En los primeros años del siglo XVII comienza la evangelización del Canadá entre los inexplorados territorios que pueblan los indios nativos. Los que se dedicaron al comercio de las pieles, los aventureros por naturaleza, los que buscaban oro y quienes se interesaban por la evangelización de paganos se dieron cita en aquellas frías tierras que parecían no tener fin. Bajo los fuertes brazos que empuñaban tomahawk dieron su vida de forma atroz algunos de los primeros misioneros.
Samuel Champlain, al frente de un tropel de aventureros que se dedicaban al comercio de pieles, se introdujo en las inexploradas tierras. Eran en buena parte calvinistas aquellos hombres llegados del continente europeo. Pero a pesar de ello, facilitaron la presencia y dieron paso franco a misioneros franciscanos recoletos que llegaron a pisar en 1615 el territorio donde operaban; como Dios les dio a entender, comenzaron estos buenos frailes la predicación del Evangelio en el país de los hurones, después de atravesar aquellas selvas enormes y casi deshabitadas.
A la llamada de los franciscanos –porque allí había trabajo para todos– llegaron los primeros jesuitas en 1623 con Juan Brebeuf y otros más. Aquellos heroicos franceses, fieles hijos de Ignacio de Loyola, comenzaron con la adaptación a lengua y al clima; no fue cosa fácil y sí imprescindible para conocer a los indios. Se vieron obligados a interrumpir la misión porque las tensiones europeas entre calvinistas, hugonotes, católicos, Luis XIII con Richelieu y los ingleses, españoles, alemanes y los países nórdicos europeos, durante la Guerra de los 30 Años, repercutían en Canadá con sucesivas conquistas y reconquistas del asentamiento de Quebec, hasta que llegaron los acuerdos firmados en Saint-Germain-en-Laye, de 1632.
Sólo después de esta fecha fue posible plantearse la evangelización con un mínimo de garantías de continuidad. Vuelven los jesuitas con los refuerzos de los sacerdotes Paul le Jeune, Lalemant y Paul Ragueneau. El pueblo hurón parecía el objetivo primero y menos difícil para la misión por tener entre sus medios de vida algún tipo de agricultura que les hacía llevar una vida más sedentaria. Otras tribus limítrofes, enemigas hasta muerte de los hurones, presentaban mayores dificultades por vivir de la caza y llevar el nomadismo metido en los huesos; eran los iroqueses y los alonquinos.
Montaron un seminario en su deseo de evangelizar; pero aquello era una utopía ingenua. Los pocos chicos que pudieron reunir, atraídos quizá por la curiosidad, se les escapaban al campo cuando menos lo esperaban. Pensaron que sería mejor repartirse por casas levantadas en plena selva que serían pequeños focos cristianos evangelizadores entre los hurones con su central en la de santa María. Procurarían ayudarles en la agricultura, enseñarles sistemas de producción, facilitarles semillas y fomentar el modo de vivir sedentario. Aquello sí que era una aventura: enfermedades, cansancio, epidemias y extraña alimentación; no faltan las amenazas y las incomprensiones y, además, se añadía el desconocimiento de la lengua. Pero ellos quieren ser fieles a la voluntad de Dios dentro del más puro estilo ignaciano, estando dispuestos al martirio; alguno de ellos, como el P. Isaac Jogues, hasta lo dejó por escrito.
En 1642 los iroqueses, armados por los holandeses, desatan una guerra sin cuartel a los hurones y los alonquinos que eran aliados de los franceses. Capturaron al hermano Renato Gupil, que murió, y al P. Jogues que pasó trece meses prisionero entre bárbaras crueldades hasta el punto de llegar a amputarle ambas manos; liberado, vuelve a Francia en olor de multitudes, pero regresa a Canadá y le encargan negociar la paz con los iroqueses. Volverá a ellos con el empeño evangelizador, pero aquella precaria paz termina en 1646 con su muerte a golpe de tomahawk y la del hermano Juan Lande, su acompañante, que fue degollado por los que pretendían cristianar.
Los iroqueses, después de exterminar a los alonquinos, fueron a por los hurones y arrasaron, en medio de estampas impresionantes y sangrientas, las casa-misión de San José, San Ignacio, San Luis, Santa María y San Juan Bautista, en 1648. Murieron sucesivamente los sacerdotes Antonio Daniel quemado en la hoguera, el P. Brebeuf después de torturas inauditas, Gabriel Lalemat, Carlos Garnier muerto a hachazos y Natalio Chabanel que, como sentía tanta repugnancia por el ambiente del lugar donde se encontraba su misión había hecho voto solemne de no abandonar su puesto. Alguno de ellos –el P. Natalio Chabanel– recibió el martirio de las manos de un hurón apóstata.
Fueron beatificados en Junio de 1925 y canonizados el 29 de Junio de 1930.
Una vez más, estos hombres supieron anteponer las exigencias del espíritu y mantenerlas por encima de la misma vida de los hombres.