En el año 340 fue nombrado primer obispo de Vercelli, sede situada en el Piamonte actual.
Había nacido en Cerdeña en el 283. Le tocó vivir y trabajar por la Iglesia en una época difícil; parecía que se había olvidado la paz de Constantino; ahora manda Constancio y ha prestado oídos a los arrianos que ya han sido condenados en Nicea en el 325.
La herejía arriana que niega la divinidad de Cristo, diciendo que no es consustancial al Padre sino la mejor de las criaturas adoptada por Dios como hijo suyo, triunfó de nuevo en Arlés en el 353.
El papa Liberio quiso arreglar la herejía y el cisma de modo pacífico; pero el asunto cada vez se hace más enojoso por añadir a la clarificación necesaria de la fe, la reparación de la injusticia que se está haciendo a Atanasio, constituido en el más enérgico defensor de la genuina doctrina que transmitieron los Apóstoles.
De todos modos, nombra a Eusebio de Vercelli y a Lucífero de Cagliara como legados suyos para que intenten convencer al emperador de la necesidad de convocar un sínodo en Milán. Se tuvo la reunión deseada, pero con resultados negativos: la mayoría arriana –con Ursacio de Singidos a la cabeza y secundado por Valente de Mursa– impuso sus criterios al concilio.
Osio de Córdoba, Eusebio de Vercelli y Lucífero de Cagliara resistieron con toda su fe, entusiasmo y fuerza, pero a los tres les tocó, como pago a su actitud, el destierro; Eusebio quedó bajo la vigilancia del obispo arriano Patrofilo, en Escitópolis de Palestina. Allí tuvo la ocasión de sufrir por la fe católica todo tipo de violencias, injurias, vejaciones y malos tratos. Se le trasladó a Capadocia, y con este motivo, pudo conocer de presencia lo que antes sólo sabía de oídas acerca de la Tebaida y del modo de vivirse la vida cristiana en Egipto.
Cuando muere el emperador Constancio en el 361 y le sucede Juliano El Apóstata, recobra la Iglesia su libertad y los desterrados tienen la posibilidad de regresar.
En el año 362 hay un sínodo en Alejandría al que asiste Eusebio con el intento de restaurar la verdadera fe en las iglesias de Palestina y Siria y se le ve de nuevo en Vercelli al año siguiente; aunque entrado en años y con mermadas fuerzas, aún se enfrenta al arrianismo de Auxencio en Milán en compañía de Hilario de Poitiers.
Muere en los primeros días de agosto del 371, después de haber empleado la mayor parte de sus energías y de su vida en el esfuerzo por combatir el arrianismo. Merece la pena destacar sus modos de hacer en este intento; nunca manifestó en su lucha doctrinal la actitud propia del fanático, no se dejó arrastrar por el fácil y peligroso camino de los hombres de partido; él supo conjugar la firmeza en los aspectos teológicos con la cordura y caridad.
Tiene san Eusebio de Vercelli otra faceta menos conocida, pero también de importancia; me refiero a la difusión de la vida monacal en Occidente en la que tuvo una gran influencia después de haber contemplado durante su destierro el testimonio escatológico que ese estilo de vida conlleva.
También es conocida su obra teológica puesta por escrito en obras de importante valor. En primer lugar, son primordiales sus cartas entre las que caben destacarse las que redactó en el tiempo del destierro –por ellas conocemos en parte sus sufrimientos– y otras tres más: una fue dirigida al emperador Constancio, otra tuvo como destinatarios a los presbíteros y pueblo de Italia, la tercera es la escrita al obispo español Gregorio de Elvira.
En la catedral de Vercelli se conserva un manuscrito del Evangelio, perteneciente al siglo IV, cuya autoría se le atribuye, así como un Comentario a los Salmos en latín que parece ser traducción del de Eusebio de Cesarea. Ya en otro orden de cosas y jugando con posibilidades más o menos probables, se piensa por parte de los estudiosos que es Eusebio quien redacta el Símbolo Quicumque o atanasiano en igualdad de posibilidades –siempre según dicen los entendidos– con san Vicente de Lerin y san Hilario de Poitiers. Además, parece haber sido el autor de la Confessio de Trinitate que es una extensa profesión de fe, escrita en la misma época.
Hay ocasiones en las que la defensa de la fe pide al creyente la aceptación del sufrimiento, la pérdida de bienes materiales y hasta la entrega de la fama, de la honra y de la misma vida. En el caso de que ese creyente sea obispo, el cumplimiento del oficio de pastor o del ministerio episcopal conlleva la firme, decidida y generosa opción por el servicio a los fieles y a la defensa de la fe aún a costa del sufrimiento e incluso el martirio. Si no se ven las cosas de este modo, se corre el peligro de convertirse en mercenario.