En el otoño de 1613 desembarcaba en el pequeño puerto de Leith, a pocas millas de Edimburgo, un apuesto oficial de treinta y tres años, que decía llamarse capitán Watson. No era capitán, ni se llamaba Watson, sino Juan de Ogilvie, jesuíta disfrazado, audaz, alegre y agudo. Año y medio más tarde, el 10 de marzo de 1615, después de mil peripecias, ofrecían al joven sacerdote, en matrimonio, a la hija del arzobispo hereje Jacobo Spottiswood en una escena que superaba a toda fantasía. O boda, o muerte: la proposición se hacía en diálogo con la multitud vociferante, desde lo alto de un tablado, al pie de la horca. Minutos más tarde el verdugo tiraba de las piernas del jesuita, para ayudarle gentilmente a dar el último suspiro. Probablemente la joven desdeñada se alegraba en su corazón de no recibir a un marido cojo, con la médula de los huesos reventada en las torturas de los últimos días. Pero la Iglesia, Esposa de Cristo, se alegraba todavía más, porque tenía en el cielo a un nuevo mártir de la fe, del primado romano y de la castidad sacerdotal. He aquí cómo ocurrieron las cosas.
En 1572, a la muerte del sacerdote apóstata y dos veces casado, Juan Knox, amigo de Calvino en Ginebra y cabecilla de la Reforma en Escocia, quedaba ya firme y sangrientamente asentado el presbiterianismo en todo el país. Según sus doctrinas, algunos hombres están absolutamente predestinados para el cielo y los más, irremisiblemente predestinados para el infierno. La Iglesia sólo es la reunión de los elegidos. ¿Quién sabe, pues, quiénes son los miembros verdaderos de la Iglesia? En el sacramento de la Cena del Señor, el pan y el vino no se cambian en el cuerpo y la sangre de Cristo, que está sólo en el cielo. No hay distinción entre obispos y sacerdotes. No es el Papa el que tiene autoridad sobre la Iglesia. En el orden administrativo la dirección reposa sobre un órgano mixto de seglares y ancianos, llamado presbiterio. En el orden legislativo la única autoridad es Cristo personalmente: por eso ningún rito ni ceremonia es legítimo, si Dios no lo ha mandado con palabras expresas. De ahí que, como Cristo no lo ordenó explícitamente, en las iglesias presbiterianas no hay altar, ni baptisterio, ni crucifijo, ni velas, ni imágenes, ni, hasta hace muy poco tiempo y sólo en algunos sitios, órgano. La oración no tiene fórmulas fijas, sino que queda totalmente a la iniciativa del pastor, el cual predica incansablemente llenando con sus palabras el vacío del culto. Es rigurosísimo el reposo sabático del domingo, porque fue mandado por Dios; pero no existe ninguna fiesta litúrgica. La censura de las costumbres es severa y el tono y continente humano de los presbiterianos sombrío y austero. ¿Quién sabe quién se salvará?, parece preguntarse siempre adustamente el puritano escocés, a quien la aterradora incógnita no le deja lugar para ninguna clase de expansión artística. Del centenar de monasterios que florecían en Escocia no quedó ninguno. Las catedrales fueron desmanteladas como monumentos de la idolatría y de la arquitectura, ambas cosas igualmente aborrecibles. Knox definió a la Iglesia de Roma como la última bestia y al Papa como anticristo. El Parlamento escocés ordenó en 24 de agosto de 1560 que nadie dijera misa, ni la oyera, ni estuviera presente a ella bajo la pena de confiscación de todos sus bienes y el castigo corporal a discreción de los magistrados. Knox afirmaba que una misa era para él más temible que si diez mil enemigos armados desembarcaran en cualquier parte del reino.
En este ambiente nació en 1580 Juan de Ogilvie, de familia noble donde la madre había conservado la fe católica, pero el padre era uno de los comisarios encargados de descubrir y apresar jesuitas. El pobre hombre temblaba pensando que su mujer pudiera hacer de Juanito un papista, y tratando de evitarlo le envió al continente, para que hiciera en Europa sus estudios, en cuanto el chico cumplió trece años. No podía imaginarse que a los dieciséis años sería católico y a los diecinueve ingresaría en la Compañía de Jesús.
Tiempos de formidable transformación del mundo los de la juventud de nuestro héroe. Cuando él nace comienza Rusia la conquista de Siberia (1581), se hace la reforma gregoriana del calendario (1582), desde la América que los españoles exploran penosamente se introduce en Europa la patata (1584), se inventa el microscopio, que abre una ventana hacia el fondo de la naturaleza (1590), se edita la Vulgata clementina (1592), se fija la primera tarifa postal en Alemania (1599), Shakespeare puebla de personajes los escenarios del teatro inglés (hacia 1600), Galileo descubre las leyes de la gravitación y del péndulo (1602), los españoles luchan en Flandes mientras Don Quijote hace por la pluma de Cervantes su primera salida (1605) ... Descubrimientos de tierras, esplendor de las bellas artes, nacimiento de las ciencias exactas, transformación del comercio. Las universidades hablan un lenguaje común y facilitan el trasiego de las ideas y de los estudiantes desde un rincón al otro de Europa.
Juan de Ogilvie había sido puesto bajo la protección de buenos amigos de su padre. Pero ¿quién cierra las puertas al viento y corta el paso a las ideas que llegan hasta un estudiante despejado? Se instruye en la fe en Lovaina, pasa de allí a Ratisbona, luego a Olinutz y más tarde a Viena, donde se hace jesuita. El padre Claudio Aquaviva, a la sazón general, le envía sucesivamente a París y Rouen. Es entonces cuando el contacto renovado con los emigrantes y viajeros de su tierra, cargados de noticias de amigos, de mártires, de peligros, de proezas, le aguijonea para que pida a sus superiores la difícil misión de predicador clandestino. Y ya tenemos en Edimburgo a nuestro capitán Watson, si no acaudillando soldados, sí dispuesto a decir misas, esas terribles misas que para el hereje Knox equivalían a diez mil enemigos desembarcados en la costa.
Las leyes abiertamente injustas no obligan en conciencia: si para obedecer a Dios es preciso burlar reglamentos humanos, para el misionero no cabe opción. Entre dejar de instruir, bautizar y decir la misa o celebrar para todo ello reuniones clandestinas, usar disfraces y fingir apellidos, Juan de Ogilvie opta decididamente por la vida ilegal, bajo la constante amenaza de los guardias y de los soplones. En febrero de 1614 le encontramos en Londres consultando en la corte de Jacobo I un proyecto de tregua religiosa. Por Pascua visita París para tratar con su provincial, y el resto del tiempo tan pronto se halla en Edimburgo, como en Glasgow, lo mismo en el piso de una viuda, convertido en capilla, que en el corredor de una cárcel a donde ha logrado introducirse fraudulentamente.
No podía faltar la traición, y al cumplirse el año justo de su arriesgado juego con la boca del lobo, una falsa cita le hizo caer en la trampa del arzobispo Spottiswood.
Fue entonces cuando el jesuita dio toda la medida de su valor humano: cabeza fría y clara, respuesta contundente, chanza en los dolores, energía en el mantenimiento de los derechos humanos y divinos contra la letra de la ley y la arbitrariedad. Son notables sus salidas con jueces y verdugos. Al obispo, no legítimamente consagrado, le dijo: Lego sois y no tenéis más jurisdicción espiritual que la que pueda tener vuestro báculo. La tortura del quebrantapiernas consistía en unos anillos que se cerraban sobre la pantorrilla. Por entre ellos y el hueso se introducían cuñas a golpe de martillo, hasta que el hueso oprimido se rompía y la medula se desparramaba. Cuando le amenazaron con el quebrantapiernas, Ogilvie se rió y dijo: No estimo más mis piernas que vosotros vuestras ligas. Y como los verdugos insistieran en amedrentarle, prosiguió: No se me da más de las amenazas de todos vosotros que del graznar de otros tantos gansos. Uno de sus guardianes le asegura que le quemarían vivo y Ogilvie replicó: Pues ningún tiempo más a propósito, porque estoy muerto de frío.
No era cinismo ni bravuconería hueca; en el tribunal no quiso delatar a nadie, se negó a jurar como reo decir la verdad, afirmando su derecho a ser tenido por inocente mientras no se demostraran sus pretendidos delitos, no por confesión propia, obtenida por la coacción y la tortura, sino por pruebas exteriores. Rechazó la autoridad del rey en materia religiosa y defendió el primado del Papa; y lo hizo con una agudeza y una precisión apenas concebibles en quien llevaba nueve noches y ocho días consecutivos en que no se le había permitido dormir un solo minuto. Fue providencial que un preso católico de una celda vecina pasara diariamente al padre Ogilvie algunas hojas de papel y las recogiera otra vez por debajo de la puerta, una vez que el mártir había escrito su diario. Conocemos así un relato de todas sus aventuras, lleno de humor y de sobrenatural heroísmo.
Al fin fue condenado a muerte: pero, como suele ocurrir, el tribunal tuvo exquisito cuidado en que la sentencia no pareciera recaer sobre opiniones religiosas, sino sobre delitos civiles: se le condenaba por traición al rey y por violación de las leyes del Estado. Y aquí vino la jugada maestra del audaz jesuíta, que no se resignaba a morir como un contrabandista vulgar, falsificador de pasaportes, sino que quería ser un mártir.
Sabiendo lo que ganaba el protestantismo con la adquisición de aquella energía y de aquel talento, el ministro Scott prometió al reo, camino del cadalso, la mano de la hija del arzobispo y una buena prebenda si abjuraba. Fingiendo ceder, pero querer seguridades, el jesuita le dijo ante la multitud ávida del espectáculo de su horca: Repetidme esa oferta con testigos. Repetida que fue, siguió preguntando el jesuita: Entonces, ¿no se me perseguiría por traición? No contestó el ministro, coreado por miles de voces que gritaban: ¡Baja del cadalso! ¿Sólo es mi apostasía del catolicismo lo que importa? remachó el jesuíta, mientras los católicos temblaban de pena y de inquietud entre el público. Sólo eso replicó la multitud. Entonces, muero como mártir concluyó Juan de Ogilvie. Y dejó alegremente, encomendándose a la Virgen, que izaran con el nudo corredizo su cuerpo joven de treinta y cinco años. El alma voló al cielo.
JESÚS IRIBARREN