El Martirologio y el Breviario romano han unido en un mismo día la conmemoración de estos dos papas y mártires, considerándoles como pontífices distintos de otros dos, Anacleto y Marcelo, que llevan un nombre casi parecido y cuya semejanza ha servido de tema de discusión a los entendidos en la historia de la Iglesia. De los antiguos catálogos de los papas, los más antiguos, como el de San Ireneo (siglo III), Eusebio (siglo IV), San Epifanio, San Jerónimo y San Agustín, hacen de Cleto y Anacleto un solo personaje, que, siguiendo a San Lino en el Pontificado, viene a ser con ello el tercero de los papas. Más tarde, en el Catálogo Liberiano (siglo IV) y en el Líber Pontificalis (siglo VI), se hace ya distinción entre estos dos nombres, dándose a Cleto el tercer lugar y el quinto a Anacleto en la sucesión del Príncipe de los Apóstoles. Esta separación se debió, tal vez, en época posterior a escrúpulos de exactitud, suposición confirmada por los recientes estudios llevados a cabo por el alemán Er. Caspar sobre la vida de los primeros papas.
De aquí que, siguiendo la opinión más extendida entre los críticos modernos, también nosotros tomaremos el nombre de Cleto por el de Anacleto, identificando con ello, y en ambos nombres, al tercer papa que sucedió a San Lino en la silla de San Pedro.
Algo parecido ocurre a su vez con el papa San Marcelino, ya que, según unos documentos, a San Cayo le siguen dos pontífices distintos llamados Marcelino y Marcelo, mientras, según otros, tal vez la mayoría, solamente le siguió uno, que es el papa que estudiamos, San Marcelino.
No se trata, por tanto, de probar la existencia o no existencia de este Santo, que es admitida por todos, sino de ver si de nuevo nos hallamos ante un solo papa o bien ante dos.
Como es sabido, entre los romanos los nombres de Marcelo, Marcelino o Marceliano vienen a ser uno mismo, tomado con diversas variantes. De una inscripción del siglo IV deducimos con toda claridad que, a fines de este siglo y principios del siguiente, hubo un papa que llevaba por nombre Marcelino, aunque para designarle se usaran a veces los otros de Marcelo y Marceliano.
Solamente los catálogos posteriores (el Liberiano y el Liber Pontificalis) empiezan a confundirles y a señalar dos papas independientes. Hoy, sin embargo, como en el caso de Cleto y Anacleto, todos se inclinan a admitir la existencia de un solo Marcelino, que en el año 296 sucede a San Cayo en la cátedra de San Pedro.
San Cleto o Anacleto nace, según los documentos aludidos, en Atenas, y ya de muy joven es convertido a la fe cristiana por el mismo San Pedro, quien pronto le ordena de diácono y poco más tarde de presbítero. Tal vez seguirá al apóstol en su correrías evangélicas, hasta que llega a Roma, donde forma parte, desde el primer momento, de aquel grupo de selectos o colaboradores que tenía San Pedro en la ciudad de los Césares. No es de extrañar que a ellos —a Lino, su sucesor; a Anacleto y a Clemente— les confiara de vez en cuando el gobierno de la Iglesia romana, mientras él iba recorriendo las distintas cristiandades.
Por el año 76, y habiendo muerto el sucesor de San Pedro, San Lino, es escogido Anacleto por la comunidad de fieles para sucederle en la cátedra, empezando con ello su pontificado, que había de extenderse hasta el año 88, según unos, o hasta el 90, según otros, Duros tiempos le toca vivir, cuando a los trabajos de consolidación de las primeras cristiandades se iban uniendo las fatigas de la persecución, que no hacía mucho se había desencadenado. Anacleto, como buen pastor, vigila y ora con los perseguidos, a quienes reúne en las catacumbas para celebrar los divinos oficios. El mismo, como posteriormente haría San Dámaso, decora las tumbas de los apóstoles, y especialmente la de San Pedro, que había sido enterrado en la colina del Vaticano. En ella hace construir una especie de túmulo o "memoria" que sirviera para señalar a las generaciones futuras el lugar exacto de la tumba del primer papa.
Nuestro Santo aparece, por otra parte, como un Pontífice de la Iglesia romana y universal, con ciertos decretos llenos de interés, usando en sus cartas el saludo, que habían de adoptar sus sucesores, de Salud y bendición apostólica, y, como casi todos los primeros pastores de la Iglesia, iba a manifestar con su vida la doctrina de Cristo que predicaba.
Por este tiempo había sucedido en el Imperio el emperador Domiciano (81-86), que al fin de su vida, y echando abajo la templanza característica de su familia, los Flavios, iba a distinguirse como uno de los perseguidores más cruentos de los cristianos. Que en su reinado padeciera el martirio San Anacleto es indudable, aunque no nos queden noticias precisas del modo y la fecha en que lo sufrió. La Iglesia, sin embargo, le ha concedido siempre el título de mártir, habida cuenta de los trabajos que tuvo que padecer. Fue enterrado en la misma colina del Vaticano, junto al sepulcro de San Pedro, a quien tan de cerca había seguido en su vida.
La Iglesia romana celebra también la fiesta de San Marcelino el 26 de abril y, aunque siempre se ha creído que su muerte tuvo lugar el 24 de octubre del año 304, parece probable que padeciera martirio en esta fecha del 26 de abril del mismo año, cuatro días precisamente después de la publicación del cuarto edicto de persecución decretado por Diocleciano. Este emperador, llevado por un falso concepto de la grandeza del Imperio, que exigía acabar con toda la raza de cristianos, empieza su persecución general en el año 303, en Oriente, y pronto la extiende a todas las provincias del Imperio y a la misma Roma. Regía entonces los destinos de la Iglesia San Marcelino, que había sucedido a San Cayo el 30 de junio del año 296. Su gobierno iba a durar ocho años y se iba a caracterizar por una serie de luchas, tanto interiores como exteriores. De una parte agobiaban a los cristianos los diversos decretos de persecución, el último de los cuales obligaba a todos los súbditos del emperador a que sacrificasen y ofreciesen públicos sacrificios a los dioses.
En Roma se desencadena una terrible persecución, que abarca tanto a las jerarquías como al simple pueblo, ya fueran mujeres o niños. Algunos ceden, y éste era el peligro interior de la Iglesia, ante tanto miedo y fatiga, y fueron numerosos los que llegaron a ofrecer, siquiera fuera como símbolo meramente externo, el incienso ante el altar de los dioses paganos. Todo ello dio origen a que se formara en la Iglesia un grupo de los llamados lapsos, que aparentemente aparecían como, apóstatas, si bien estuvieran siempre dispuestos a entrar de nuevo en el seno de la Iglesia. Ante el problema de recibirlos de nuevo o no, surgen dos trayectorias marcadamente definidas. De una parte están los intransigentes, los eternos fariseos, que negaban el perdón con el pretexto de no contaminarse con los caídos. De otra parte, y ésta fue la posición de San Marcelino, a ejemplo del Buen Pastor del Evangelio, están los que trataban de dulcificar la posición de los que habían sacrificado, recibiéndoles de nuevo a la gracia de la penitencia. Por esta conducta es acusado el Papa de favorecer la herejía y, aún más, se inventa la leyenda de que él mismo había llegado a ofrecer incienso a los dioses para escapar libre de la persecución.
En seguida la secta de los donatistas, que en este tiempo empieza a luchar encarnizadamente contra la fe católica y contra los pontífices de Roma, propala la calumnia de que también San Marcelino había prevaricado, aunque después, arrepintiéndose, se hubiera declarado cristiano ante el tribunal, padeciendo martirio por esta causa. La leyenda, como tantas otras, fue admitida más tarde hasta por el mismo Liber Pontificalis, y ampliada la inverosimilitud, con la circunstancia de que San Marcelino se había presentado nada menos que delante de 300 obispos en el sínodo de Sinuessa, para escuchar de sus labios su propia sentencia.
El lapsus de San Marcelino ha sido siempre desmentido, ya sea por el silencio de los escritores contemporáneos y sucesivos, ya por el fundamento de falsedad en que se apoyan los que lo afirman, y más que todo por la fama de santidad que había gozado siempre este papa entre los cristianos de los primeros siglos. Los peregrinos visitaban y veneraban su tumba, y el mismo San Agustín escribía en su tiempo que los donatistas acusaron a Marcelino y a sus presbíteros Melquíades, Marcelo y Silvestre, como mera propaganda en su odio a Roma. Respecto de las actas del sínodo de Sinuessa, está suficientemente probado que fueron falsificadas en los principios del siglo VI, en tiempos del papa Símaco, cuando el rey visigodo Teodorico, con el fin de que otro sínodo pudiera juzgar legítimamente a este papa, y como no hubiera precedentes anteriores, hace amañar unas actas falsificadas, trayendo a colación lo que los donatistas habían propalado del lapso del papa San Marcelino. En cuanto al Liber Pontificalis (c. a. 530), es sabido que en este caso toma sus noticias precisamente de las actas falsificadas del sínodo de Sinuessa.
Los hechos, sin embargo, fueron de otra manera. Ante el edicto general, San Marcelino, que había regido sabiamente la Iglesia, agrandando las catacumbas para dar mejor cabida a los cristianos —aún existe en la de San Calixto una capilla llamada de San Marcelino—, esforzando a todos con su ejemplo y su virtud, no dudó, cuando le llegó el momento, en dar también su sangre por Cristo. Llevado ante el tribunal, juntamente con los cristianos Claudio, Cirino y Antonino, confiesa abiertamente su fe y es condenado en seguida a la pena capital. Decapitado, su cuerpo permanece veinticinco días sin sepultura, hasta que, por fin, le encuentra el presbítero Marcelo y, reunida la comunidad, es sepultado con toda piedad en el cementerio de Priscila, junto a la vía Salaria, donde todavía se conserva. Como supremo mentís a la difamación que habían extendido sobre su vida los herejes, fueron diseñados sobre su tumba los tres jóvenes hebreos que, como el santo mártir, se negaron también a rendir adoración a los ídolos delante de la estatua del rey asirio, Nabucodonosor.
FRANCISCO MARTÍN HERNÁNDEZ