidad, responsable, aunque pagano; recurre al honor, a la dignidad, a la piedad con su hija; toca las fibras sensibles de Perpetua cuando le hace ver la infamia en que caerá toda la familia, o cuando le pide compasión para sus canas. Comenta a Perpetua la desgracia y deshonra que inevitablemente recaerá sobre ellos por no renegar de Cristo o al menos hacer el paripé ¡Qué difícil se lo puso al besarle las manos o postrarse a sus pies con lágrimas! Ella no sabía hacer más que, con el corazón roto, darle ánimos, intentar infundirle valor y pedirle perdón por los males seguros que le sobrevendrían. Hasta tuvo que presenciar cómo Hilariano, el procurador, hastiado y airado al ver que la conversación del padre no conseguía cambiar la disposición de la hija, mandó arrojarlo de su presencia mientras la juzgaban y hacerlo apalear con varas.
Felicitas dio a luz a una niña tres días antes de la fecha señalada para el martirio.
Al escuchar el carcelero los quejidos del parto, comentó: «¿Qué harás cuando te expongan delante de las fieras si ahora lloras así?». Felicitas sólo le dijo: «Hoy soy yo quien sufre; mañana Cristo sufrirá por mí ya que yo sufriré por Él». A su hija la cuidaría y educaría su hermana cristiana.
Perpetua lideraba el grupo. Al acercarse la fiesta, advirtió que se les reducía la comida. Habló al jefe de la prisión y con su coquetería femenina le hizo ver que ellas deberían estar lustrosas para las fiestas del César.
Dejaron que fueran a visitarles algunas personas importantes con la esperanza de que las hicieran claudicar; pero salieron con el corazón encogido por la inocencia y juventud de las madres y llegó a contarse alguna conversión.
El día previsto van contentas al martirio. Perpetua ha tenido la alegría de que «mi hijo no me pidiera más el pecho, y que yo no me sintiera incómoda con la leche». En el anfiteatro los hombres fueron echados a las fieras. A Perpetua y Felicidad las ataron a unas cuerdas y les soltaron un toro que las corneó y revolcó ante la malhumorada concurrencia de espectadores aburridos ante aquella crueldad, máxime cuando han visto que Perpetua, después del primer revolcón, se ha detenido a cubrir su sangrante muslo desnudo con el vestido rasgado antes que correr defenderse de la embestida siguiente, y, en un alarde de buen humor, se ha colocado bien la horquilla del pelo –debía estar presentable, dice la Passio, el día importante de comparecer ante Jesús– para no morir desgreñada, que eso es símbolo de tristeza. No murieron ante la vaca; aún pudieron las dos mujeres despedirse con el ósculo de la paz antes de recibir el golpe de gracia del verdugo cuya mano tuvo que dirigir la misma Perpetua hacia su cuello, al advertir el nerviosismo e inexperiencia del asustado novato, que con su primer golpe sólo consiguió herirla en un hombro.
La fiesta estaba presente en el calendario filocaliano de Roma en tiempos del papa Dámaso, pero el culto se perdió; como las excavaciones en Túnez descubrieron una basílica paleocristiana con el epitafio de los mártires, se restauró. Hicieron muy bien, porque este entrañable e impresionante hecho de la historia de la santidad no sólo muestra la crueldad de las persecuciones romanas, sino la verdad de que ni siquiera el amor filial o paterno están antes que Dios.