Hay vidas de santos realmente espectaculares. Santos que producían o calmaban tempestades. Santos que desencadenaban plagas tremendas. Santos que obraban prodigios con las multitudes. Como la santidad es más un camino que un esquema, resulta que los santos marchan por ese camino con muy distinta andadura. Y junto a ese santo taumaturgo de los fantásticos prodigios, están los santos como esta muchachita mallorquina, Catalina Thomás. Su santidad es sencilla, pequeña, escondida. La inteligencia humana, que anda siempre comparando la gloria de Dios con las hermosuras de acá abajo, falta de un conocimiento que dé punto de comparación, quiere suponer —al menos la mía— a Catalina Thomás en un paisaje sencillo como ella misma. Un pequeño valle con torrentes en una isla llena de sol y de flor de rocalla. Una ventana con cortina y una maceta. Y ella misma, una muchacha sonriente y humilde que quiso serlo todo para Dios como Dios fue todo para ella.
Sí alguna vez van ustedes a Mallorca, será obligado que visiten Valldemosa. El turismo se basa, por desgracia, en lo espectacular. Y así, les enseñarán la Cartuja, con sus celdas, y aquellas donde vivieron el pobre Federico Chopin y la escritora George Sand una bien pobre aventura humana. O en La Foradada, la mancha de humo de aquella hoguera que encendió Rubén Darío, cuando quiso hacer una paella junto al mar. Salvo que ustedes pregunten, nadie o casi nadie les hablará de Catalina Thomás, aquella santita mucama, como la llamó un escritor viajero español.
Pues allí, en Valldemosa, nació la chiquilla. En 1531, según unos historiadores. O en 1533, según otros. Hija de Jaime Thomás y Marquesina Gallard. Y desde su niñez, la leyenda dorada que acompaña piadosamente a los santos con milagros candorosos y prodigios extraños.
Las biografías de Catalina Thomás recogen un sinfín de estos datos que muestran que la Santa tuvo, ya en vida, una admiración popular fervorosa: mientras recoge espigas, Catalina recibe la visión de Jesús crucificado. Otra vez, huyendo de una fiesta popular que no le gustaba, es Nuestra Señora misma quien baja a decirla que está escogida por su Hijo. Hasta prodigios candorosos: una vez, llorando arrepentida por haber deseado unos vestidos como los de su hermana, dice la tradición que Santa Práxedes y Santa Catalina mártir —que será siempre fiel protectora suya— bajan del cielo para consolarla.
Pocos prodigios tan poéticos, tan bellos como el de aquella noche en que, al despertarse, vio Catalina la habitación inundada de una luz hermosa y clara. Era la luz blanca, azulada, del plenilunio. Catalina piensa que está amaneciendo y se levanta a por agua a una cercana fuente. Estando allí, dieron las doce de la noche en la Cartuja y luego la campana que llamaba a coro a los frailes del convento. Catalina se asusta entonces, al encontrarse perdida en aquella noche de luz tan misteriosa. Como es una chiquilla, empieza a llorar. Y San Antonio Abad, dicen, bajó del cielo y la tomó de la mano para llevarla a casa.
Hay en Catalina una portentosa amistad con los santos. Dialogará con ellos como si estuviesen en la misma habitación. Ellos la ayudarán en momentos difíciles de su existencia. Y todo esto tendrá un aire de profunda y encantadora naturalidad. Otro día, acompañando a su abuelo, muy achacoso, va a misa en la Cartuja, y ayudándole a subir una pendiente, el anciano se conmovió por el amor y la ternura de la niña al ayudarle. Y deseoso de complacerla, le dijo su esperanza: Quiera Dios que te cases pronto y bien acomodada. Y entonces es San Bruno quien se aparece a Catalina para sonreírla: No, tu abuelo te verá acomodada, mas no del modo que él piensa, porque serás esposa de Cristo.
Y naturalmente, la castidad. La tradición cuenta a este propósito muy diversas anécdotas y sucesos. Santa Catalina y el mismo Jesús acudían muy prestamente a apoyar su gran firmeza en la virtud.
Catalina va a conocer una gran amargura muy joven. A los tres años murió su padre. Ella se puso a rogar por su alma y un ángel vino a decirle que estuviese contenta, porque su padre estaba en la gloria de Dios. Cuatro años más tarde, tenía siete la chiquilla, se le aparece su madre: Hija mía, acabo de expirar en este mismo momento. Estoy esperando tus oraciones para entrar en la gloria. Y tres horas más tarde, Catalina recibía el consuelo de que su madre estaba en el cielo. Huérfana, Catalina fue recogida por unos tíos suyos, quienes la llevaron al predio Son Gallart. Durante once años, Catalina vivió en aquella finca, a seis o siete kilómetros de Valldemosa. Es éste un momento duro para Catalina, pues la ausencia de Valldemosa significa dificultad para ir al templo, para oír misa y para las prácticas religiosas en la casa de Dios. Los domingos, al fin, podía asistir a misa en el oratorio de la Trinidad. Es aquella zona donde los eremitas buscaban la paz de Dios frente a la paz de aquel mar inolvidable; frente a esos crepúsculos de Mallorca en los que el sol parece incendiar finalmente las aguas, teñirlas de rojo o, cuando está en lo alto, revela desde la cornisa valldemosina, el fondo limpísimo del mar.
Pero Catalina no tenía mucho tiempo para la contemplación poética. Una finca como Son Gallart exige mucho trabajo. Hay en ella muchos peones, y ganado, y faenas de labranza que realizar. Catalina es una muchacha activa. Ya es la criadita. Va a donde trabajan unos peones a llevarles la comida de mediodía, trabaja en la casa, fregando, cosiendo, barriendo; guarda algún rebaño cuando lo manda tío Bartolomé. Y tiene siempre buen semblante, sonrisa a punto, corazón abierto. A pesar de esa misteriosa lejanía que la tiene todo el día y toda la noche como ausente de este mundo. Porque allá en el campo, mientras las ovejas o las cabras mordisquean la hierba, Catalina se pone de rodillas y asiste milagrosamente a la misa de los cartujos de Valldemosa. Otra vez se pierde al regreso de un recado, en el campo, y Santa Catalina mártir acude a ella, seca sus lágrimas y la lleva de la mano hasta cerca de Son Gallart.
Aparece entonces en la vida de Catalina un personaje importante y muy decisivo. Uno de aquellos ermitaños, el venerable padre Castañeda. Es un hombre que ha abandonado el mundo buscando la total entrega de su alma al Señor. Vive en las colinas y de limosna. Un día pasa por el predio a pedir y Catalina le conoce. Surge entre ambos una corriente de simpatía y de afecto. Recomendada más tarde por Ana Más, Catalina va a visitar al padre Castañeda al oratorio de la Trinidad. Catalina se le confía: ella quiere ser religiosa. A la segunda entrevista, el padre Castañeda está convencido. La dirección espiritual del religioso hará todavía un gran bien a la muchacha. Pero entonces empieza un largo episodio: el de las dificultades.
Los tíos, al saber la vocación de su sobrina, se oponen decididamente. Por aquellas fechas, una muchacha valldemosina, que había ingresado en un convento de Palma, se sale, reconociéndose sin verdadera vocación. Es, pues, mal momento político para que nadie ayude a Catalina. Por otra parte, Catalina era una muchacha guapa y muy atractiva. Es natural que muchos jóvenes de los alrededores se fijaran en ella con el deseo de entablar relaciones y casarse. Catalina espera pacientemente. Y otra dificultad llega. El padre Castañeda decide marcharse de Mallorca.
Catalina se despide de él con una sonrisa misteriosa. No, el padre se irá, pero volverá, porque Dios quiere que él sea su apoyo para entrar en el convento. Efectivamente, el barco que llevaba al religioso sale de Sóller con una fuerte tormenta que le impide llegar a Barcelona. Y regresa de nuevo a Valldemosa. El religioso ve que la profecía de la muchacha se ha cumplido y decide ayudarla plenamente. Va a hablar con los tíos y los convence. Catalina se marcha a Palma, para ir realizando las gestiones previas a su ingreso en un convento. Y, en tanto, se coloca como sirvienta en la casa de don Mateo Zaforteza Tagamanent y, en concreto, al servicio de una hija de este señor llamada Isabel. Las dos muchachas se cobran un fuerte cariño. Isabel la enseña a leer, escribir, bordar y otros trabajos. Catalina da más; Catalina habla de Dios, permanentemente, a Isabel. Y lleva una vida tan heroica, tan mortificada, que cae enferma. Los señores y sus hijos se turnan celosamente junto al lecho de la criada. Como si la criada fuese ahora la señora y ellos los honrados en servirla.
Y llega el momento de intentar, ya en serio, el ingreso en alguno de los conventos de Palma. El padre Castañeda los recorre, uno tras otro. Hay un grave inconveniente: Catalina carece de dote. Es totalmente pobre. Pero estos conventos son también necesitados. No pueden acoger a una aspirante que no traiga alguna ayuda... Convento de Santa Magdalena, de San Jerónimo, de Santa Margarita... Las noticias que el padre va llevando a Catalina son descorazonadoras. Catalina se refugia en la oración. Y reza tan intensamente que, cuando ya todo aparece perdido, los tres conventos a la vez, interesados por la descripción que de la joven les ha hecho el religioso, deciden pasar por alto el requisito de la dote. Y los tres conventos están dispuestos a admitir a Catalina Thomás.
Una tradición representa a Santa Catalina, sentada en una piedra del mercado, llorando tristemente su soledad. Y en aquella piedra, según la misma tradición, recibe Catalina la noticia de que ha sido admitida. Aún se conserva esta piedra, adosada al muro exterior de la sacristía, en la parroquia de San Nicolás, con una lápida —colocada en 1826— que lo acredita. Catalina, entonces, decide ingresar en el primero de los tres conventos visitados, el de Santa Magdalena.
A los dos meses y doce días de su ingreso, Catalina toma el velo blanco. Media ciudad de Palma, con su nobleza al frente, acude al acto, pues tanta es ya la fama de la muchacha. Enero de 1553.
Los años que vive Catalina en el convento palmesano serán casi ocultos. Pero como es tan difícil que la santidad pueda estar bajo el celemín, toda la ciudad acude a verla, a consultarle sus problemas, a encomendarse a sus oraciones, a pedirle consejo... Ella se resiste a salir al locutorio, se negaba a recibir regalos y cuando tenía que recibirlos, los daba a las demás monjas. Practicaba la pobreza, la obediencia, la castidad, siempre en grado heroico. La prelada decidió un día someterla a una prueba bien dura. En pleno verano, le ordenó que se saliese al patio y estuviera bajo el sol hasta nueva orden. Catalina no dice una sola palabra: va al lugar indicado y permanece allí varias horas, hasta que la superiora, admirada de su fortaleza, la manda llamar.
Catalina crece en amor y sabiduría. Sus éxtasis son cada vez más frecuentes e intensos. Algunos duran hasta días. En su celda se conserva aún la piedra sobre la que se arrodillaba y que muestra las hendiduras practicadas por tantísimas horas de oración en hinojos. Aunque ella procuraba ocultar, por humildad, estos regalos de Dios, era natural que sus hermanas se enterasen. Y la fama crecía.
Un día, Catalina recibe el aviso de Dios. Diez años antes de su muerte, supo cuándo sería llamada por el Señor. Y estuvo esperando ansiosamente este momento. La Dominica de Pasión de 1574, el 28 de marzo, Catalina entró en el locutorio donde estaba una hermana suya con una visita. Iba a despedirse —dijo—, pues se marchaba al cielo. Y efectivamente, al día siguiente, después de comulgar en éxtasis, mandó llamar al sacerdote porque se sentía morir. Los médicos dijeron que no la encontraban grave, pero el sacerdote acudió y apenas recibidos los sacramentos, mientras la superiora rezaba con ella las oraciones, tras haber pedido perdón a la madre y a las hermanas, cayó en un éxtasis al final del cual entregó su alma a Dios.
Lo demás, vendría por sus pies contados. El proceso de beatificación, la beatificación, el proceso siguiente y por fin la gloria de los altares. Con una particularidad. El fervor popular por Santa Catalina Thomás iría creciendo y manteniéndose de tal modo que, aunque ella murió en 1574, la beatificación se dicta —por Pío VI— en 1792 y la canonización —por Pío XI— en 1930. El cuerpo de Catalina Thomás se ha conservado incorrupto.
La vida de esta muchacha mallorquina es, ya lo decimos, un distinto camino de la santidad, Una santidad vivida con impresionante sencillez, con rotunda eficacia. Una santidad hecha de la elevación de la virtud al grado heroico. Y, al mismo tiempo, una santidad popular. En el alma de Mallorca sigue bien recio el amor por su santita criada, su santita pastora, su santita monja. Aunque el turismo no muestre su itinerario, está en el corazón de los mallorquines.
JOSÉ MARÍA PÉREZ LOZANO
Las islas Baleares tienen santa en esta niña nacida alrededor del año 1530, y digo la fecha sin certeza porque los estudiosos de la historia no terminan de llegar a un acuerdo al respecto. Nació en una familia pobre formada por Jaime Thomás y Marquesina Gallard, en Valldemosa, esa población repleta hoy de turismo tantas veces extravagante y superficial.
En torno a la santa Catalina hay una densa y extensa leyenda dorada hecha por el cariño de los paisanos que fueron acumulando datos en torno a su figura. Puede ser que lo que fue comentario sobre sus cualidades, aficiones o deseos llegara a objetivarse en personajes unidos a su vida. No es posible deslindar los campos que pertenecen al mundo de la fantasía del que es propio de la realidad, porque, cuando se entra en el terreno de la acción divina en las personas, siempre queda la sospecha de lo posible e incluso de lo que se teme por el factor sobrenatural residente en la omnipotencia y el querer de Dios, máxime si faltan datos históricos plenamente comprobables.
Se habla en torno a su figura santa que tuvo visiones de Jesús crucificado y de Nuestra Señora; también se afirma que vino a verla santa Práxedes, san Antonio Abad, san Bruno y su especialmente amiga y protectora de toda la vida santa Catalina mártir. ¿Fueron sólo santos a los que tuvo gran devoción y que la gente exaltó con fervor popular hasta el punto de crear situaciones irreales de misticismo en Catalina Thomás? ¿Fueron efectivas, aunque no demostrables, las visiones de la santa? A la distancia de cuatro siglos, ¿quién se atreverá a negar o a afirmar los hechos, basados sólo en el dato de no ser frecuentes en los de a pie o de considerarlos muy repetitivos en ella? Parece que lo mejor que se puede hacer con sencillez es relatarlos como nos han llegado y dejar a la sensibilidad y sensatez del lector la interpretación.
Murieron pronto los padres de la chiquilla y unos tíos se ocuparon de ella. La llevaron a su propiedad de Son Gallart, como a unos diez kilómetros de Valldemosa, donde vivían como agricultores y ganaderos acomodados. Pronto empieza a cooperar en las faenas caseras propias de una familia campesina de la comarca: comidas y loza, ropa a lavar y coser, orden de la casa, atención a los criados, cuidado de animales y algún trabajo adicional de labranza; los domingos, a misa con la familia y poco más. Es verdad que algunas veces la echaban de menos cuando le tocaba ir al campo con el ganado -luego se ha sabido que eran momentos de especial disfrute de esa soledad tan acompañada en la contemplación y el diálogo-.
Conoció al eremita P. Castañeda que era un solitario del monte y bajaba a pedir lo poco que necesitaba para vivir. Un día fue a verlo al Oratorio de la Santísima Trinidad para contarle lo que hacía tiempo llevaba en el alma; ella quería ser religiosa, pero temía que sus tíos no lo entendieran. Y se confirmaron los temores. Hubo una resistencia tan grande que fue precisa la severa intervención del sacerdote para que le permitieran ir a Palma y estudiar la posibilidad.
Mientras se ven los conventos, entra en casa de la familia de Don Mateo Zaforteza como criada y chica para todo. Se produce buena simbiosis entre las dos mozas de la casa; Catalina aprende de la hija de Don Mateo a leer, a escribir y a bordar mientras que enseña a Isabel las cosas de Dios y el modo de tratarlo. Conventos hay, pero no la reciben. Existe una razón de peso en la época: los monasterios son pobres y no pueden facilitar la entrada a nadie sin dote. A la desesperanza lógica responde Catalina con más oración y con lágrimas que mojan la piedra para que el Señor y la Señora allanen las dificultades y abran las puertas como así sucedió al fin: cuatro conventos están dispuestos a recibirla pasando por alto la formalidad de la dote y ella elige al de Santa María Magdalena.
La payesita casi analfabeta tomó el velo en 1553. Es una monja más; hace el trabajo que le encargan que siempre es sencillo y nunca importante: cuidó la enfermería, la cocina, la despensa y el torno de comunicación con el exterior. Orden, oración intensa, mortificación habitual, caridad delicada, soledad, alegría y mucha paz. Cada vez va más gente a verla y siempre tiene una palabra animosa para la fidelidad al Evangelio. No hay mucho más en lo externo de Catalina, salvo que predijo el momento de su muerte que conoció diez años atrás. Estaba tan buena... pero dice que ya se va y quiso despedirse de Isabel, de su familia y de las monjas; avisado el médico, no diagnostica ninguna preocupante enfermedad; pero ella pide los sacramentos al capellán, entra en éxtasis y marchó al Cielo así, sin más.
Los mallorquines sabían bien que desde ese 28 de julio tienen santa protectora y conservan con veneración, cariño y algo de orgullo del bueno las reliquias del cuerpo incorrupto de Catalina Thomás. La canonizó el papa Pío XI en el año 1930.