23 de marzo

SAN JOSE ORIOL (1727)

Barcelonés. Y lo que hubiera faltado es que encima fuera de Vich, para que formase constelación con San Antonio María Claret, con Torras y Bages, con Balmes y mi entrañable mosén Cinto, cuyas poesías tuve la osadía de leer en catalán. De todas formas, San José Oriol fue consagrado sacerdote en Vich por el obispo de esta diócesis, don Jaime Mas, el 30 de mayo de 1676, Témporas de la Santísima Trinidad... Y el seminario barcelonés no puede gloriarse de él sin someter la cuestión a distingos, porque en los azarosos tiempos del santo beneficiado, en realidad, no existía.

Cautivado por la figura mansísima de San José Oriol, he de comenzar confesando un grave pecado: pecado de prejuicio. Porque me he enfrentado con él cargado de prejuicios malsanos. Un santo beneficiado, en medio de un paisaje estepario de prebendas eclesiásticas sin aureola de canonización durante varios siglos. El se habría santificado en su silla coral, rasera con el suelo, oficiando, simplemente asistiendo puntual al canto de horas en las misas conventuales, conforme al turno establecido. ¡Prejuicio! Y él sería también un caso de versión a lo divino de esa criatura de Dios que es el dinero, como hijo de un pueblo con sentido pitagórico, que sabe someter a número lo más bello que han visto mis ojos: la sardana. San José Oriol, cuya primera carta habla de reales y cuyo primer milagro convierte en monedas de plata unas tajadas de rábano, parecía tentarme a un escarceo de ascética económica, tan necesaria, sin duda.

Con situar estas dos cuestiones en su justo punto se haría algo aceptable, pero monstruosamente fragmentario. San José Oriol, que lo mismo puede enseñarme amor a los enfermos que cariño a la gramática hebrea, es un santo hecho por Dios para enseñar serenidad, efectividad en cualquier puesto, porque los suyos fueron todos simplicísimos. Hasta se podría incurrir en el gran pecado de presentarlo cargado de trivialidad. Ese beneficiado de más de cuarenta años se ha pasado diez de profesor particular de dos niños. Después hizo un viaje a Roma con buen resultado, porque de allí retornó con un beneficio en Santa María del Pino. De algo valió su amistad con los filipenses. Tiene la casa en un callejón adonde se entra por la calle de la Canuda. Le dio por marcharse a Misiones, pero no llegó más que a Marsella. Asiste a coro muy puntual. Confiesa en la capilla del Santísimo. Prefiere decir siempre la misa tarde. Al mes de tomar posesión del beneficio ya pidió que se le concediese celebrar la misa más tardía. No le fue concedido. En las reuniones de beneficiados no suele entrar en las deliberaciones. Un día se le ocurrió descolgarse pidiendo que se sustituyesen las pluviales viejas por otras menos pesadas. Muchos le tienen por santo y hasta dicen que hace milagros.

¿Queréis que os cuente lo que me dijo un taxista? Nos pusimos a hablar de curas, de los curas de la localidad, de los tres curas que él y yo conocíamos: Don N., se mata, no para.

¿ ... ? Es un torbellino ese hombre.

¿Y don X? Ese no tiene una peseta, es un manirroto y por eso todos le quieren tanto.

Basta. ¿Y don Z? (un pobre capellancito de monjas).

¡Ah, padre!; ése.... canela fina...

Fueron las palabras que el buen taxista supo emplear cuando quiso hacer punto y aparte con el pobre capellán de ojos silenciosos. Fue su manera de decirme que aquél era un santo.

Si nos hubiésemos acercado a cualquiera de los tejedores o terciopeleros de 1695 para preguntar por el beneficiado de ojos azules y calva venerable que se postra ante el Santísimo después del canto de horas canónicas, nos hubiese dicho ineludiblemente: es un santo. Sin más.

Porque en esta vida de cincuenta y un años no parecen aflorar todas esas cosas gravísimas, como los puestos de responsabilidad o las incumbencias pastorales, que obligan a moverse sin descanso. Cuando el celo apostólico aguijonea y se lanza a la vanguardia, una mano invisible le asienta nuevamente en su puesto y hay el peligro de que pueda tomarse su anhelo por una quijotada. Y, sin embargo, florece el milagro a su paso. Es el gran taumaturgo de Barcelona, donde nace, vive y muere. Y aquí va ya la versión exacta que cabe ofrecer.

El santo beneficiado es doctor en teología. Le han tocado los tiempos en que quien mandaba en Francia era Richelieu y quien gobernaba en España era el chato conde-duque de Olivares, que tan mal se vio Velázquez para hacerle un retrato que no desdijera. Lo que a Barcelona le tocó pasar ya se sabe. Y al seminario de Barcelona le tocó no funcionar durante más de noventa años. A aquel pontífice de inigualado anecdotario Benedicto XIV le correspondió lamentarse de este gran mal. Pero entonces había lo que hoy casi no nos atrevemos a soñar: Facultad de Teología en las Universidades civiles. En la de Barcelona se doctoró San José Oriol, antes de haber subido las gradas del altar, y con la calificación de nemine díscrepante. Antes había opositado ya a la cátedra de hebreo. Lujo espiritual el de este Santo, que pudo dejar en el pobre inventario de sus cosas una Biblia y una gramática hebraica. Había soñado mucho con convertir judíos. Y se hubiera alegrado, sin duda, de saber que Juan XXIII iba a borrarles de la liturgia del Viernes Santo el adjetivo pérfidos. Los tiempos cambian. De conversiones de judíos no me consta. Pero ya no fue poco leer con puntos masoréticos o sin ellos el texto original del Libro Sagrado. Santa Teresa de Lissieux se quedó con las ganas.

Había experimentado ya muchas cosas en su vida. Se me antoja que mamá Gertrudis tenía un semblante dulce y triste. Sus pupilas quedaron colmadas de eternidad con la despedida temprana de los siete hijos primeros y la de su esposo Juan, muerto a los treinta y siete años (cuando la peste de 1651). Gertrudis unió su vida a la de Domingo Pujolar. José Oriol encontró un padre, y el hijo de Pujolar (futuro sacerdote también) tuvo una madre en Gertrudis. Fue una solución no duradera. Pujolar murió pronto. José fue monaguillo de la ilustre y respetable comunidad de Santa María del Mar. Sólo los pobres entraban en tales funciones. La situación se comprende que era menos holgada. Pero aquellos señores eran buenos y además sabían ver. La cosa comenzó con música y gramática, y todo siguió por sus pasos hasta el flameante doctorado en teología, que alguna mano negra trató vanamente de frustrar. El doctorado era cuestión de talento y codos, ampliamente comprobados en este caso, pero no bastaba en aquellos floridos tiempos demostrar ciencia y santidad para aspirar a las Sagradas Ordenes. Se prerrequería una cosa tan elemental y tan poco aérea como estar en posesión de un beneficio eclesiástico que asegurase la congrua sustentación del ordenando. Lo escribo sin saberlo pronunciar: Bell-lloch, obispado de Gerona. Gracias a un beneficio aquí vacante pudo ordenarse San José Oriol. Rentaba un escudo de oro de cámara romano = siete pesetas anuales. Beneficio real y simbólico a la vez, respaldado por el beneficio puramente real de un amigo sincero que se comprometió a suplir con una renta anual. Transcurre casi un mes entre la consagración sacerdotal y la primera misa, que no sé cuándo aprenderemos a llamar la segunda... Una primera misa solemne o rezada. Lo mismo da. Es la primera misa de un santo, que pasa a ocuparse de la preceptoría de la familia Gasneri, alto militar de origen milanés. Pepito tiene seis años y Paquita dos todavía. Vive con ellos en familia durante diez años. Es ésta una vida de familia algo especial, porque, desde que sucedió el prodigio del pavo, se ha decidido a comer solo; y a pan y agua nada más. Muy sencillo: que en la abastecida mesa de los Gasneri José trinchó pavo, pero al servir su plato notó el brazo inmovilizado. Insistió dos veces, y lo mismo. Una mano como de hierro le atenazaba. Mano fuerte y dulcísima, que señalaba una ruta nueva. Un camino de austeridad extremada que no endureció su semblante. El rostro macilento a medida que se iba enflaqueciendo parecía adquirir mayor ternura.

Pepito hace la primera comunión a los diez años y Paquita a los ocho. El santo preceptor los ha preparado con mimo y reciedumbre a la vez. No es que viva consagrado a ellos exclusivamente. Hace unos años que en Barcelona se han establecido los de San Felipe Neri con su género de vida tan peculiar. Tienen vida común, pero son extraordinariamente abiertos, fieles al espíritu peculiar del santo fundador. José Oriol se siente como un miembro más de la Congregación. No le han preocupado nunca esas sutiles cuestiones de frailes o no frailes. En la iglesia del Oratorio confiesa, celebra misa, reparte la comunión. Es hombre que no deja los libros y predica unos sermones poco elocuentes, pero que llegan a las almas y producen consuelo. Hay colas ante su confesionario, y los filipenses están convencidos de que es un santo, aunque ignoran que ayuna a pan y agua durante todo el año...

¿Por qué José Oriol no vivió con mamá Gertrudis, viuda? Tampoco vivió San Pío X con su madre, amándola tanto. Tiene sus exigencias el apostolado. Y tienen a veces los santos esta precaución de no hacer partícipes de sus líos a los seres más queridos. Estuvo siempre pendiente de ella y recogió su último suspiro.

Año 1696. Con bordón y sayal de peregrino, con los ojos puestos en las estrellas y las manos mendigando el pan, José Oriol se dirige a Roma. Es la romería de un corazón ardiente al sepulcro de los santos apóstoles... Los hijos de San Felipe Neri le ven llegar a Roma empujado por su fervor. Un ilustre conterráneo suyo había llegado años antes a Roma para agenciar un beneficio eclesiástico. Merodeaban los clérigos españoles en Roma esperando una vacante en la Península. San José de Calasanz no quiso esperar ocioso y encontró en Roma el centro de sus grandes realizaciones. Dura prueba supuso Inocencio X para su obra. Ahora reina un Papa radicalmente distinto en algún punto: Inocencio XI, el papa Odescalchi, hoy Beato Inocencio XI, que señala el puesto definitivo de su vida. El cardenal Coloredo es oratoriano e Inocencio XI lo estima en mucho. El puesto del santo barcelonés está en Barcelona. Allá debe volver para hacerse cargo de un beneficio en Santa María del Pino. No hay canónigos en esta iglesia. Solamente hay beneficiados y por debajo de éstos toda una teoría de capellanes, pasioneros y vicarios. Toda una vida compuesta de detalles a los que hay que ser fiel. Le acaban de nombrar apuntador y bolsero. Horrible tarea la de controlar ausencias y retrasos. Mas horrible aún la de dividir y subdividir las partitiones inter praesentes conforme a un sistema equitativo. El cargo de enfermero le va mejor. Visita y socorre, con sentido de la exactitud, con una caridad controlada que rehuye improvisaciones. Su régimen alimenticio le ha permitido hacer unos ahorros: 311 libras catalanas, que pasan a constituir la fundación de 48 misas por los pobres muertos que no tienen sufragios...

Llega siempre antes de comenzar el coro y permanece de rodillas junto a su silla coral hasta que se inicia la función litúrgica. Prefiere celebrar tarde la misa para así tener más horas de preparación. Todo se va aclarando. Corren los niños a su paso y se detiene con ellos en cualquier pórtico. Hay siempre gente esperándole en la capilla del Santísimo. Visita las cárceles, los hospitales. Va y viene sin hacer ruido, pero todos saben que hace grandes milagros. El lo sabe también, y de todo da cuenta a su director espiritual, fray Juan de la Concepción, que es carmelita descalzo y le conduce por senderos de exigencia y humildad. San José Oriol lee mucho a San Juan de la Cruz. No se toma ni las vacaciones a que tiene derecho en su beneficio. Camina siempre a pie con sotana y manteo limpísimos. Suele andar sin sombrero. (Por eso está tan nuevo el sombrero que se conserva entre sus reliquias.) Nueva tentativa. Peregrino otra vez. Varios años llevaba en su beneficio cuando emprendió otra aventura, mejor: la misma aventura no lograda. ¡Qué misionero soñador se esconde bajo la negra muceta del beneficiado! El cura de Ars no creía en una vocación sacerdotal sin arrebatos misioneros. Cercano a Marsella le venció la enfermedad y hubo de regresar a Barcelona tras un mandato categórico de Nuestra Señora, que le mostró ya claro para siempre su camino.

Ha cumplido cincuenta y un años. Tiene hecho testamento desde antes de emprender la aventura misionera que Dios no quiso coronar. Es el hombre ordenado en todo, que dispone de su pobreza con la misma seriedad de quien tiene mucho que dejar: sus ropas corales, sus libros, apenas nada más. Ha sido el hijo de laboriosos artesanos que han sabido valorar el fruto del trabajo, no ciertamente con sentido maeztiano. Hasta ha sabido quejarse de que los franceses encarecían la vida, atento a la preocupación vital de la gente pobre, la más cercana a él. Si subís a su buhardilla la hallaréis paupérrima. Pero nadie tiene por qué saber el mérito de tanta pobreza. Sabe el día y la hora en que va a morir y recoge el lugar. Después del coro de la tarde ha confesado a sus penitentes y se dirige a casa de unos buenos amigos: los Llobet. Todo se sucede según el plan de Dios, no ignorado por él. Diariamente se ha confesado antes de celebrar misa. Ahora es la última confesión y la última comunión.... la unción postrera.

Los ojos inmensamente azules se han clavado en la eternidad. Pero flota como un nimbo de belleza sobre la faz macilenta del santo beneficiado, en continuos cambiantes que impiden a los pintores fijar sus rasgos con exactitud. Mientras el pueblo se reparte sus ropas en febril afán de reliquias, en su semblante se posa la serenidad de los cielos. No conozco un santo que más me cierre el camino de las evasivas. He aquí a un amigo barcelonés hecho todo de ternura y exactitud. ¿No recuerdas haber conocido otros más por este estilo? Resulta fácil intuir a San José Oriol.

JOSÉ MARIA DÍAZ

José Oriol, sacerdote ( 1650-1727 )

Catalán de origen. En el tiempo de la Ilustración, cuando está comandando el Conde-Duque de Olivares. Lo ordenó en Vich el obispo Don Jaime Mas, el 30 de mayo de 1676. Un «beneficiado» más entre los que ocupan prebendas eclesiásticas.

Hijo de Juan y de Gertrudis que tuvieron siete hijos. Juan murió pronto, con solo treinta y siete años, uno más de los que se llevó la peste de 1651. La madre, con tanta familia, se casó otra vez con Domingo Pujolar, que fue nuevo padre para José, y vino añadiendo un nuevo hijo a los siete de la esposa; pero también este padrastro se murió pronto.

José se hizo monaguillo de la comunidad de Santa María del Mar, un empleo que era para pobres; pero aquí aprendió letras y latines hasta que llegó al doctorado. Quería ser sacerdote pero tuvo dificultades por ser pobre; no bastaba con tener ganas, ciencia y estar dispuesto a la santidad; era preciso, casi una condición necesaria, tener un beneficio que asegurara el pan necesario y lo demás. Menos mal que una vacante en el obispado de Gerona fue remedio, aunque la renta era sólo simbólica: «un escudo de oro de cámara romano» que equivalía a siete pesetas al año. Suficiente para la formalidad. Detrás había un amigo que suplirá una renta anual.

Comienza como preceptor de la familia Gasneri, de origen milanés. Y eso que José Oriol era Doctor en Teología por la universidad civil de Barcelona y había opositado, aunque sin éxito, a la cátedra de Hebreo. Cuidará de Pepito, de siete años y de Paquita que sólo tiene dos. Durará el trabajo diez años haciendo vida con esta familia, pero comiendo solo, porque desde que un día trinchó pavo y por tres veces se la paralizó el brazo, en adelante únicamente comerá y beberá pan y agua. Con este ayuno ordinario comenzó su reconocida austeridad que le hizo delgado y macilento al tiempo que ganaba en suavidad para preparar con mimo la Primera Comunión de los niños.

Llegó a sentirse uno más de los del Oratorio de san Felipe. Allí celebra la misa,  confiesa y reparte la Comunión; la predicación no es elocuente, pero mueve; tiene colas en su confesonario; prefiere las misas tardías para poder prepararse mejor a la celebración.

Con bordón, andando y pidiendo limosna por el camino peregrinó a Roma en 1696. Por mediación del cardenal Coloredo, que era oratoniano, el papa Inocencio XI le concede el beneficio de Santa María del Pino donde sólo hay beneficiados y a su alrededor y detrás de ellos toda una caterva de capellanes, pasionarios y vicarios. Le hicieron «apuntador» y «bolsero» con el encargo de llevar la cuenta de las asistencias a coro y de repartir los dineros correspondientes. Se le dio mejor el cargo de enfermero.

Aquél hombre de ojos azules y calva venerable, suele tener la costumbre de postrarse ante el Santísimo una vez terminadas las horas canónicas. Pero no tuvo responsabilidades mayores, ni puestos altos, ni cargos para competentes; tampoco resolvió asuntos pastorales importantes, ni se le llegó a consultar jamás por soluciones eficaces; sin embargo, en la Barcelona donde nació, vivió y  murió florecieron a su paso los milagros. No suele intervenir en las deliberaciones de los beneficiados tan dedicadas a los asuntos metálicos; sólo consta de una vez que sugirió cambiar las ajadas capas pluviales por otras nuevas.

Le quemaban los dineros en la faltriquera. Seguro que sabía bien lo que decía aquel casto varón, modelo para sacerdotes, cuando afirmó «que prefería morir en los brazos de una  mujer, que con una moneda en el  bolsillo». No importaba cómo, pero sentía la necesidad de desprenderse hasta de la calderilla que le sobraba con el último pordiosero que topaba. Su ayuno estricto le permitió, no obstante, ahorrar 311 libras catalanas para poder hacer una fundación de cuarenta y ocho misas a celebrar por los pobres que no tienen sufragios.

Las cárceles y los hospitales de Barcelona le conocieron como frecuente visitante para hacer con los internos algo de bien, con sencillez, consolando y haciendo sólo con su bendición algún que otro milagro de curación instantánea, que como no lo había hecho él, sino Dios, no tenía la menor importancia.

Tuvo como director de su alma a un carmelita y era asiduo lector de san Juan de la Cruz.

No tomó jamás las vacaciones que le correspondían por su beneficio y recorría Barcelona a pie. A pie también se quiso ir a misiones, pero no pasó de Marsella donde enfermó, y la Virgen le hizo ver que donde Dios lo quería era en Barcelona.

Dejó herencia al morirse: sus ropas de coro –muy limpias–, biblia y gramática  hebreas; nada más había en su buhardilla.

No está mal para un catalán. Aprovechó bien sus cincuenta y un años.