Muy pocas noticias conocemos sobre la vida y el pontificado del papa San Sotero (166-175). Las principales son las contenidas en el Liber Pontificalis y en la Historia Eclesiástica, de Eusebio. Pero lo poco que conocemos, unido al fondo de la situación eclesiástica de aquel tiempo, nos permite reconocer en este Papa a uno de los más típicos representantes del siglo II.
Era originario de Fondi, en la Campania, e hijo de Concordio. A la muerte del papa Aniceto, el año 165, le sucedió en el trono pontificio, en un tiempo en que la Iglesia se debatía contra diversas clases de enemigos. El Liber Pontificalis nos da de él dos noticias en particular: en la primera nos comunica que prohibió a las mujeres tocar los sagrados corporales y quemar incienso en las congregaciones de los fieles. La segunda nos refiere su actividad, que podemos llamar jerárquica, con la ordenación de un buen número de sacerdotes y diáconos y once obispos, destinados a diversos territorios. Por lo que a esto último se refiere, se deduce claramente de aquí la actividad de este Papa en el desarrollo creciente de la Iglesia. Lo primero nos presenta un lado muy característico de este pontificado, que es su decidida intervención frente a las herejías del tiempo, pues claramente se ve que, por la limitación de la intervención de las mujeres en los ministerios litúrgicos, trataba de oponerse al montanismo, entonces en su apogeo, que daba a las mujeres excesiva participación en las cosas de la Iglesia.
Efectivamente, durante el pontificado de San Sotero tuvo en el Oriente mucha resonancia el movimiento herético promovido por Montano, quien anunciaba como próximo el fin del mundo. En consecuencia, debían todos prepararse con una vida perfecta y con rigurosa penitencia. Para ello prescribía una serie de ayunos y proclamaba algunos principios extremadamente rigoristas, sobre todo que debían vivir una vida pura y sin pecado, pues si cometían alguno, sobre todo de los más graves, no podrían obtener el perdón, ya que los pecados más graves son imperdonables, pues la Iglesia no tiene poder para perdonarlos. Esto es lo que constituye la base de aquel rigorismo exagerado, defendido poco después por Tertuliano y sobre todo por Novaciano.
Ahora bien, para la propaganda de esta ideología rigorista utilizó Montano la colaboración de dos mujeres muy influyentes, Maximila y Priscila, y en general, siendo las mujeres más asequibles a este género de predicación, les dio una intensa participación en las cosas de la liturgia, en franca oposición con las antiguas enseñanzas y prácticas de la Iglesia.
Frente a toda esta tendencia rigorista, que sembraba la confusión, el pesimismo y la angustia entre los fieles y estaba en franca oposición con la doctrina del Evangelio y de la Iglesia, que no ponen limitación ninguna al poder de perdonar los pecados, procedieron con energía los Romanos Pontífices. El papa San Sotero fue el primero que tuvo que hacer frente a esta ideología. Así, por lo que se refiere al rigorismo exagerado y al principio de la imperdonabilidad de los pecados graves, insistió en la doctrina tradicional de la Iglesia. Y en lo tocante a la excesiva intervención de las mujeres en la liturgia, publicó las prescripciones indicadas por el Liber Pontificalis.
Todo esto es claro indicio del espíritu eclesiástico de nuestro Santo y de su empeño en defender con toda energía el tesoro de la doctrina católica que la Providencia le había encomendado. El historiador de la Iglesia, Eusebio de Cesarea, nos expone otro lado muy característico de la actividad del papa Sotero. Es su espíritu de caridad para con los pobres y necesitados, y los esfuerzos que puso durante su gobierno en socorrerlos y ayudarlos por todos los medios posibles. En esto no hizo otra cosa que continuar la tradición de la primera Iglesia del tiempo de los apóstoles, en la que sabemos que reinaba la más pura caridad y unión de unos con otros, y se pudo decir, por una parte, que todos eran un corazón y un alma, y, por otra, que todas las cosas era comunes, y, en consecuencia, que ponían sus cosas a los pies de los apóstoles, para que se distribuyeran entre los necesitados.
Siguiendo, pues, tan preciosos ejemplos San Sotero se distinguió por este espíritu de caridad. De ello es testimonio fidedigno un fragmento de una carta a los romanos escrita por el obispo de Corinto, Dionisio, y transmitido por Eusebio en su Historia. Desde los principios —dice- de la religión vosotros introdujisteis la costumbre de llenar de varios beneficios a vuestros hermanos y de enviar los necesarios socorros y medios de vida a muchas iglesias establecidas en cada ciudad. Así vosotros remediáis la pobreza de los necesitados y suministráis lo necesario a los hermanos que trabajan en las minas, conservando, como buenos romanos, las costumbres romanas de vuestros mayores. Y vuestro obispo Sotero no sólo conservó esta costumbre, sino que aún la mejoró, suministrando abundantes limosnas, así como consolando a los infelices hermanos con santas palabras y tratándolos como un padre trata a sus hijos.
No conocemos cómo respondió Sotero a esta cariñosa carta del obispo de Corinto a los romanos. En cambio, sabemos que esta respuesta fue leída con particular respeto y veneración en la iglesia de Corinto, según testifica el mismo Dionisio, es decir, como lo han hecho con la carta de Clemente. Precioso testimonio de cómo en este tiempo era respetado en las iglesias particulares el obispo de Roma y cómo el Primado Romano estaba en pleno ejercicio. De este modo —termina el obispo de Corinto— haremos acopio de las mejores lecciones.
Por otro lado, como el gobierno de San Sotero cae de lleno dentro del reinado de Marco Aurelio (161-180), él fue testigo de los diversos chispazos de persecución de este tiempo, que dieron ocasión a algunos insignes martirios. A ellos pertenecen, entre otros, el martirio del gran apologeta San Justino, denominado el Filósofo, y sobre todo el de los mártires de Lyon y Vienne, el obispo San Potino, los diáconos Santo y Atalo, la esclava Blandina, que, haciendo escarnio a su nombre, fue un ejemplo sublime de fortaleza; el niño Póntico y otros cuarenta. También Sotero, según refiere la tradición, fue víctima de esta persecución, aunque no se conoce ningún detalle de su martirio. Los martirológios más antiguos incluyen su nombre entre los mártires, el día 22 de abril. Semejante oscuridad reina respecto del lugar de su sepultura.
Algunos le suponen autor de una carta sobre la Encarnación. Pero la crítica no la reconoce como auténtica. Menos consistencia tiene todavía la noticia que le hace autor de un Tratado contra Montano. En cambio, todos están conformes en ponderar su entereza y energía en la defensa de la verdad y de la tradición católica, su eximia caridad con los necesitados y la extraordinaria santidad de su vida.
BERNARDINO LLORCA, S. I.
Pocas cosas se conocen con certeza sobre su vida lejanísima en el tiempo. Las fuentes que nos hablan de él son el Liber Pontificalis y la Historia Eclesiástica de Eusebio. Sabemos que ejerció su pontificado entre los años 166 y 175, entre los papas Aniceto y Eleuterio, y siendo emperador Marco Aurelio. Fue una época de relativa paz y tranquilidad, aunque no faltaron chispazos de persecución como los que quitaron la vida al apologeta san Justino, a los mártires de Lyón, a los de Vienne, al obispo san Potino, a los diáconos Santo y Atalo, a la esclava Blandina, al niño Pontico y a otros más, y muy probablemente al mismo papa Sotero. También conocemos que era originario de Fondi, en la Campania y que su padre se llamaba Concordio.
Un dato del que tenemos constancia por el Liber Pontificalis es que llegó a prohibir a las mujeres tocar los sagrados corporales y quemar incienso durante las celebraciones litúrgicas. Bien pueden ser calificadas estas dos disposiciones de anacrónicas o de simplemente de anecdóticas en un primer golpe de vista. Pero lo que refiere el Liber Pontificalis nos pone en la pista de algo que tuvo que encauzar como Sumo Pontífice en el gobierno de la Iglesia y ciertamente el asunto era importante.
Había aparecido en Frigia, ahora parte de Turquía, un sujeto llamado Montano. Afirmaba haber tenido una visión y se aplicó a proclamarla; vamos, que se dedicó a hacer de profeta. Predecía el fin del mundo inminente, urgía utópicamente la necesidad de una vida perfecta, prohibía el matrimonio y mandaba adoptar la más rigurosa y estricta penitencia. Se afanó en predicar el rigorismo más extremo a la búsqueda de una vida pura y sin pecados. Advertía que los culpables de pecados graves no podrían obtener el perdón por no disponer la Iglesia de ese poder. Fue capaz de trasmitir esta doctrina equivocada gracias al apoyo que le prestaron las mujeres, por lo general más dóciles y emotivas, principalmente Maxila y Pricila en las que encontraba ayuda. A ellas les concedió un intervencionismo desmesurado en las celebraciones cultuales totalmente desconocido e inusual en su tiempo. Ya se ve que tal enseñanza y práctica –además de ser inhumana– se oponía diametralmente a la fe de la Iglesia que siempre creyó en la misericordia infinita de Dios, enseñó la santidad del matrimonio y administró el total perdón de los pecados; como, además, sembraba entre los fieles desconcierto, confusión, amargura y pesimismo, tuvo que intervenir la jerarquía contra el disparate teórico-práctico que llegó a llamarse por su origen montanismo. Y al papa Sotero le tocó ser el primero en afrontar esta herejía desde todos los ángulos, defendiendo las verdades evangélicas. Con respecto a la intervención en el culto por parte de las mujeres, se limitó a recordar a las señoras la praxis vigente en el momento.
Sabemos también que Sotero ordenó a un buen número de diáconos, presbíteros y once obispos para la atención pastoral de diversos territorios.
Otra nota característica suya es la práctica exquisita de la caridad. Su desvelo por los pobres y los necesitados, fácilmente presumible en cualquier papa, debió ser excepcionalmente notorio. Se conserva un fragmento de la carta que escribe Dionisio, el obispo de Corinto, a la iglesia de Roma, alabando el hábito que se da entre esos fieles con respecto a la comunicación de bienes y en ella se afirma que «vuestro obispo Sotero no sólo conservó esta costumbre, sino que aún la mejoró, suministrando abundantes limosnas, así como consolando a los infelices hermanos con santas palabras y tratándolos como un padre trata a sus hijos».
Se desconocen detalles de su martirio y hoy no existen datos por los que pueda demostrarse históricamente; pero los martirologios más antiguos incluyen su nombre entre los mártires y en el día veintidós de abril.
Pocos son los datos; pero parecen suficientes a la hora de tener devoción a un sucesor de Pedro que supo cumplir su encargo manteniendo el rumbo de la Barca hacia el Puerto.