Hizo a lo largo de su vida que la Iglesia de Inglaterra se quitara la gorra pueblerina local y adquiriera universal romanidad. Tal vez lo hubiera hecho mucho mejor y se hubiera ahorrado un sin fin de enredos si hubiera sido menos aficionado a los viajes que en su tiempo eran más que lentos y si hubiera tenido cintura para ser algo menos brusco con sus colegas próximos. Quizá no hubo otro modo de proceder si en serio quería restaurar el espíritu romano, pero él puso de su parte un porcentaje suficiente para que se enredaran las cosas. De todos modos, como parece ser que fue bueno y favoreció los intereses del Papado, que estaban por los suelos y en desuso, ahí tenemos en los altares un santo inglés del siglo VIII.
Son tiempos especiales. En Inglaterra y Escocia hay intentos segregacionistas. Los reyes muestran cada vez más ansias de poder y se atribuyen intolerables intromisiones en los asuntos eclesiásticos con menoscabo de los derechos de Roma. Los obispos adolecen del mismo mal haciendo y deshaciendo sin más medida que su propia conveniencia. Hay un clima próximo al cisma, al menos en la práctica.
El monje Wilfrido es hombre austero y poco amigo de transigencias. Había nacido en Northumbria en el año 634 en familia noble. A los 14 años su padre lo encamina a la corte del rey Oswy para buscar recomendación pues el chico está inclinado a la vida monástica. La reina Eanfleda toma cartas en el asunto, le da su protección y hace que lo admitan en el monasterio de Lindisfarne. Allí pasará tres años como novicio, aprendiendo artes y el Salterio gálico.
Wilfrido quiere ir a Roma; le organizan el viaje desde Kent; lleva como compañía a san Benito Biscop. Hay parada en Lyon junto al arzobispo Anemundas. El año que pasó en el palacio francés le sirvió para descubrir más y mejor el talante universal de la Iglesia, aprender su liturgia y admirarla. La familiaridad con el arzobispo y sus buenas cualidades propician que el alto eclesiástico quiera casarlo con su sobrina, la hija del conde Dalfín. Fue otra ocasión para que Wilfrido afiance su verdadera vocación.
En Roma lo recibe Bonifacio que es arcediano del papa Eugenio I a quien fue presentado. Aprendió Wilfrido en la Ciudad Eterna la teoría y práctica completa de la orden de San Benito.
A su vuelta, funda el monasterio de Stanford, le confían el de Ripon, establece en ellos las reglas benedictinas y, después de cinco años de abad, lo ordena de sacerdote el obispo Agilberto que visita Northumbria. Más monjes se le añaden. Aquello está tomando cariz de reforma en los monasterios escoceses y ciertamente es lo que pretende. Quiere introducir las reglas romanas, aumentar el prestigio del Papado, construir iglesias donde el esplendor del culto, según los usos continentales, ayude a conocer más y a alabar mejor a Dios. Y el nudo gordiano de su reforma será someter a la autoridad de la Sede Romana las cuestiones disciplinares y de gobierno que hasta ahora resolvieron siempre los monjes escoceses. Pero aquella manera de actuar lleva consigo el temor de los prelados y reyes a perder cotas de autonomía.
El malestar previsto salta. Convocado el sínodo del año 664 en Whitby, gana la causa romana y el obispo Coleman con sus monjes, derrotado, abandona Northumbria y deja vacante la sede episcopal.
Era de esperar que nombraran a Wilfrido para ocupar como obispo la sede vacante; pero no se le ocurre mejor cosa a nuestro buen hombre que negarse a ser consagrado por los obispos cercanos que él consideraba poco adictos al papa; marcha a Francia donde lo consagran once obispos para la diócesis de York, y en el país galo se entretiene el tiempo suficiente para que a su regreso se encuentre ya nombrado otro obispo que ocupa su cátedra y tenga que marcharse a un monasterio.
Dócil fue el usurpador obispo Chad a la reconvención que le hace Teodoro –el arzobispo de Canterbury– sobre su ilegitimidad, marchándose y dejando el camino expedito a Wilfrido para tomar posesión de York. Ahora se inicia un período de esplendor: remoza su propia catedral, levanta basílicas –como en Ripon a cuya consagración acude el mismo rey que quiere ver la suntuosidad de la obra, y la espléndida de Hexham–, es ostentoso en el culto. También escribe y traduce códices con una nube de amanuenses que nada tienen que envidiar a los latinos.
Arbitrariamente dividieron en tres su diócesis. Se negó a aceptar y salió de viaje a Roma para que el papa se pronunciara sobre conflicto. Regresado de Roma victorioso, es el rey quien se molesta y toma la revancha: lo acusa de traición y soborno; como, además, su esposa Ethelbrida quiere irse a un monasterio a cultivar el espíritu aconsejada por el arzobispo, viene sin remedio la persecución, cárcel y el refugio de Wilfrido en un monasterio. Es la ocasión para evangelizar a los paganos y bautizar a los conversos. Repuesto en la sede de York por el nuevo rey Alfred, se repite el intento de dividir su territorio sin consentimiento de Roma y allí encamina de nuevo sus pasos, ya anciano, con la intención de recabar los derechos de la Santa Sede.
Murió santamente en el año 709, en su monasterio de Oundle, en Northamptonshite, y lo enterraron en su iglesia de Ripon.
Incansable caminante por los caminos del mundo para que el papa solucione los conflictos de su competencia. Inglés y romano hasta los huesos. Defensor sufriente de la comunión de la Iglesia de Inglaterra con la Iglesia universal. Después vendrán otros –Tomás Becket, Juan Ficher, Tomás Moro– dispuestos a dar sus vidas igualmente por la romanidad, que no borra lo inglés, sino que lo mejora.