La sensación que se produce al ponerse en contacto con esta figura excepcional de la historia eclesiástica es de auténtico asombro. Resulta increíble lo que, sin embargo, está maravillosamente documentado. Santo Toribio de Mogrovejo puede muy bien parangonarse, sin temor alguno, con las más egregias figuras de la historia eclesiástica universal. No es una impresión nuestra exclusivamente. Hace años que un especialista en historia eclesiástica de los más famosos, el padre Leturia, escribía así. Nada de cuanto hasta ahora he manejado en el Archivo de Indias me ha impresionado más vivamente que este ilustre metropolitano, gloria del clero español del siglo XVI, quien por su apostolado directo e infatigable en las doctrinas de indios, por su legislación canónico-misional en los concilios de Lima, por sus relaciones y contiendas de subidísimo valor histórico y misional con las grandes Ordenes evangelizadoras; por la firme, digna y confiada majestad con que se opuso a ciertas rigideces centralistas de su insigne admirador y protector el monarca Felipe II, y, sobre todo, por su afán indomable y eficaz en mantener —por encima de los virreyes y del Consejo de Indias— el contacto inmediato y constante con la Santa Sede, proyecta en la historia de las misiones americanas su múltiple y prócer silueta, digna de coronar... el mismo Archivo de Indias de Sevilla. Como ha escrito el señor arzobispo de Valladolid: la epopeya homérica de los conquistadores halla un paralelo digno, y aun superior por sus fines y objetivos espirituales, en la labor inmensa del gran arzobispo. A él se debe en grandísima parte la rápida y profunda cristianización de la América española, y el éxito de su apostolado, y el florecimiento de sus maravillosas doctrinas de indios, la exuberancia del clero y de catequistas durante su fecundo pontificado, explican la supervivencia del espíritu y de la vida cristiana en aquellas dilatadas regiones, a pesar de las posteriores crisis y de la tremenda escasez actual de operarios evangélicos.
Sin embargo, triste es tener que reconocerlo, Santo Toribio continúa siendo prácticamente para la gran masa de los fieles, incluso españoles y americanos, un desconocido. Y hasta entre los mismos historiadores pesa más el tópico consabido de quienes dieron pie a la leyenda negra que la labor maravillosa realizada por este arzobispo, el mejor de los regalos que España hizo a su América.
Pasemos casi sobre ascuas por su niñez y juventud. Nacido en Mayorga, en las montañas de León, ya en las estribaciones de los Picos de Europa santanderinos, en noviembre de 1538, su niñez fue la que correspondía a un muchacho de casa hidalga en aquellos tiempos. Hasta los doce o trece años estudia en el mismo Mayorga. Después marcha a Valladolid, donde hace sus estudios de humanidades, lo que hoy llamaríamos bachillerato, y los de derecho. Son los años de 1550 a 1560. En 1562 le encontramos ya en Salamanca, donde había de permanecer largo tiempo, hasta 1573. Hay, sin embargo, un paréntesis significativo: su tío, Juan de Mogrovejo, que luego había de morir canónigo de la catedral de Salamanca, le llamó junto a sí a Coimbra, donde él se encontraba entonces de profesor, y juntos tío y sobrino prepararon para la imprenta, durante los años 1564-1566, las lecciones de don Juan. Es el más extenso de los autógrafos de Santo Toribio que conservamos: cuatrocientos cincuenta y un folios de escritura preciosa y limpísima. No parece, sin embargo, que llegara a matricularse como alumno oficial en Coimbra. En cambio nos consta históricamente que en septiembre de 1568 acudió a Santiago de Compostela en peregrinación a pie, y aprovechó esta peregrinación para graduarse en aquella Universidad. Por aquel tiempo la economía familiar tuvo un serio revés y Toribio se vio en la triste necesidad de ir enajenando, para ir viviendo, parte de la espléndida biblioteca que de su tío Juan había heredado. Se le ofreció ocasión de opositar a una beca en el Colegio Mayor del Salvador de Oviedo. Hizo las oposiciones, triunfó con limpieza y brillantez, y continuó sus estudios con vistas al doctorado en derecho. Otros eran los planes de la divina Providencia, y Toribio no llegaría nunca a graduarse de doctor.
Eso sí, nos consta de toda su vida de estudiante la admirable santidad que ya entonces presentó. Cuando, después de su muerte, el Colegio Mayor de Oviedo se dirigía a Su Santidad el Papa pidiendo la beatificación, diría: Todavía rezuman las paredes, después de tantos años, el suavísimo olor de santidad de que esta casa quedó como consagrada con la vida en ella de este alumno divino. Y los testimonios de sus antiguos compañeros de colegio le acompañarían también en el mismo proceso de beatificación, proclamando el concepto de rectitud y de absoluta limpieza de vida en que entonces se le tuvo. Parece cierto que pensó en retirarse a la Orden cisterciense. Y no es improbable que la misma Santísima Virgen y San Bernardo intervinieran de manera milagrosa para enderezar sus pasos por otro camino. Al menos en el Museo Provincial de Salamanca se conserva algún testimonio arqueológico que parece indicarlo.
Recibido en el Colegio Mayor el 3 de febrero de 1571, llega de manera imprevista, en una noche de diciembre de 1573, su nombramiento como inquisidor de Granada. Inmediatamente comienzan los trámites, no pequeños, para incorporarse a tan importante destino, y en agosto de 1574 le encontramos ya tomando posesión e incorporado a sus difíciles tareas. Conservamos las actas de las reuniones de los inquisidores y los resultados de una visita, que, como correspondía a su cargo, hizo por diversos pueblos de la región granadina. Por lo que puede apreciarse su prestigio debía de ser extraordinario, cuando tan joven se le dio un puesto de esta importancia, y el mismo Consejo Supremo le trató siempre con una consideración que incluso no se encuentra en sus relaciones con inquisidores mucho más antiguos y avezados.
Por lo que podemos conjeturar sus planes eran enteramente modestos. Simple tonsurado, como lo fue toda su vida su tío el canónigo y tantos otros letrados eclesiásticos de aquel tiempo, Toribio no parece que llegara a pensar en pasar a Indias o en llegar a difíciles cargos de gobierno eclesiástico. Pero otros eran los planes de Dios. El mismo antiguo colegial de San Salvador de Oviedo, don Diego de Zúñiga, que había conseguido su nombramiento para la Inquisición granadina, logró ahora que el rey le presentará para la más importante de las sedes de Indias: el arzobispado de la ciudad de los Reyes, que hoy llamamos Lima. Y, en efecto, Felipe II accedió a solicitar del Papa que fuera nombrado para ese cargo aquel joven inquisidor, de treinta y nueve años de edad, que aún no había recibido ni una sola de las Ordenes menores. En junio de 1578 fue la elección. Tras mil vacilaciones y angustias, en agosto acepta. Pero antes era necesario que, al menos, fuera subdiácono para que se pudiera proceder al nombramiento. Y aquí tenemos a un arzobispo electo recibiendo, por sus tiempos, de una en una, sin querer dispensa, las diversas órdenes menores. Se hace la presentación oficial, el proceso de idoneidad, y, por fin, el 9 y 16 de marzo el nombramiento consistorial. El arzobispo, ya nombrado, recibe el diaconado y el presbiterado, realiza un viaje a su pueblo natal y a la corte, y por fin, en agosto de 1580, sin que sepamos la fecha exacta, ni el nombre del consagrante, ni ningún otro detalle (cosa muy curiosa, pero no rara en aquellos tiempos), recibe la consagración episcopal en Sevilla y se dispone a pasar a las Indias. Aún no había cumplido sus cuarenta y dos años.
La desmembración actual en pequeñas repúblicas nos aleja del concepto unitario de aquella primera organización política de sus reinos en los virreinatos del Perú para el Sur y de Méjico para el Norte, ha escrito muy justamente Rodríguez Valencia. Entonces era Lima la más importante de las metrópolis de América, como cabeza de jurisdicción en lo civil y en lo eclesiástico, puesto que la provincia eclesiástica comprendía casi todos los obispados del Continente hasta Nicaragua. Los obispos comprovinciales —decía el Cabildo de Lima a Felipe II— tienen por ley lo que se hace en el arzobispado de Lima. Y la influencia religiosa y misional de Lima rebasaba incluso los mismos límites del virreinato, extendiéndose al Brasil, a Filipinas y en parte también a Méjico. Lima era, por otra parte, una ciudad hermosa: Parece otro Madrid, escribía el virrey don García Hurtado de Mendoza. Ciudad cortesana a la europea, con su Universidad de San Marcos, con su Cabildo catedral, con sus hospitales y su puerto de El Callao.
A Lima, pues, llega el 11 de mayo de 1581 el nuevo arzobispo. Y la ciudad le recibía con extraordinaria pompa y esplendor. Era una ceremonia prácticamente nueva para los limeños, pues la anterior entrada episcopal había tenido lugar hacía cuarenta años, en los comienzos del desarrollo urbano de la población. Cuando, rendido por el trabajo de aquel larguísimo viaje desde la Península, primero por mar y después por tierra, y de las interminables ceremonias de la entrada, terminaba don Toribio de cenar, dio orden a su paje de que le llamara muy de mañana al día siguiente. Y ¿ha de ser esto así, siendo tanta la fatiga?, dijo su hermana doña Grimanesa. Sí, hermana —contestó el Santo—, hemos de empezar a trabajar muy de mañana, que no es nuestro el tiempo.
El duelo que iba a establecerse no era el duelo individual de un santo frente a un mundo. Contaba ya con unos principios de evangelización y una organización eclesiástica; contaba con el apoyo eficiente del Patronato español, con amplia generosidad de medios; contaba con su propia preparación jurídica, muy completa, y contaba con un grupo excepcional de colaboradores. Allí está, junto a él, su cuñado don Francisco de Quiñones, que con tal lealtad le ha de servir a lo largo de los años, dando muestras de heroica fidelidad; está Sancho Dávila, su fidelísimo compañero desde los tiempos de Granada, que tantas noticias de su vida nos había de proporcionar; está don Antonio Valcázar, espléndido colaborador en materias jurídicas y pastorales, y el padre Acosta, y todos los jesuitas, que tanto le ayudaron. Y, sobre todo, su hermana doña Grimanesa. Es ella la que alzará su voz contra el exceso en las limosnas (Andad presto —dirá el arzobispo a unos pobres a quienes ha dado su mejor camisa—, mirad que no venga mi hermana), quien urgirá que cuide algo de su salud, quien atenderá a las cosas materiales de aquella casa. Así, rodeado de un equipo excepcional, acomete su tarea.
Tarea ciclópea. En primer lugar como legislador. Sus tres concilios y sus diez sínodos diocesanos suponen el planteamiento legislativo de toda la organización eclesiástica de la América del Sur. Durante siglos, hasta el concilio plenario de América latina que se tendrá en Roma a principios del siglo XX, América se regirá por las leyes que ha dado Santo Toribio. No importa que el Patronato ponga estorbos a la celebración de los concilios, como estaba mandado. El cumplirá la ley y allá los señores del Consejo de Indias si impiden que los concilios no lleguen a promulgarse. Pero su éxito más fabuloso será el del primero de los concilios que reúne. Es algo increíble: unos obispos que se pelean durante meses, que se envuelven en una maraña de pleitos... saben, sin embargo sobreponerse, que así eran los hombres de aquella época, a todas esas miserias humanas y de proceder de común acuerdo a la hora de dictar las leyes eclesiásticas. El arzobispo pasa por las mayores humillaciones. Casi se lee hoy con lágrimas en los ojos la historia de aquellos días. Pero no le importa. Lo sufre todo a trueque de sacar adelante aquellas leyes que introducían, con fuerza y decisión, la reforma tridentina en las tierras de América.
El concilio se tuvo, y con el apoyo del rey, y con la aprobación de Roma, se aplicó inflexiblemente. A los pocos años un clero reformado emprendía una tarea pastoral maravillosa. El arzobispo, incansablemente, superaría nuevas cimas, y al final de su vida la fisonomía de la diócesis limeña y de la provincia eclesiástica habría cambiado por completo. Sólo Dios sabe a trueque de cuántas Iágrimas, dificultades y disgustos.
Pero no bastaba dictar leyes. La experiencia estaba hecha. Su antecesor, Loaysa, había legislado también admirablemente y sus leyes habían quedado incumplidas. Santo Toribio quiso hacer más y ponerse en contacto inmediato con las duras realidades.
Y empezó su gigantesca visita. En una geografía atormentada, que iba desde las más deliciosas planicies hasta las cumbres de los Andes, sin caminos unas veces, las más, a pie, y otras en mula, soportando una diferencia de clima que ponía a prueba la salud de los más robustos, Santo Toribio recorrió aproximadamente cuarenta mil kilómetros. Nótese bien, cuarenta mil kilómetros de aguas y nieves, de súbitas crecidas, de los ríos, de caminos jamás transitados, llegando hasta tribus que jamás habían visto un español, cuanto menos un obispo. Al final de su vida en un cálculo exacto —pues, anticipándose a las tendencias de ahora, Santo Toribio llevó siempre cuenta rigurosa de lo que llamaríamos hoy datos de sociología religiosa— Santo Toribio pudo calcular que había administrado el sacramento de la confirmación a ochocientas mil almas. La mayor parte de su pontificado transcurre en las doctrinas, en contacto con los indios y con sus párrocos. En este sentido su testimonio acerca de las cosas de aquellas tierras es excepcional. Unicamente un virrey, Toledo, que había cesado en su cargo al iniciar Santo Toribio el pontificado, hizo algo parecido, pero no en esta medida. El material de sus libros de visita, inconcebiblemente menospreciado por muchos historiadores, nos dice algo más e infinitamente más cierto y más seguro que las fantasías de otros muchos que escribieron sobre las Indias.
Es emocionante el anecdotario de la visita. Pero también inagotable. Jamás dejó de visitar a un solo indio, por pobre y alejado que estuviera. Baste un ejemplo por el que nos podemos hacer idea de lo que era aquello. Se les había hecho de noche en la margen del río. Decidió acampar y esperar la normalidad de las aguas al día siguiente, pues el río había subido de repente. Los demás lo habían atravesado ya. Quedaron con él sus dos capellanes y el negro Domingo que le servía. No había para cenar sino un pan que llevaba el negro. El prelado lo partió en cuatro partes, para los cuatro comensales, y, con un poco de agua del río hicieron su cena. Rezó sus horas canónicas y se acostó al sereno. No habían descansado hora y media cuando sobrevino un aguacero muy terrible que duró hasta el amanecer y no les dejó conciliar el sueño. Al llegar el día el río continuaba crecido. Rodeado por la cuesta sin caminos ni posibilidad de cabalgadura. Llegaron al pueblo por el puente del río a las ocho de la mañana. Sin desayunar se dirigió a la iglesia, hizo oración y predicó a los indios. Oyó misa y volvió a predicar durante ella. Se puso a confirmar y terminó a más de las dos de la tarde. A eso de las tres se sentaba a comer, bien cansado y trabajado. Preguntó al doctrinero si faltaba alguno por confirmar. El padre, que conocía de lo que era capaz, respondió con evasivas. El arzobispo insistió y el religioso no tuvo más remedio que declararle que a un cuarto de legua había un indio enfermo. El arzobispo se levantó de la mesa y fue allá. Llevaron el pontifical. El indio estaba en un altillo que si no era con una escalera no pudieran subir. Consoló al indio, le instruyó y le confirmó con la misma solemnidad pontifical que si se tratara de un millón de personas. Volvió a comer. Y encargó mucho al cura dominico que cuidase de él, le consolase y mimase, y le dejó una limosna. Se sentó a comer a las seis de la tarde. Bendito sea Dios que se ha confirmado este indio —decía—, y no irá ya por mi cuenta a morirse sin este sacramento.
Ocasión hubo en que Dios selló con milagros un celo tan extraordinario. Así, por ejemplo, cuando hizo lo que entonces llamaban una entrada hasta rincones a los que no había llegado jamás ningún español. Era tierra de infieles caribes y le salieron al encuentro cantidad de ellos con sus armas. Y Su Señoría les habló de manera que se arrojaron a sus pies y le besaron la ropa. Sus acompañantes testificaron el milagro: el intérprete que llevaba no les entendía, pero el arzobispo miró al cielo diciendo: Dejad, que yo los entiendo, y volvió a hablarles en la lengua española, que en su vida habían oído, y en latín, del Santo Evangelio, y fue entendido de todos. Ellos, a su vez, le respondieron en su lengua, entendiéndoles el arzobispo, con que se verificó este milagro, aunque el lo quiso ocultar por su mucha virtud y santidad.
Su gran amor fueron los indios y los negros. Por ellos padeció persecución, y bien recia, en tiempos de don García de Mendoza. En favor de ellos luchó con tenacidad para que se les admitiera a la Eucaristía. No es posible recoger los mil rasgos que de él se conservan en este aspecto. Les predicaba, se detenía con ellos en la calle, les invitaba a su mesa, les trataba con un cariño paternal, les recibía a cualquier hora. Es una epopeya emocionante de amor, entrega y afecto. Refugiémonos una vez más en la anécdota: Ocurrió que entre la servidumbre de su casa arzobispal enfermó de gravedad un negro bozal de su caballeriza. A las dos de la madrugada entró un sacerdote a confesarle, y se retiraba ya a descansar. El arzobispo, que apenas dormía, le vio desde su ventana y le preguntó el objeto de su visita a estas horas. El sacerdote le explicó el caso y cómo lo había confesado ya. El arzobispo dijo era conveniente administrarle el viático. El sacerdote respondió que el negro era demasiado bozal e incapaz de recibirlo. Insistió el arzobispo que le instruyese y le hiciera capaz, y sin esperar más bajó de su habitación y se fue con el cura a la del enfermo; se sentó en la cama y, con palabras de consuelo y de ternura, comenzó a instruirle. Consiguió que el negro distinguiese suficientemente el pan eucarístico; levantó a los de su casa, limpiaron la habitación, entró en la catedral, sonaron las campanas, y bajo palio, con algunas personas que acudieron al toque de campanas, el sacerdote portó el viático seguido del arzobispo. Recibió el negro la comunión, volvió el arzobispo a la catedral acompañando al Señor. Reservado el sacramento, el prelado fue de nuevo a la habitación del negro para consolarle, supo que no estaba confirmado, pidió el pontifical y le administró la confirmación. Le exhortó a que pidiese la extremaunción. Lo hizo el negro. Se la administró el arzobispo y en estos ministerios llegó el alba. Inmediatamente el arzobispo emprendió su jornada ordinaria.
Esto no es más que una anécdota. Como éstas conservamos a millares. A cuál más edificante. Como edificantes sus relaciones con el clero secular, sus luchas por sacar adelante el seminario, su amor y veneración hacia las Ordenes religiosas, su firmeza y su sentido profundo de respeto hacia la autoridad civil. No hay lugar a recogerlo todo. Durante cinco años interminables recibió un trato durísimo por parte del rey, que inexplicablemente, se fiaba de las relaciones que enviaba don García Hurtado de Mendoza, quien en alguna ocasión no retrocedió ante la misma calumnia. Mucho tuvo que sufrir, hasta lo increíble. Nos consta, sin embargo, que jamás salió de sus labios una queja, sino, antes al contrario, tuvo explicaciones para todo. No será como dice, decía siempre que en su presencia murmuraba alguno. Y cuando, con ocasión de un memorial en el que se le denunciaba por haber atacado el Patronato, la reprensión del rey llegó a extremos realmente increíbles, la contestación de él tiene una dignidad y un estilo que transparentan por completo la santidad: No sé —dice— con qué conciencia pudo persona alguna hacer relación a Vuestra Majestad... tan siniestra y contraria a la verdad... Tendrá su conciencia gravada y onerada para poder satisfacer a la buena fama y opinión y honra de la persona del prelado y dignidad pontifical que se tenía en estas partes... Su Divina Majestad tenga misericordia de él, y le perdone y atraiga a conocimiento de su yerro, maldad y pecado, y a que satisfaga enteramente como está obligado... Dios Nuestro Señor que tenga en su mano, y me dé fuerzas para trabajar en esta viña y poder descargar la conciencia de todos, no queriendo otro premio sino a Él.
Aun hablando humanamente, y prescindiendo del aspecto sobrenatural, Santo Toribio fue un hombre realmente excepcional. Su salud, que sólo por milagro pudo resistir la increíble austeridad de vida y aquellos trabajos interminables; su inteligencia prócer, que se proyecta en la claridad extraordinaria de todos sus escritos; su estilo literario, de impresionante majestad; su propio dominio, aun en las circunstancias más difíciles, le elevan a una altura inconmensurable.
Murió como correspondía a un luchador de su talla: en pleno combate. Se sintió enfermo, y continuó, sin embargo, la visita. Le pedían y le suplicaban sus acompañantes que se cuidara un poco. Fue todo en vano. Continuó trabajando hasta el último momento. Había llegado a Saña medio muerto, con ánimo de consagrar allí los óleos. Le derribó la fiebre; y con todo, por rigor de ayuno del tiempo (era Semana Santa.), no comió carne hasta tres o cuatro días antes de morir, por mandato del médico, lo cual fue mucha parte para apresurar su muerte, por no haberse dejado regalar estando enfermo. Allí, lejos de su iglesia catedral, rodeado de sus indios amadísimos y de los sacerdotes que habían concurrido para la consagración de los óleos, murió el día de Jueves Santo de 1606.
Su cabildo catedral tomó sobre sí, con fidelidad admirable, el trabajar por conseguir la beatificación. En 1679 se lograba. Y en 1726 era canonizado. Cuando, a principios del siglo XX, se reunía el concilio plenario de América latina, los obispos reunidos en Roma con esta ocasión habían de pedir con insistencia que él fuera su modelo. Prelado santísimo —decían en las aclamaciones que se cantaron en la solemne sesión de despedida—, intercede por nosotros para que nuestros trabajos sinodales produzcan fruto sempiterno. Al fin y al cabo los mismos prelados acababan ya de llamarle ejemplar de todos los obispos de América latina y ornamento espléndido de aquella santa Iglesia.
LAMBERTO DE ECHEVERRÍA.
Toribio, arzobispo de Lima, es uno de los eminentes prelados de la hora de la evangelización. El concilio plenario americano del 1900 lo llamó «totius episcopatus americani luminare maius», que en vernácula hispana quiere decir «la lumbrera mayor de todo el episcopado americano». Era la hora de llevar la fe cristiana al imperio inca peruano lo mismo que en México se cristianizaba a los aztecas.
Nació en Mayorga (Valladolid), el 16 de noviembre de 1538. No se formó en seminarios, ni en colegios exclusivamente eclesiásticos, como era frecuente entonces; Toribio se dedicó de modo particular a los estudios de Derecho, especialmente del Canónico, siendo licenciado en cánones por Santiago de Compostela y continuó luego sus estudios de doctorado en la universidad de Salamanca. También residió y enseñó dos años en Coimbra.
En Diciembre de 1573 fue nombrado por Felipe II para el delicado cargo de presidente de la Inquisición en Granada, y allí continuó hasta 1579; pero ya en agosto de 1578 fue presentado a la sede de Lima y nombrado para ese arzobispado por Gregorio XIII el 16 de marzo de 1579, siendo todavía un brillante jurista, un laico, o sólo clérigo de tonsura, cosa tampoco infrecuente en aquella época.
Recibió las órdenes menores y mayores en Granada; la consagración episcopal fue en Sevilla, en agosto de 1579.
Llegó al Perú en el 1581, en mayo. Se distinguió por su celo pastoral con españoles e indios, dando ejemplo de pastor santo y sacrificado, atento al cumplimiento de todos sus deberes. La tarea no era fácil. Se encontraba con una diócesis tan grande como un reino de Europa, con una población nativa india indócil y con unos españoles muy habituados a vivir según sus caprichos y conveniencias.
Celebró tres concilios provinciales limenses –el III (1583), el IV (1591) y el V (1601)–; sobresalió por su importancia el III limense, que señaló pautas para el mexicano de 1585 y que en algunas cosas siguió vigente hasta el año 1900.
Fue de los pocos que intentaron poner al pie de la letra las disposiciones del concilio de Trento; pero se vio imposibilitado para cumplirlas todas –como la de los sínodos anuales– en aquellas circunstancias por la imposibilidad de las comunicaciones.
Aprendió el quechua, la lengua nativa, para poder entenderse con los indios. Se mostró como un perfecto organizador de la diócesis. Reunió trece sínodos diocesanos. Ayudó a su clero dando normas precisas para que no se convirtieran en servidores comisionados de los civiles. Visitó tres veces todo su territorio, confirmando a sus fieles y consolidando la vida cristiana en todas partes. Alguna de sus visitas a la diócesis duró siete años.
Prestó muy pacientemente atención especial a la formación de los ya bautizados que vivían como paganos. Llevado de su celo pastoral, publicó el Catecismo en quechua y en castellano; fundó colegios en los que compartían enseñanzas los hijos de los caciques y los de los españoles; levantó hospitales y escuelas de música para facilitar el aprendizaje de la doctrina cristiana, cantando.
No se vio libre de los inevitables roces con las autoridades en puntos de aplicación del Patronato Real en lo eclesiástico; es verdad que siempre se comportó con una dignidad y con unas cualidades humanas y cristianas extraordinarias; pero tuvo que poner en su sitio a los encomenderos, proteger los derechos de los indios y defender los privilegios eclesiásticos.
Atendido por uno de sus misioneros, murió en Saña, mientras hacía uno de sus viajes apostólicos, en 1606.
Fue beatificado en 1679 y canonizado en 1726.
Quien tenga la suerte de tener entre sus manos un facsímil del catecismo salido del Tercer Concilio Limense, aprenderá a llamar mejor evangelización que colonización a la principal obra de España en el continente recién descubierto.