14 de marzo

Santa Matilde, Reina

Era descendiente del famoso guerrero Widukind e hija del duque de Westfalia. Desde niña fue educada por las monjas del convento de Erfurt y adquirió una gran piedad y una fortísima inclinación hacia la caridad para con los pobres.

Muy jóven se casó con Enrique, duque de Sajonia (Alemania). Su matrimonio fue excepcionalmente feliz. Sus hijos fueron: Otón primero, emperador de Alemania; Enrique, duque de Baviera; San Bruno, Arzobispo de Baviera; Gernerga, esposa de un gobernante; y Eduvigis, madre del famoso rey francés, Hugo Capeto. Su esposo Enrique obtuvo resonantes triunfos en la lucha por defender su patria, Alemania, de las invasiones de feroces extranjeros. Y él atribuía gran parte de sus victorias a las oraciones de su santa esposa Matilde. Enrique fue nombrado rey, y Matilde al convertirse en reina no dejó sus modos humildes y piadosos de vivir.

En el palacio real más parecía una buena mamá que una reina, y en su piedad se asemejaba más a una religiosa que a una mujer de mundo. Ninguno de los que acudían a ella en busca de ayuda se iba sin ser atendido. Era extraordinariamente generosa en repartir limosnas a los pobres. Su esposo casi nunca le pedía cuentas de los gastos que ella hacía, porque estaba convencido de que todo lo repartía a los más necesitados.

Después de 23 años de matrimonio quedó viuda, y ofreció desprenderse de todas sus joyas y brillantes por el alama de su esposo recién muerto.

Sus últimos años los pasó dedicada a fundar conventos y a repartir limosnas a los pobres, y cuando cumplió 70 años se dispuso a pasar a la eternidad y repartió entre los más necesitados todo lo que tenía en sus habitaciones, y rodeada de sus hijos y de sus nietos, murió santamente el 14 de marzo del año 968.

Matilde, reina de Alemania (c.a. 890-968)

Hija de Teodorico, conde sajón, nació en Wesfalia alrededor del año 890.

Se educó en el monasterio de Herford. Sus padres la casan en el año 909 con Enrique el Pajarero –llamado con este apodo por su afición a la caza con halcones–  duque de Sajonia. A la muerte de Conrado, es elegido Enrique rey de Alemania en el 919. Es un buen príncipe con sus súbditos y añade a sus territorios Baviera después de conquistarla.

Matilde se ha hecho una reina piadosa y caritativa. Está como alejada de las vanidades de la corte; día y noche reza. Los palaciegos conocen sus costumbres: gran parte de su tiempo está ocupada con atención a los desvalidos; visita a los enfermos e intenta dar consuelo a afligidos. Y esto lo sabe, aprueba y apoya su marido. Así transcurrieron sus 23 años de matrimonio hasta el año 936 en que muere Enrique. Después de la muerte del esposo, entrega sus joyas a los pobres, significando la total ruptura con la pompa del mundo.

El matrimonio ha tenido tres hijos: Otón, emperador de Alemania en el 937 a la muerte de su padre y luego de Roma en el 962 después de haber vencido a los bohemios y lombardos; Enrique, duque de Baviera y san Bruno, arzobispo de Colonia.

Sufrió las tensiones y luchas entre sus hijos Otón y Enrique por el poder y hasta  tuvo que soportar la amargura de la conspiración contra ella por parte de sus hijos que la acusaron injustamente de dilapidar los bienes del Estado.

Restablecida su probidad y considerados sus derechos de viudedad, se muestra aún más liberal con los bienes materiales que le correspondían por herencia. Es su época de restaurar iglesias y fundar monasterios; sobresalen sobre todos el de Polden, en el ducado de Brunswich, que llega a albergar para Dios a trescientos monjes, y el de Quedlimburgo, en Sajonia, donde murió y reposan sus restos junto a los de su marido que allí los trasladó.

Antes de morir en el año 968, quiso hacer humilde confesión pública de sus pecados ante los monjes del lugar.

La santidad no la tienen fácil ni siquiera los reyes y reinas. Principalmente ellos están obligados a no ver oposición  entre Dios-riqueza,  poder-servicio y justicia-caridad. Incluso cabe sospechar que las razones de estado pueden enmascarar la infidelidad y crear un obstáculo mayúsculo a la hora de dar a la respuesta personal a Dios el tono adecuado que postula la fe.