Una hermosa tradición muy antigua cuenta que en el siglo V un santo sacerdote llamado Zózimo después de haber pasado muchos años de monje en un convento de Palestina dispuso irse a terminar sus días en el desierto de Judá, junto al río Jordán. Y que un día vio por allí una figura humana, que más parecía un esqueleto que una persona robusta. Se le acercó y le preguntó si era un monje y recibió esta respuesta: Yo soy una mujer que he venido al desierto a hacer penitencia de mis pecados.
Y dice la antigua tradición que aquella mujer le narró la siguiente historia: Su nombre era María. Era de Egipto. Desde los 12 años llevada por sus pasiones sensuales y su exagerado amor a la libertad se fugó de la casa. Cometió toda clase de impurezas y hasta se dedicó a corromper a otras personas. Después se unió a un grupo de peregrinos que de Egipto iban al Santo Sepulcro de Jerusalén. Pero ella no iba a rezar sino a divertirse y a pasear.
Y sucedió que al llegar al Santo Sepulcro, mientras los demás entraban fervorosos a rezar, ella sintió allí en la puerta del templo que una mano la detenía con gran fuerza y la echaba a un lado. Y esto le sucedió por tres veces, cada vez que ella trataba de entrar al santo templo. Y una voz le dijo: Tú no eres digna de entrar en este sitio sagrado, porque vives esclavizada al pecado. Ella se puso a llorar, pero de pronto levantó los ojos y vio allí cerca de la entrada una imagen de la Sma. Virgen que parecía mirarla con gran cariño y compasión. Entonces la pecadora se arrodilló llorando y le dijo: Madre, si me es permitido entrar al templo santo, yo te prometo que dejaré esta vida de pecado y me dedicaré a una vida de oración y penitencia. Y le pareció que la Virgen Santísima le aceptaba su propuesta. Trató de entrar de nuevo al templo y esta vez sí le fue permitido. Allí lloró largamente y pidió por muchas horas el perdón de sus pecados. Estando en oración le pareció que una voz le decía: En el desierto más allá del Jordán encontrarás tu paz.
María egipciaca se fue al desierto y allí estuvo por 40 años rezando, meditando y haciendo penitencia. Se alimentaba de dátiles, de raíces, de langostas y a veces bajaba a tomar agua al río. En el verano el terrible calor la hacía sufrir muchísimo y la sed la atormentaba. En invierno el frío era su martirio. Durante 17 años vivió atormentada por la tentación de volver otra vez a Egipto a dedicarse a su vida anterior de sensualidad, pero un amor grande a la Sma. Virgen le obtenía fortaleza para resistir a las tentaciones. Y Dios le revelaba muchas verdades sobrenaturales cuando ella estaba dedicada a la oración y a la meditación.
La penitente le hizo prometer al santo anciano que no contaría nada de esta historia mientras ella no hubiera muerto. Y le pidió que le trajera la Sagrada Comunión. Era Jueves Santo y San Zózimo le llevó la Sagrada Eucaristía. Quedaron de encontrarse el Día de Pascua, pero cuando el santo volvió la encontró muerta, sobre la arena, con esta inscripción en un pergamino: Padre Zózimo, he pasado a la eternidad el Viernes Santo día de la muerte del Señor, contenta de haber recibido su santo cuerpo en la Eucaristía. Ruegue por esta pobre pecadora, y devuélvale a la tierra este cuerpo que es polvo y en polvo tiene que convertirse.
El monje no tenía herramientas para hacer la sepultura, pero entonces llegó un león y con sus garras abrió una sepultura en la arena y se fue. Zózimo al volver de allí narró a otros monjes la emocionante historia, y pronto junto a aquella tumba empezaron a obrarse milagros y prodigios y la fama de la santa penitente se extendió por muchos países.
San Alfonso de Ligorio y muchos otros predicadores narraron muchas veces y dejaron escrita en sus libros la historia de María Egipciaca, como un ejemplo de lo que obra en un alma pecadora, la intercesión de la Sma. Madre del Salvador, la cual se digne también interceder por nosotros pecadores para que abandonemos nuestra vida de maldad y empecemos ya desde ahora una vida de penitencia y santidad.
La maravillosa acción del Espíritu Santo no tiene barreras, salvo –claro está– el límite que el hombre pone a su obra santificadora. La ardua y agradecida tarea que llevo de recorrer uno a uno los días del calendario para sacar a la luz siquiera sea una brizna del escondido tesoro de fidelidad que se pasea por la historia, garantiza la afirmación. Hay santos de todo pelaje, brillan todos los tonos del arco iris y los hay para todos los gustos. Son como un abanico de posibilidades en el que a uno sólo le queda el trabajo de situarse en el lugar y bajo la protección del santo con el que se sienta más afín para intentar tomarlo como modélico protector e iniciar el camino hacia la santidad con más brío. Hoy propongo la consideración de María; lo de «Egipcíaca» le viene de Egipto, el lugar en que nació.
Dato cierto: una tumba de una cristiana ermitaña, en una cueva del desierto con el nombre de María. No hay más.
La primera fuente escrita está en la Vida de san Ciriaco, que escribió Cirilo de Escitópolis. Allí se narra que, caminando a través del desierto y al otro lado del Jordán, los abades Juan y Panamón vieron las señales de un cuerpo humano. Ambos pensaron que sería un anacoreta, pero, cuando intentaron acercarse, la imagen desapareció. Se dieron cuenta de que en aquellos alrededores había una gruta y sospecharon que en su interior había debido esconderse el anacoreta para evitar contacto con los caminantes. Al acercarse para decir al hombre de Dios que sólo querían pedir su bendición y escuchar atentamente su palabra, descubren que el supuesto solitario es una mujer llamada María, que tenía el cuerpo retostado por el sol y los cabellos blancos como la lana.
Ella les refiere que en otro tiempo, por culpa del demonio, fue una cantante que, con sus exhibicionismos y representaciones, había llevado a muchos al pecado; eso fue en Alejandría, donde tenían lugar sus malas artes pecaminosas de las que vivía. Consciente de su escándalo, se sintió movida a expiar sus muchos pecados con una vida solitaria de penitencia.
Se alimentaba de una cestilla de habas que milagrosamente nunca disminuían y bebía de una fuente que brotaba en el interior de aquella gruta a pesar de lo desértico del lugar. Y añade que lleva ya dieciocho años viviendo en la misma oquedad.
Estas noticias las contaba el abad Juan a Ciriaco –también santo, luego– estando presente Cirilo de Escitópolis; la conversación venía a cuento porque Juan estaba narrándole el lugar dónde se encontraba la cueva que él cerró definitivamente al año siguiente, dejando dentro el cuerpo de María que él enterró al encontrarla muerta.
Sofronio, obispo de Jerusalén (s. VII), divulgó la vida de María Egipcíaca, tomando los datos de la Vita Sancti Ciriaci, y haciendo una biografía legendaria, con intentos ejemplarizantes, llena de rasgos simpáticos, con abundancia de detalles atrayentes, y aumentos que agigantan la figura de la anacoreta penitente. Tanto que María Egipcíaca pasó a Occidente consiguiendo una notabilísima popularidad. Y testigo de ello son las vidrieras que las catedrales góticas de Chartres, Bourges y Auxerre presentan como motivos ornamentales algunos episodios de su vida.
La iconografía de María Egipcíaca, presentada como mujer desnuda pero cubierta con una larguísima cabellera, es susceptible de ser tomada y confundida por la de su homónima Magdalena.
En cuanto a lo escrito sobre ella, disponemos también de un precioso poema castellano de acusado valor literario –probablemente tomado de una base provenzal– que se titula Vida de Madona Sancta María Egipciaquía, de comienzos del siglo XIII, conservado en un códice de la biblioteca del Monasterio de El Escorial.
Esa cuestión de haber probado los deleites y las hieles de los pecados de la carne, si de verdad se quiere hacer el intento de la rectitud en lo que quede de vida, nunca es motivo de desesperanza para coronar en cristiano y con éxito la existencia. Las patronas de las pecadoras públicas arrepentidas dieron ejemplo de decidida respuesta a la misericordia de Dios. Concretamente María Egipcíaca, se excedió apasionadamente en la penitencia del mismo modo que antes se había excedido –Berceo la llama «pecatriz sin mesura»– en los vicios. Y compensó.