20 de abril

SANTA INÉS DE MONTEPULCIANO († 1317)

La santidad nunca es, en la Iglesia, un fenómeno aislado. Su vitalidad es regida por la ley de una ósmosis misteriosa, pero infaliblemente cierta.

Los santos nunca aparecen como hechos solitarios en el curso de la Historia. Otra santidad, otras santidades anteriores, habrán contribuido en tensar su voluntad y en sobrenaturalizar su vida. Y a la vez será inevitable su influencia elevadora para otras almas que les seguirán.

Debe ser necesariamente así, habida cuenta de la constitución íntima del organismo sobrenatural de la Iglesia. Es un cuerpo social con una vida. Y la vida tiene manifestaciones múltiples, variadísimas en sus miembros, según su misión personal y la coyuntura histórica en que debe desarrollarse. Hay una influencia interna, oculta: la de la vitalidad interior de todos los cristianos entre sí, en la unidad del Cristo místico, trascendiendo las fronteras del espacio y del tiempo.

Mas hay también una influencia más palpable. Por afinidad de vocación, de talante espiritual, por cercanía, aun accidental en apariencia, la santidad concreta de un alma puede tener un influjo evidente en la santidad bien concreta de otras almas contemporáneas o posteriores. Es la clave de la floración de las familias religiosas cuando viven en el fervor de la observancia.

Los santos, se ha dicho, aparecen en la historia de la Iglesia en racimo. Junto a un santo puede buscarse, sin miedo a la decepción, a otro u otros santos. En el firmamento de la santidad no hay astros errantes; hay constelaciones de santos.

Santa Inés de Montepulciano aparece también en una constelación. Entre las monjas del saco, primero, luego en su vocación a la Orden dominicana, que lleva el sello de lo sobrenatural. La Orden de Santo Domingo fue el árbol en el que su injerto prendió fecunda, esplendorosamente. Y en torno a ella, sobre el fondo de fervor y de fama de virtud del monasterio de Montepulciano, fulguran Santa Catalina de Siena y el Beato Raimundo de Capua, biógrafo de ambas, y buena parte de la escuela de caterinati. Sus vidas llenan de luz casi todo el siglo XIV, tan pródigo, por otra parte, en claroscuros morales.

Por la influencia en los demás nos es dado medir, con criterio de hombres, la santidad de personas no conocidas personalmente por nosotros. Fijamos más atentamente nuestros ojos en Santa Catalina de Siena cuando oímos decir a nuestra Santa Teresa que, después de Dios, debía a la Santa Catalina muy singularmente la dirección y progreso de su alma en el camino del cielo, o al Padre Granada afirmar que puedo confesar que, después del inefable misterio de la Encarnación, nada he leído que me haya ofrecido prueba mayor de la bondad y caridad divinas como los hechos de esta virgen y los singulares privilegios que Dios le concedió.

A la vez, volvemos la mirada a Santa Inés de Montepulciano, la considerarnos con mayor atención y cariño cuando descubrimos la parte importantísima que ocupa en la vida y en la santidad personal de la gran Santa de Siena y la devota admiración que por ella manifiesta el ponderado y prudente director de la misma, el Beato Raimundo de Capua.

¡Biógrafos excepcionales los de la dominica Santa Inés! Excepcionales testigos del ambiente de santidad y del halo divino que en la historia de la Iglesia en el siglo XIV y siglos posteriores circunda la figura humanamente sencilla de esta hija de los Segni, acomodados propietarios de Graciano en el término de Montepulciano.

Nació, según los cálculos más probables, en 1274.

La trama de los acontecimientos exteriores de sus cuarenta y tres años terrenos es simplicísima. Sobre ella se urde el doble prodigio de su virtud heroica y de los asombrosos dones extraordinarios de Dios. Santa Catalina habla principalmente del primero. Raimundo de Capua pone especialmente de relieve el segundo.

A los nueve años Inés consigue de los suyos el permiso para vestir el escapulario de saco de las monjas de un convento de Montepulciano, llamadas justamente del saco. Seis años más tarde, con su maestra en la vida conventual, llamada Margarita, fundan un monasterio en Proceno, junto a Orvieto, a 22 millas de Montepulciano, Al poco de la fundación la madurez de sus quince años mueven al obispo del que dependía el monasterio a ponerla en él como abadesa. Sabemos de un viaje de la Santa a Roma, durante los dieciséis años que gobernó el monasterio de Proceno, para poner, por medio de los privilegios de la Sede Apostólica, a salvo de ambiciones y de usurpaciones el monasterio que acababan de fundar, y de otro, brevísimo por motivos de caridad, que Dios bendijo con un milagro en Acquapendente.

Los familiares y amigos de Montepulciano apremian en el ánimo de Inés para que funde un monasterio que irradie en la comarca de Montepulciano la transformación espiritual en los jóvenes y en el pueblo, que ha promovido el de Proceno. Se lanzó a ello cuando se hubo convencido de que aquélla era la voluntad de Dios.

Hacía sus treinta y un años y, buscando una regla de santidad para el monasterio que iba a suplantar en la cumbre del Poliziano (de aquí el nombre de Montepulciano de la ciudad) a las casas de mal vivir que la poblaban, viene la llamada divina, a seguir las huellas y el magisterio de Santo Domingo.

La sierva de Jesucristo —cuenta el Beato Raimundo— veía durante la oración, a sus pies, un ancho mar, y en él se le ofrecían tres grandes y hermosas naves, gobernadas por tres patronos, columnas de la Iglesia: San Agustín, Santo Domingo y San Francisco. Los tres la invitaban a subir en su propia nave, singularmente el último, por ser el hábito casi idéntico a las hermanas de su Orden. Santo Domingo, por fin; resolvió la piadosa contienda, extendiendo la mano y trayéndola a la nave que gobernaba, mientras decía a los otros dos: Subirá a mi nave, pues así lo ha dispuesto Dios.

Levanta, con el apoyo de sus conciudadanos y familiares, el monasterio, que pone bajo la tutela espiritual de los padres dominicos.

Con el propósito de fortalecer la quebrantada salud de Inés, sus hijas la fuerzan a acudir a unos baños termales de la cercanía. No mucho después retorna al monasterio para entregar su alma a Dios, en el año de 1317.

Raimundo de Capua nos habla, como de paso, de la humildad de Inés, desde que a los nueve años entró en el convento de Montepulciano, de su dulzura, de su obediencia y de su espíritu de oración. Al referir prolijamente los portentos con que Dios la favorecía y a través de ella favorecía a las demás, cree ponderar suficientemente la santidad de una vida a la que el cielo pone el aval inconfundible del milagro.

Santa Catalina, nacida treinta años después de la muerte de Santa Inés, nos ofrece una visión más entrañable de su vida santa. Desde su infancia, en el ánimo de la Santa de Siena había ejercido una saludable influencia y había tenido una irresistible seducción la santidad de la abadesa de Montepulciano. La conocía bien a través de los dominicos de Siena, sus confesores, y especialmente del Beato Raimundo, que durante los años de su estancia en Montepulciano, para la atención espiritual del monasterio, había tratado con religiosas, compañeras durante muchos años de Santa Inés, y había escrito su vida con los recuerdos de éstas y el testimonio de otras muchas personas fidedignas.

Catalina deseó durante mucho tiempo venerar el cuerpo incorrupto y taumatúrgico de Inés. Realizó sus deseos por primera vez en el otoño, de 1374. Los prodigios se sucedieron en esta y en las siguientes visitas, que a veces se prolongaron bastante tiempo.

En Montepulciano se desvanece todo rastro de recelo en el ánimo de Raimundo acerca de la santidad de su dirigida Catalina.

Esta, en el Diálogo, pondera la verdadera humildad, la firme esperanza con que sirvió a Dios desde niña. Con fe viva —dice—, y por mandato de María, ella, pobre y sin ningún bien temporal, se dispuso a levantar el monasterio... Tenía fe en la Providencia, y la Providencia cuidó de ella por medios verdaderamente extraordinarios en muchas ocasiones. Puede ser feliz coincidencia; es lícito, sin embargo, pensar en una influencia directa de la visión de las tres naves arriba mencionada, en las ideas y lenguaje del Diálogo. en el libro último sobre la obediencia. Las diversas Ordenes religiosas son otras tantas naves cuyo Patrón, el Espíritu Santo, se sirve de los fundadores para disponerlas con orden perfecto... Santo Domingo y San Francisco, columnas de la Santa Iglesia... Los religiosos que entran en sus naves encuentran en ellas cuanto necesitan para su salvación y santificación.

En una de sus visiones Dios da a entender a Catalina que en el cielo tiene un trono reservado junto a la Santa de Montepulciano.

Disponemos de una carta de Catalina a sor Cristófora, priora de aquel monasterio. En su brevedad, en lo palpitante y cálido de su lenguaje, en lo persuasivo de sus apremios, es una semblanza acabada de la Santa Fundadora, cuyo espíritu se siente aletear todavía. Es el espíritu que embelesa de devota admiración y afecto entrañable el alma de Catalina, el espíritu que ésta quiere ver prolongado en todas sus hijas de Montepulciano.

Carísima hija en Cristo, dulce Jesús. Yo, Catalina, sierva y esclava de los siervos de Jesucristo, te escribo en su preciosa Sangre; con deseo de verte a ti y a las demás seguir las huellas de nuestra gloriosa madre Inés. A este propósito os suplico y quiero que sigáis su doctrina e imitéis su vida. Sabed que siempre os dio doctrina y ejemplo de verdadera humildad, ésta fue en ella la principal virtud. No me maravillo de esto, pues tuvo lo que debe tener la esposa que quiere seguir la humildad de su esposo. Tuvo ella aquella caridad increada que ardía constantemente en su corazón y lo consumía. Hambreaba almas y se daba a ellas. Sin interrupción vigilaba y oraba. De otra suerte no habría poseído la humildad, ya que no existe ésta sin la caridad: una alimenta a la otra.

¿Sabéis qué fue lo que la hizo llegar a la perfección de una virtud verdadera? El haberse depojado libre y voluntariamente, renunciando a sí misma y al mundo, sin querer poseer de él nada. Bien se percató aquella gloriosa virgen que el poseer bienes terrenos lleva al hombre a la soberbia; por su causa pierde la virtud escondida de la verdadera humildad, cae en el amor propio, desfallece el afecto de su caridad; pierde la vigilia y la oración. Porque el corazón y el afecto llenos de cosas terrenas y del amor propio de sí mismo, no pueden llenarse de Cristo crucificado ni gustar de la dulzura de verdadera oración. Por lo cual precavida la dulce Inés, se despoja de sí misma y se viste de Cristo crucificado. No sólo ella, sino que esto mismo nos llega a nosotros, a ello os obliga y vosotras debéis cumplirlo.

Tened en cuenta que vosotras, esposas consagradas a Cristo, nada debéis retener de vuestro padre terreno, pues lo abandonasteis para ir con vuestro Esposo, sino sólo tener y poseer los bienes del Esposo eterno. Lo que pertenece a vuestro padre es la propia sensualidad que debemos abandonar, llegado el tiempo de la discreción y de seguir al Esposo y poseer su tesoro. ¿Cuál fue el tesoro de Jesucristo crucificado? La cruz, oprobio, pena, tormento, heridas, escarnios e improperios, pobreza voluntaria, hambre de la honra del Padre y de nuestra salvación. Digo que, si vosotras poseéis este tesoro con la fuerza de la razón, movida por el fuego de la caridad, llegaréis a las virtudes que hemos dicho.

Seréis verdaderas hijas de la madre, y esposas solícitas y no negligentes; mereceréis ser recibidas por Cristo crucificado: por su gracia os abrirá la puerta de vida imperecedera.

No os digo más. Anegaos en la Sangre de Cristo crucificado. Levantad vuestro espíritu con solicitud verdadera y unión entre vosotras. Si permanecéis unidas, y no divididas, no habrá ni demonio ni criatura alguna que pueda dañaros ni impedir vuestra perfección. Permaneced en el santo y dulce amor de Dios. Jesús dulce, Jesús amor.

Los diez capítulos de la Legenda del Beato Raimundo añaden a esta visión que de una Santa da otra Santa el aspecto realmente asombroso de los prodigios externos que acompañaron y siguieron la vida terrena de Santa Inés. A la santidad íntima de su alma se une la aureola de milagros innumerables y de gracias sobrenaturales. Algunas de ellas, la del maná que solía cubrir su manto al salir de la oración, que cubrió el interior de la catedral el día de su profesión religiosa y la parte de los baños termales después de usarlos la Santa y cayó sobre Santa Catalina cuando estaba orando junto a su cuerpo incorrupto, ha merecido un puesto de honor entre los favores sobrenaturales en la historia de la mística.

En el prólogo de su Legenda, confiesa el Beato Raimundo que se ve obligado a escribirla, sobrecogido por la luz radiante que aun después de medio siglo de la muerte de la Santa Fundadora le ha deslumbrado en Montepulciano. Ante la magnitud de las gracias y favores extraordinarios de la vida que se dispone a escribir previene la posible duda en el ánimo del lector. Todo lo que voy a escribir lo he recogido de labios de los que lo vieron u oyeron, perfecto y fielmente referido, o lo he encontrado escrito por manos de los notarios imperiales o de religiosos observantes, comprobado con la firma de testigos. De entre los que oyeron o vieron estos admirables hechos me los refirieron principalmente cuatro religiosas que viven todavía, que trataron con ella desde los principios de su juventud y recibieron sus enseñanzas en la vida religiosa.

Con razón puede considerársela, junto a Santa Catalina de Siena, como una de las místicas más portentosas de su Orden y de su época.

La vida escrita por Raimundo de Capua extendió su fama de santidad y popularizó su culto de un modo extraordinario.

Clemente VII, en 1532, permite su culto solemne y público en la iglesia del monasterio de Montepulciano, y en 1601 Clemente VIII extiende el oficio de la Santa a toda la Orden dominicana. Conocida en todas partes, llegó el culto de Santa Inés de Montepulciano hasta el nuevo mundo: en Cuzco, Los Angeles, Santa Fe, se erigieron monumentos que llevaron su nombre.

ANGEL MORTA FIGULS.

Inés de Montepulciano, virgen (c.a. 1270-1317)

Nació alrededor del año 1270. Hija de la toscana familia Segni, propietarios acomodados de Graciano, cerca de Orvieto.

Cuanto solo tiene nueve años, consigue el permiso familiar para vestir el escapulario de «saco» de las monjas de un convento de Montepulciano que recibían este nombre precisamente por el pobre estilo de su ropa. Seis años más tarde funda un monasterio con Margarita, su maestra de convento, en Proceno, a más de cien kilómetros de Montepulciano. Mucha madurez debió ver en ella el obispo del lugar cuando con poco más de quince años la nombra abadesa. Dieciséis años desempeñó el cargo y en el transcurso de ese tiempo hizo dos visitas a Roma; una fue por motivos de caridad, muy breve; la otra tuvo como fin poner los medios ante la Santa Sede para evitar que el monasterio que acababa de fundar fuera un día presa de ambiciones y usurpaciones ilegítimas. Se ve que en ese tiempo podía pasar cualquier cosa no sólo en los bienes eclesiásticos que detentaban los varones, sino también con los que administraban las mujeres.

Apreciando los vecinos de Montepulciano el bien espiritual que reportaba el monasterio de Proceno puertas afuera, ruegan, suplican y empujan a Inés para que funde otro en su ciudad pensando en la transformación espiritual de la juventud. Descubierta la voluntad de Dios en la oración, decide fundar. Será en el monte que está sembrado de casas de lenocinio, «un lugar de pecadoras», y se levantará gracias a la ayuda económica de los familiares, amigos y convecinos. Ha tenido una visión en la que tres barcos con sus patronos están dispuestos a recibirla a bordo; Agustín, Domingo y Francisco la invitan a subir, pero es Domingo quien  decide la cuestión: «Subirá a mi nave, pues así lo ha dispuesto Dios». Su fundación seguirá el espíritu y las huellas de santo Domingo y tendrá a los dominicos como ayuda espiritual para ella y sus monjas.

Con maltrecha salud, sus monjas intentan procurarle remedio con los baños termales cercanos; pero fallece en el año 1317.

Raimundo de Capua, el mayor difusor de la vida y obras de santa Inés, escribe en Legenda no sólo datos biográficos, sino un chorro de hechos sobrenaturales acaecidos en vida de la santa y, según él, confirmados ante notario, firmados por testigos oculares fidedignos y testimoniados por las monjas vivas a las que tenía acceso por razones de su ministerio. Piensa que relatando prolijamente los hechos sobrenaturales –éxtasis, visiones y milagros–, contribuye a resaltar su santa vida con el aval inconfundible del milagro. Por ello habló del maná que solía cubrir el manto de Inés al salir de la oración, el que cubrió en interior de la catedral cuando hizo su profesión religiosa,  o la luz radiante que aún después de medio siglo de la muerte le ha deslumbrado en Montepulciano; no menos asombro causaba oírle exponer cómo nacían rosas donde Inés se arrodillaba y el momento glorioso en que la Virgen puso en sus brazos al niño Jesús (antes de devolverlo a su Madre, tuvo Inés el acierto de quitarle la cruz que llevaba al cuello y guardarla después como el más preciado tesoro). Cariño, poesía y encanto.

Santa Catalina de Siena, nacida unos años después y dominica como ella, será la santa que, profundamente impresionada por sus virtudes, hablará de lo de dentro de su alma.  Llegó a afirmar que, aparte de la acción del Espíritu Santo, fueron la vida y virtudes ejemplares vividas heroicamente por santa Inés las que le empujaron a su entrega personal y a amar al Señor. Resalta en carta escrita a las monjas hijas de Inés de Montepulciano –una santa que habla de otra santa– la humildad, el amor a la Cruz, y la fidelidad al cumplimiento de la voluntad de Dios. Pero el mayor elogio que puede decirse de Inés lo dejó escrito en su Diálogo, poniéndolo en  boca de Jesucristo: «La dulce virgen santa Inés, que desde la niñez hasta el fin de su vida me sirvió con humildad y firme esperanza sin preocuparse de sí misma».