Aunque parezca mentira, la demagogia anticlerical decimonónica todavía resuena y hasta encuentra oídos agradecidos en el día de hoy: Los curas son vividores improductivos –dicen–, unos parásitos de la sociedad que haría bien en eliminarlos; viven de la sangre que chupan al pueblo.
Julio Alvarez, de 61 años, casi un anciano ya –o por lo menos bien entrado en edad–, indefenso, pobre, entregado a enseñar los caminos del Cielo a los suyos, y ayudando o animando a trabajos manuales con los que sacar de mal año las tripas de sus pobres feligreses desmiente con su labor el inicial aserto.
Su principal preocupación en la parroquia de Mechoacanejo, Jalisco, diócesis de Aguascalientes, fue igual que la de tantísimos sacerdotes que ejercían y ejercen su ministerio sacerdotal en el medio rural: predicar a Jesucristo con la palabra, dar ejemplo de vida cristiana a sus feligreses, ser punto de unión entre Dios y los hombres por medio de los sacramentos, consolar a los afligidos en las desgracias, estar al lado de los que sufren siendo su paño de lágrimas, y avivar la esperanza en la vida de la otra orilla por la que vale la pena morir si fuera preciso con tal de no perderla.
De su bondad natural, de donde brotaba un cariño y comprensión no imitables por todos, y de su caridad sobrenatural que le llevaba a «hacerse todo para todos» a ejemplo del Maestro, salieron iniciativas para ayudar a los más necesitados a subir el escalón, a superarse un poquito en el legítimo intento de conseguir un salto de calidad en la vida humana. Julio Álvarez Mendoza dio de lo que tenía: enseñó trabajos de artesanía con el fin de que pudieran vivir mejor sus feligreses; y, como él había aprendido el oficio de sastre, confeccionó ropas para los más necesitados, enseñando además el arte de trabajar la tela a quien quiso aprenderlo.
Se le recuerda como hombre de paz, amigo de los niños, sencillo en el trato con los mayores, reverente con los viejos y con una devoción muy especial a la Santísima Virgen.
Había nacido en Guadalajara, Jalisco, el 20 de diciembre de 1866.
Fue reconocido como sacerdote cuando un día cualquiera iba entregado a su ministerio, cumpliendo el sagrado deber de hacer bien a la gente; los soldados lo apresaron camino de un rancho, y allí comenzó su calle de la amargura hacia el martirio: fue llevado en medio de mil incomodidades a Villa Hidalgo, a Aguascalientes, a León, y por último a San Julián, Jalisco.
El 30 de marzo de 1927 lo colocaron sobre un montón de basura para ser fusilado y dijo suavemente: «Voy a morir inocente. No he hecho ningún mal. Mi delito es ser ministro de Dios. Yo les perdono a ustedes».
Cruzó los brazos y esperó la descarga.
El papa Juan Pablo II lo canonizó en Roma el 21 de mayo del 2000.
Por cierto, ¿qué hacen los próceres de la trasnochada crítica anticlerical por los demás? ¿Estarían dispuestos a dar su vida por sus soflamas anticlericales?