San Eulogio es el gran padre de la mozarabia, el renovador del fervor religioso entre la cristiandad cordobesa y andaluza en medio de la lucha que hubo de sostener con las autoridades islámicas durante el siglo IX. Conocemos su figura por sus propios escritos: las cartas, el Memorial de los mártires, el Documento martirial, y por la biografía que de él escribió su amigo Alvaro Paulo. Aunque estuvo empeñado en una lucha porfiada con el Islam, su nombre no aparece en las historias hispanoárabes, cuyos autores miraron con la mayor indiferencia la gran epopeya martirial.
Nacido hacia el año 800 en el seno de una de las más rancias familias de Córdoba que, en medio de la apostasía general, había conservado fielmente las prácticas de la vida cristiana, recibió en el hogar los primeros rudimentos de la educación religiosa. Su primer maestro fue un abuelo, que llevaba el mismo nombre que él y que cada vez que oía la voz del almuédano anunciando la hora de la oración a los musulmanes, rezaba de esta manera: Dios mío, ¿quién puede compararse a ti? No calles ni enmudezcas. He aquí que ha sonado la voz de tus enemigos y los que te aborrecen han levantado la cabeza. Se le confió después, en vista del atractivo que tenía para él el estudio de los libros santos, a la comunidad de sacerdotes de la iglesia de San Zoilo, bajo cuya dirección dio los primeros pasos en el ejercicio de la piedad y de la ciencia sagrada. Juntóse a esto la influencia del más famoso de todos los maestros cristianos de Córdoba, el piadoso y sabio abad Esperaindeo, que gobernaba el monasterio de Santa Clara, cerca de Córdoba. Allí conoció a otro alumno que había de ser su biógrafo, Alvaro, y allí estrechó con él una amistad que había de durar mientras viviese.
Alvaro fue el amigo perfecto, el partícipe de sus santos ideales, el colaborador leal en todas sus empresas, apasionado como él de la ciencia isidoriana, y como él, inquebrantablemente asido a las viejas tradiciones patrias. El, a su vez, ve en el descendiente de los magnates de la civitas patricia la cifra de todas las perfecciones: un alma grande encerrada en un cuerpo fino y delineado, en cuanto irresistible en el trato, una suave claridad en el semblante, el brillo del abolengo, la agudeza del ingenio, y en las costumbres, tesoros de gracia y de inocencia. Pero lo que no puede olvidar es aquella mirada bañada en un fulgor ultraterreno. Si Alvaro es el hombre impulsivo, Eulogio tiene una naturaleza inclinada al reposo de la contemplación. Pasados los umbrales de la juventud, se entrega a las actividades de la vida clerical, y entra a formar parte del colegio de sacerdotes que servía la iglesia de San Zoilo. No tarda en darse a conocer por su inflamada elocuencia y por la integridad de su vida. Todas sus obras, dice el biógrafo, estaban llenas de luz; de su bondad, de su humildad y de su caridad podía dar testimonio el amor que todos le profesaban; su afán de cada día era acercarse más y más al cielo; y gemía sin cesar por el peso de la carga de su cuerpo. Sólo él estaba descontento de cuanto hacía. Señor, decía más tarde, yo tenía miedo de mis obras, mis pecados me atormentaban, veía su monstruosidad, meditaba el juicio futuro y sentía de antemano el merecido castigo. Apenas me atrevía a mirar al cielo, abrumado por el peso de mi conciencia.
Para aminorar el tormento que le causaba este sentimiento de su indignidad pensó tomar el báculo de peregrino y hacer a pie el viaje a Roma. Esto era entonces una cosa casi imposible en Andalucía, y así se lo dijeron cuantos le rodeaban. Alvaro nos lo dice con estas palabras: Todos resistimos aquella tentativa, y al fin logramos detenerle, pero no persuadirle. Tal vez Eulogio cedió, porque entre tanto las circunstancias le obligaron a hacer otro viaje, que no era menos difícil, pero que estaba justificado por una necesidad familiar: el deseo de saber noticias de dos hermanos a quienes los azares de la vida comercial habían llevado al otro lado de los Pirineos, y según se rumoreaba negociaban en las ciudades del Rhin. Era el año 845. Por más que hizo Eulogio no pudo salir de España. En Cataluña encontró los pasos cerrados por las luchas entre los hijos de Ludovico Pío. Retrocedió hasta Zaragoza y desde allí subió hasta Pamplona, donde le dieron las peores noticias de lo que pasaba al otro lado de Roncesvalles. Se acercó, sin embargo, a Gascuña, pero no pudo pasar el puerto. Para no perder completamente el viaje, decidió visitar los monasterios del país, Seire, Siresa, San Zacarías, etc., donde le regalaron libros preciosos, que se llevó como un botín a Córdoba. Eran obras de Porfirio, de Avieno, de Horacio, de Juvenal, de San Agustín. Los discípulos del abad Esperaindeo habían emprendido la noble tarea de restaurar en El Andalus la cultura isidoriana, sofocada por la invasión, y al frente de todos ellos estaba Eulogio. Fomentar los estudios, crear escuelas, formar librerías era para él defender la religión de sus padres y resucitar el sentimiento nacional. Cada día, dice su amigo y biógrafo, nos daba a conocer nuevos tesoros y cosas admirables desconocidas. Diríase que las encontraba entre las viejas ruinas o cavando en las entrañas de la tierra... No es posible ponderar debidamente aquel afán incansable, aquella sed de aprender y enseñar que devoraba su alma... Y, ¡oh admirable suavidad de su alma!, nunca quiso saber cosa alguna para sí solo, sino que todo lo entregaba a los demás, a nosotros, los que vivíamos con él, y a los venideros. Para todos derramaba su luz el siervo de Cristo, luminoso en todos sus caminos: luminoso cuando andaba, luminoso cuando volvía, límpido, nectáreo y lleno de dulcedumbre.
Por el prestigio de su sabiduría y de su santidad el maestro de San Zoilo se había convertido en jefe del grupo más ferviente de la cristiandad cordobesa, sacerdotes celosos, fieles fuertemente apegados a sus creencias, ascetas de la sierra, monjes y monjas de una veintena de monasterios que había en la ciudad o en sus alrededores. La opresión musulmana, que a muchos los llevaba a la apostasía, había producido en ellos una reacción de amor exaltado a sus creencias. Es verdad que no había persecución propiamente dicha, pero la misma ley hacía la vida insoportable para un cristiano, y a la ley se juntaba el fanatismo popular, más intolerante tratándose de monjes y sacerdotes, cuya presencia en la calle daba lugar con frecuencia a escenas desagradables. A fines del reinado de Abd al-Rahman II la intolerancia se hizo más violenta, y en los primeros meses del año 850 empezaron los martirios y las decapitaciones: primero un sacerdote, después un mercader. Los cristianos más fervorosos protestaron presentándose ante el cadí para declarar la divinidad de Jesús y las imposturas de Mahoma. Inmediatamente eran torturados y degollados. Son ufanas doncellas, vírgenes admirables educadas desde la niñez en los monasterios, anacoretas encanecidos en la penitencia, soldados y gentes del pueblo. Algunos que habían renegado del Evangelio en un momento de debilidad aprovecharon aquel procedimiento para lavar su culpa. Otros, que eran cristianos ocultos, cuando la ley los obligaba a ser musulmanes, fueron arrastrados ante el juez por sus propios parientes.
El sultán, no sabiendo qué medida tomar contra aquellos hombres que se reían de los tormentos, acudió al arzobispo de Sevilla, Recaredo, y le dio orden de que anatematizase a los mártires e hiciese callar a sus defensores y panegiristas. Pareció al principio que esta medida iba a detener aquellos entusiasmos, pero hubo un grupo numeroso que rechazaba todo pacto con la infidelidad, que fue a parar en el calabozo. Al frente de ellos estaba el maestro de San Zoilo, que, lejos de someterse a las imposiciones del metropolitano, empezó a escribir un libro intitulado Memorial de los mártires, en que se proponía dar una historia de sus combates y una defensa de su heroísmo. Ya le tenía casi terminado, cuando un día de otoño de 851 se presentó en su casa la policía, y entre los lamentos de su madre y de sus hermanos lo llevaron a la cárcel. Aquel encierro le llena de alegría, porque le permite convivir con los otros prisioneros, instruirles y alentarles. Un día le dicen que dos jóvenes encerradas en un calabozo cercano están a punto de desmayar, vencidas por los sufrimientos y las amenazas. Inmediatamente se pone a escribir un libro, al cual dio el título de Documento martirial. Destinado a sostener el ánimo de estas dos vírgenes llamadas Flora y María, tuvo un éxito completo. Al mismo tiempo lee, reza, predica y escribe. Escribe su larga carta al obispo Viliesindo, de Pamplona; y con un detenido examen de los poetas clásicos, descubre las reglas de la prosodia latina, que se habían olvidado en España después de la invasión árabe.
Recobra la libertad a los pocos meses, pero sin renunciar a su culto admirativo por los confesores de la fe. La persecución arrecia cuando el emir Muhammad sucede a su padre Abd al-Rahman. Muchas iglesias fueron destruidas y muchas comunidades disueltas. El catálogo de los mártires se aumentaba cada día, y Eulogio aumentaba al mismo tiempo las páginas de su Memorial. Su escuela había sido clausurada, pero él seguía siendo el oráculo de la religión perseguida. Unas veces anda huido por la ciudad, otras se esconde entre las fragosidades de la sierra. Responde a los detractores de los héroes sacrificados con una obra, intitulada el Apologético, notable por su estilo, lleno de sinceridad y elegancia. Diez años duró aquella lucha épica, contra los musulmanes y los malos cristianos, diez años que fueron para él de un heroísmo continuado, tenso y jovial.
No obstante, Eulogio estaba triste al ver que iban muriendo y triunfando sus amigos, y que él estaba en pie. Su renombre era tal que, cuando en 858 murió el arzobispo de Toledo, el clero y los fieles de la sede primada de España eligieron para sucederle al humilde sacerdote de San Zoilo. Pero era necesaria la aprobación del emir, que le impidió salir de Córdoba. Por lo demás, Dios quería poner sobre su cabeza aquella corona del martirio, por la cual él había suspirado tanto.
Había en Córdoba una joven llamada Lucrecia, a quien la ley condenaba a ser musulmana por ser hija de un padre musulmán. Sin embargo, ella creía en Cristo, lo cual le acarreaba continuas amenazas y malos tratamientos. Huyendo de la venganza de los suyos, se refugió en la casa de Eulogio, el cual la recibió, sin temor a las leyes, que la condenaban a ella a perder la vida por su apostasía, y a él al tormento por el crimen de proselitismo. La policía se puso en movimiento. Entre tanto Eulogio rezaba, y hacía que la joven cristiana se refugiase en la casa de unos amigos. Al poco tiempo los dos fueron detenidos. Acusado de haber apartado a Lucrecia de la obediencia que debía a sus padres y al Islam, Eulogio contestó que no podía negar su consejo y su enseñanza a quien se la pedía, y que, según los principios mismos de los perseguidores, era preciso obedecer a Dios antes que a los padres. Llegó, incluso, a proponer al juez que le enseñaría el camino del cielo demostrándole que Cristo es el único camino de salvación. Irritado por estas palabras, ordenó el cadí que preparasen los azotes. Será mejor que me condenes a muerte, dijo el mártir al verlos. Soy adorador de Cristo, hijo de Dios e hijo de María, y para mí vuestro profeta es un impostor.
Al proferir estas palabras Eulogio no era ya solamente un proselitista, sino también un blasfemo, incurso en pena de muerte. Sin embargo, el juez no se atrevió a cargar con una responsabilidad como aquélla. El primado electo de Toledo, el sacerdote más respetado por los cordobeses debía ser juzgado por el consejo del emir. Se le llevó al alcázar y allí se improvisó un tribunal, formado por los más altos personajes del gobierno. Uno de los visires, íntimo de Eulogio, compadecido de él, le habló de esta manera: Comprendo que los plebeyos y los idiotas vayan a entregar inútilmente su cabeza al verdugo; pero tú, que eres respetado por todo el mundo a causa de tu virtud y tu sabiduría, ¿es posible que cometas ese disparate? Escúchame, te lo ruego; cede un solo momento a la necesidad irremediable, pronuncia una sola palabra de retractación, y después piensa lo que más te convenga; te prometemos no volver a molestarte. Eulogio dejó escapar una sonrisa de indulgencia y de agradecimiento, pero su respuesta fue firme: Ni puedo ni quiero hacer lo que me propones. ¡Oh, si supieses lo que nos espera a los adoradores de Cristo! ¡Si yo pudiese trasladar a tu pecho lo que siento en el mío! Entonces no me hablarías como me hablas y te apresurarías a dejar alegremente esos honores mundanos. Y dirigiéndose a los miembros del consejo, añadió: Oh príncipes, despreciad los placeres de una vida impía; creed en Cristo, verdadero rey del cielo y de la tierra; rechazad al profeta que tantos pueblos ha arrojado en el fuego eterno.
Condenado a muerte, fue llevado al lugar del suplicio. Al salir del palacio, un eunuco le dio una bofetada. Sin quejarse por ello, Eulogio le presentó la otra mejilla. Ya en el cadalso, se arrodilló, tendió las manos al cielo, pronunció en voz baja una breve oración, y después de hacer la señal de la cruz en el pecho, presentó tranquilamente la cabeza. Este dice Alvaro fue el combate hermosísimo del doctor Eulogio; éste su glorioso fin, éste su tránsito admirable. Eran las tres de la tarde del 11 de mayo. El 15 fue decapitada Lucrecia.
Los fieles de Córdoba recogieron los sagrados restos y los sepultaron en la iglesia de San Zoilo. El 1 de junio del año siguiente, 860, fueron solemnemente elevados, y en ese día empezó a celebrarse la memoria de los dos santos mártires. En 883 fueron trasladados de Córdoba a Oviedo. Su urna se conserva todavía en la Cámara Santa de esta ciudad. Los escritos del Santo: Memorial o Actas de los mártires en tres libros, Documento Martirial, Apologético y varias cartas fueron publicados por Flórez en los tomos X y XI de la España Sagrada, de donde pasaron al volumen CXV de la Patrología Latina.
JUSTO PÉREZ DE URBEL, O. S. B.