Aunque faltan datos concretos y algunos que conocemos están enredados entre lo que pertenece al mundo de la fantasía y lo que corresponde a la verdad, parece ser que nació en algún lugar de Palestina, en la segunda mitad del siglo VI.
Siendo aún muy joven se sintió llamado a vivir en la soledad del desierto; se retira al monte Sinaí y cuentan que se puso bajo la tutela de Martirio, haciéndose discípulo suyo y viviendo en su compañía durante cuatro años. Muerto su maestro, se hace monje cuando es el abad Stratego que aprecia sus virtudes e intuye que será en el futuro un gran pilar para la Iglesia; por ese tiempo, ya comienzan a conocerle como «El escolástico» quizás por su asiduo estudio de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres. El monasterio no es construcción de una sola pieza arquitectónica; son muchas celdas independientes, una para cada monje; se puede decir que todo el monte es monasterio y el abad es como el archimandrita. La celda de Juan se llama Thole; está situada al pie de la montaña, junto a la ermita de la Virgen que mandó construir Justiniano. Allí vive durante 40 años de retiro ejemplar, dedicado a rigurosa penitencia y en la intimidad con Dios hasta el punto de ser gritado entre quienes le conocen «el Ángel del Desierto». ¡Y no porque la vida le sea fácil! Soporta tentaciones y algunas son muy violentas, teniendo que utilizar todos los medios humanos y sobrenaturales para salir victorioso en la lucha.
La oración intensa le lleva a gran familiaridad con Dios que deja descrita en su libro La Escala. «Esta oración –escribe en La Escalera santa– consiste en tener el alma por objeto a Dios en todos sus ejercicios, en todos sus pensamientos, en todas sus palabras, en todos sus movimientos, en todos sus pasos; en no hacer cosa que no sea con fervor interior, y como quien tiene a Dios presente». Con profundidad y sencillez a la vez describe el progreso de la vida espiritual del hombre hacia el encuentro con el Absoluto, recorriendo treinta grados o escalones; expone su enseñanza empleando ideas abreviadas, apenas apuntadas y comprimidas en sentencias: «Los hombres pueden sanar a los voluptuosos, los ángeles a los malvados, pero a los soberbios solamente Dios». También dejó otro tratadito pequeño que se conoce como Carta al Pastor.
Juan muestra un gran amor a la soledad pero, como suele ser frecuente en los hombres de Dios, nunca estuvo solo; la gente le busca con verdadero deseo de ver, saber y entender por más que a él se le haga cada vez menos apreciado el trato con los demás hombres. Siendo uno más, es un místico en cuya vida se producen –según cuentan los mentores de su vida– fenómenos sobrenaturales que le llevan al arrobamiento de permanecer levantado sobre la tierra con frecuentes levitaciones y, algunas veces, dicen que lo contemplaron entrado en éxtasis, adelantando el disfrute del Cielo.
Lo eligieron abad del Sinaí, llegando a irradiar santidad al resto de los ermitaños; muestra una preocupación exquisita con los peregrinos y extraños, y –por caridad– construye un hospital para la atención de los enfermos y de los que están extenuados. Así, con obras y palabras, ejerció un influjo muy notable en la espiritualidad tanto de Oriente como de Occidente.
El monte Sinaí, de tantos recuerdos bíblicos, forma un macizo de cumbres y valles pedregosos y resecos sin apenas vegetación. Cuando lo visitó la monja Eteria, nuestra peregrina, el Sinaí estaba poblado de monjes. Eteria vio varios monasterios, capillas custodiadas por monjes, cuevas en las que moraban anacoretas y una iglesia en la cabeza del valle; delante de la iglesia hay un amenísimo huerto con agua abundante, en el cual está la zarza; muy cerca se enseña el lugar donde se hallaba el santo Moisés cuando le dijo Dios: Desata la correa de tu calzado.
Aún se conserva el monasterio de El-Arbain o de los Cuarenta Mártires, llamado así porque, a fines del siglo IV, los beduinos asesinaron en aquel lugar a cuarenta monjes. Mas la iglesia de que nos habla Eteria es, sin duda, la que hizo edificar Santa Elena en el siglo IV y que, en 527, fortificó el emperador Justiniano, lo mismo que al monasterio que está junto a ella, Dicho monasterio se llama de Santa Catalina, puesto que guarda las reliquias de la santa alejandrina desde hace muchos siglos. Justiniano fortificó también otros monasterios sinaítas para proteger a los monjes de las incursiones de los beduinos de los desiertos cercanos.
El monasterio de Santa Catalina, única que ha mantenido la vida monacal en aquellos parajes agrestes, está situado a más de dos mil metros al pie del Djebel-Musa o monte de Moisés. De la parte trasera del monasterio arranca un caminito escarpado, con peldaños labrados en la roca (tres mil en total) que lleva a la cumbre. Vive en él una comunidad de monjes ortodoxos griegos y guarda una famosa biblioteca con 500 manuscritos antiguos. En el siglo pasado fue descubierto en ella el Códice Sinaítico, del siglo IV, con todo el Nuevo Testamento y la mayor parte de la versión griega del Antiguo. Dicho códice fue regalado al zar de Rusia, el cual compensó al monasterio con 9.000 rublos. Estuvo depositado en la Biblioteca de Leningrado hasta 1933, en cuya fecha lo adquirió el Museo Británico por 100.000 libras esterlinas.
El recuerdo de Moisés y de Elías, a quienes había hablado Dios en aquel monte, atrajo desde los primeros tiempos a muchos anacoretas. Después de la legislación que Justiniano dio a los monjes, éstos vivían en recintos cerrados y sólo se permitía la vida solitaria dentro de la clausura. Cada monasterio se regía a su modo, sin regla común; mas todas estaban inspiradas en los preceptos que San Basilio había dado a los monjes. Los divinos oficios duraban seis horas. El resto del día lo ocupaban en el trabajo manual y en el estudio. Se tejían sus propios vestidos: túnica burda de pelo de cabra o de borra, ceñidor, manto y sandalias. Preparaban pergaminos, transcribían e iluminaban códices. Comían una sola vez al día y practicaban extremado ayuno en Cuaresma y Adviento, La caridad en forma de hospitalidad era característica de los monjes. Junto a cada monasterio estaba la hospedería para peregrinos y viajeros.
En este ambiente discurrió la vida de San Juan Clímaco, el más popular de los escritores ascéticos de aquellos siglos, debido a su única obra Escala del paraíso. Los pocos datos biográficos que han llegado a nosotros los sabemos principalmente por el monje Daniel, el cual vivía en el monasterio cercano de Raytún, situado hacia el mar Rojo. Daniel los redactó poco después de la muerte del Santo para encabezar el libro de éste.
Juan Clímaco vivió en la segunda mitad del siglo VI y la primera mitad del VII. Era muy joven cuando un buen día se presentó al monasterio del Sinaí dispuesto a consagrarse a Dios. Ni los bienes de su casa, que eran muchos, ni la educación distinguida que había recibido, ni un porvenir halagador fueron obstáculo para emprender una vida humilde y austera. Todo lo fue olvidando heroicamente bajo las instrucciones de un excelente religioso llamado Martirio, y después de tres años de noviciado el tiempo que preceptuaba la regla entró en la comunidad de monjes. Desde el primer momento, la obediencia y el estudio fueron su divisa. Daniel afirma escuetamente que era monje sumiso e instruido en letras.
Unos años después había muerto el monje Martirio y nuestro Santo se retiró al extremo del monte a unos cien metros de una ermita. Allí vivía más cerca de Dios en un antro angosto o celda natural, la cual fue testigo, durante muchos años, de sus prolongadas oraciones, contemplaciones, penitencias y lágrimas. Allí aprendió lo que años después aconsejaría al abad de Raytún en una carta que se ha conservado: Entre todas las ofrendas que podemos hacer a Dios, la más agradable a sus ojos es indiscutiblemente la santificación del alma por medio de la penitencia y de la caridad. Allí venció al demonio de la gula, comiendo poco; al mismo tiempo que dominaba la vanagloria, comiendo de todo lo que permitía la regla monástica, pues sabía que las extremadas abstinencias fueron motivo de ostentación en otros monjes. Pasó cuarenta años ajeno a la desidia, dado al estudio y al trabajo, larga la oración y breve el sueño, parco en el comer y benigno con los visitantes molestos.
Al principio vivió completamente aislado; mas corrió la fama de su erudición y santidad, y varias personas iban a él en busca de consejo. Juan las instruía con toda caridad; porque, como dejó escrito, quien con sus enseñanzas puede contribuir a la salvación de sus hermanos y no les reparte con plenitud de caridad la ciencia que haya recibido, tendrá el castigo del que oculta el talento debajo del celemín. No faltaron envidiosos que le tildaron de charlatán por lo cual él mismo se impuso la penitencia de no enseñar con palabras sino con obras de penitencia, dulzura y modestia. Ello duró hasta que los mismos que le habían difamado fueron a rogarle que renovara sus divinas instrucciones. No estuvo a refugio de las tentaciones, sino que pasó momentos de tristeza y desaliento con ganas de echarlo todo a rodar. Pero se tranquilizaba luego, pensando en que agradaba a Jesucristo y que muchos habían llegado a la santidad por aquel camino.
Cuando murió el abad de Monte Sinaí, los monjes fueron en busca de Juan y le rogaron que aceptara el cargo de sucesor. El Santo opuso excusas y resistencias, pero los monjes no cejaron hasta que aceptó y se fue al monasterio con ellos. No se habían equivocado: Juan desempeñó el cargo con sabiduría, bondad de carácter y vida ejemplar.
Siendo abad, redactó, o terminó por lo menos, Escala del paraíso, fruto de su larga experiencia ascética. Se compone de treinta grados, que son otros tantos capítulos en donde el Santo explica, en forma de aforismos y sentencias, las virtudes del monje y los vicios que deberá vencer. El estilo es muy sencillo y claro; al alcance de todos. Se sirve de ejemplos vividos en los monasterios. Así nos dice que, edificándole la virtud del monje cocinero, le preguntó una vez cómo podía andar recogido en todo momento con una ocupación tan material. El cocinero le respondió: Cuando sirvo a los monjes me imagino que sirvo al mismo Dios en la persona de sus servidores, y el fuego de la cocina me recuerda las llamas que abrasarán a los pecadores eternamente.
Los primeros grados de Escala del paraíso son: la renuncia a la vida del mundo, a los afectos terrenos, al afecto de los parientes, la obediencia, la penitencia, el pensamiento de la muerte y el don de lágrimas o, como él dice, la tristeza que nos causa alegría. Carísimos amigos escribe el Santo, en la hora de la muerte, el juez soberano no nos echará en cara el no haber obrado milagros, o no haber sabido sutilizar en materias elevadas de teología, como tampoco el no haber llegado a un elevado grado de contemplación, sino de no haber llorado nuestros pecados de modo que mereciésemos el perdón. Los grados siguientes son: la dulzura que triunfa de la cólera, olvido de las injurias, huir de la maledicencia, pues ésta reseca la virtud de la caridad; amor al silencio, porque el mucho hablar lleva a la vanagloria; huir de la mentira, que es un acto de hipocresía; combatir el fastidio y la pereza, puesto que esta última destruye por sí sola todas las virtudes; practicar la templanza, porque el golosinear es una hipocresía del estómago, el cual dice que se va a saciar con aquello y no se sacia. Contentando la intemperancia, viene la impureza; de aquí que el grado siguiente sea el amor a la castidad. La castidad dice es un don de Dios, y para obtenerlo conviene recurrir a EI, pues a la naturaleza no la podemos vencer con sólo nuestras fuerzas. Siguen los grados que tratan de la pobreza, virtud opuesta a la avaricia, del endurecimiento del corazón, que es la muerte del alma, del sueño, del canto de los salmos, de las vigilias, de la timidez afeminada, de la vanagloria, del orgullo y de la blasfemia. Luego, las virtudes típicamente contemplativas: dulzura del alma, humildad, vida interior, paz del alma, oración y recogimiento. El último grado del libro está dedicado a las virtudes teologales.
Movido de la caridad operante, hizo edificar una hospedería para peregrinos a poca distancia del monasterio. Enterado de ello el papa San Gregorio el Grande, quiso ayudarle enviándole una cantidad junto con una carta, que se ha conservado, en la que se recomienda a sus oraciones.
Murió con la misma simplicidad que había vivido. Su Escala del paraíso se hizo pronto famosa. El libro fue copiado y leído en todos los monasterios, se tradujo al latín y el autor fue siempre conocido con el sobrenombre de Clímaco, del griego clymax, que significa escalera. También le llamaron Juan el Escolástico, apelativo que solo se daba a personas de muchos conocimientos. Juan Clímaco es uno de los Santos Padres de la Iglesia griega.
JUAN FERRANDO ROIG