28 de abril

SAN LUIS MARIA GRIGNON DE MONTFORT († 1716)

Es el apóstol por excelencia de la Santa Esclavitud de María, o de la Perfecta Consagración a la Santísima Virgen, según la fórmula por él popularizada: Por María, con María, en María, para María.

Nació el 31 de enero de 1673 en Montfort (Bretaña francesa), no lejos de la ciudad de Rennes. Fueron sus padres Juan Bautista Grignon y Juana Robert de la Biceule. Bautizado con el nombre de Luis el 1 de febrero en la iglesia parroquial de San Juan, hizo su primera comunión en el vecino pueblo de Iffendic. El nombre de María le tomó en la confirmación.

Ocho años de estudios, hasta el primero de teología inclusive, en el colegio de los padres jesuitas de Rennes (1685-1693), donde fue congregante mariano y trabó amistad con sus compañeros Juan Bautista Blain y Claudio Poullart des Places; y otros ocho en París (1693-1700) completando los estudios de teología y preparándose para el sacerdocio a la sombra del seminario de San Sulpicio. El 5 de junio de 1700 era ordenado sacerdote, y poco después, en el altar de Nuestra Señora de San Sulpicio, que muchas veces, con cariño filial, había él adornado, decía su primera misa "como un ángel", en expresión de su amigo Blain.

Su gusto hubiera sido consagrarse a la evangelización de los infieles en las misiones extranjeras; pero su director, el señor Leschassier, que lo era de San Sulpicio, tenía otros planes. Los jansenistas de Nantes monopolizaban por entonces la enseñanza en aquella ciudad. Dueños de la Universidad, habían logrado, además, eliminar del Seminario Mayor a los sacerdotes de San Sulpicio. Para contrarrestar su influjo en el clero, un santo sacerdote, Rene Léveque, de la diócesis de Nantes, en unión con uno de los arcedianos de la misma, el señor Jonchéres, había fundado una asociación de celosos sacerdotes, que formaron la Comunidad de San Clemente, así llamada de la parroquia a que fueron adscritos. El señor Jonchéres se encargó del Seminario y el señor Lévéque de la Comunidad. Como auxiliar de este último, ya anciano, era enviado a Nantes Montfort. La estancia iba a ser para él durísima. En el Seminario, se había infiltrado el espíritu jansenista en la persona del profesor Lanoë-Menard, y, obligada a oír sus conferencias, se había contagiado también la Comunidad de San Clemente. Muy pronto se dio cuenta Montfort de aquel ambiente, irrespirable para un fervoroso hijo de la Iglesia romana.

Providencialmente Dios le sacó pronto de aquella casa, encaminándole a Poitiers, donde le esperaban no ligeras cruces, pero donde encontraría a la que años adelante, bajo su dirección, sería la fundadora de las Hijas de la Sabiduría, María Luisa Trichet, hija del primer magistrado de aquella ciudad. Nombrado capellán del hospital de Poitiers, por tres veces fue despedido malamente de él. En una de estas ocasiones se trasladó a París. Destrozado del viaje, hecho como siempre a pie, se acogió al hospital de La Salpêtriére, en el cual, escribía él, se encontró con 5.000 pobres enfermos. Apenas repuesto un poco, había comenzado a ejercitar allí el oficio de enfermero con la misma heroica abnegación que en Poitiers, cuando un día, al sentarse a la mesa, encontró bajo su cubierto una esquela en que se le despedía. Y allí quedaba sin asilo y sin pan en medio de la ciudad inmensa. El pan se lo dieron de limosna las benedictinas del Santísimo Sacramento, y, por fin, bajo una escalera en la calle del Pot-de-fer, halló un cuchitril donde cobijarse. En este rincón se cree que escribió su primer libro; El amor de la sabiduría eterna, y en este inmenso desamparo fue donde comenzó a planear la fundación de la Compañía de María, poniéndose al habla con su antiguo condiscípulo Poullart des Places.

Vocación definitiva de Montfort era la de misionero popular. En el mismo Poitiers dio ya con gran fruto cuatro o cinco misiones; pero, en vista de las dificultades que se le presentaban en aquella y en otras diócesis de Francia, pensó de nuevo en las misiones de ultramar, y con este intento se encaminó a Roma para pedir la bendición del Papa. El 6 de junio de 1706 era recibido en audiencia por Clemente XI, el debelador del renacido jansenismo, que le mandó quedarse en Francia. Para autorizar sus misiones le concedió el título de misionero apostólico.

En los diez años escasos que le quedan de vida Montfort misionará, primero en medio de grandes contrariedades, en las diócesis de Rennes (1706), de Saint Malo y de Saint Brieuc (1707-1708) y en la de Nantes (1708-1711). Sólo los cinco últimos años (1711-1716) trabajará con alguna tranquilidad en las diócesis de La Rochela y de Lujon, cuyos prelados no se habían doblegado al jansenismo. En estos últimos años, sobre todo, se esforzará por formar sus Congregaciones religiosas.

Una de las grandes tribulaciones de la primera etapa (1706-1711), tal vez la mayor de toda su vida, fue la demolición ordenada por Luis XIV, siniestramente informado, del grandioso Calvario de Pontchateau, en que, durante quince meses, dirigidos por Montfort, habían trabajado más de 20.000 obreros. Las misiones en las diócesis de La Rochela y de Luon fueron en conjunto triunfales, aunque no sin cruces: Ninguna cruz: ¡que gran cruz!, solía decir el Santo.

En las afueras de La Rochela, y en una ermita llamada de San Eloy, fue donde compuso las Reglas de las Hijas de la Sabiduría, y también, según se cree, el tratado de la verdadera devoción. Allí, una vez más, sintió la necesidad de reclutar un escuadrón de sacerdotes que se dedicaran a misionar por los pueblos. Tal vez allí brotó de sus entrañas la llamada justamente oración abrasada.

Un viaje a París en el verano de 1713 buscando candidatos para la Compañía de María en el seminario fundado por su condiscípulo Poullart, y otro a Rouen, en el de 1714 para invitar a su amigo Blain, canónigo en aquella catedral, a que se le uniera en el proyecto de esta fundación. A la vuelta de este viaje se detuvo unos días en Nantes, en la casa de los Incurables por él fundada; y en Rennes, el último día de unos ejercicios hechos en su antiguo colegio, escribió la encendida carta a los amigos de la cruz.

Vuelto a La Rochela, se ocupó, sobre todo, en organizar las escuelas de caridad, y fue allí donde, llamadas por él, vinieron a encontrarle sus hijas, María Luisa Trichet y Catalina Brunet —otra joven vivaracha de Poitiers—, para ponerse al frente de las escuelas de niñas, que se llamarían Escuelas de la Sabiduría.

Pero se acercaba el fin de su vida —el había presentido y aun predicho que moriría antes de acabarse aquel año 1716—; y las fundaciones por que tanto había suspirado apenas estaban esbozadas. Había que alcanzar del cielo su desarrollo; y acudió a Nuestra Señora de Ardillers. Postrado a sus plantas se sintió escuchado. Ya podía morir.

Su última misión fue la de San Lorenzo de Sévre. Pudiera decirse que la muerte le asaltó en el púlpito, predicando el último día por la tarde ante su gran amigo el obispo de La Rochela. El 27 de abril, después de dictar su testamento en el que pedía que su corazón fuera enterrado bajo la tarima del altar de la Santísima Virgen, entregaba su espíritu al Señor. Tenía cuarenta y tres años y tres meses. No menos de 100.000 personas de la comarca acudieron a venerar los restos de su apóstol. Apenas ha podido entreverse por lo dicho aquí la eficacia extraordinaria de su palabra evangélica. Debíase esta eficacia, desde luego, a la gracia divina, que el Santo alcanzaba muy principalmente por intercesión de la Virgen Santísima. Junto con el crucifijo llevaba él siempre consigo una estatuita de Nuestra Señora, que instalaba en su habitación, en el confesonario, en el púlpito... en todas partes: Era la Reina de los Corazones. A los ojos del pueblo, su vida penitente, su pobreza en el vestir, su espíritu de oración, su modestia constante, le conciliaban la veneración de todos. Venía sobre esto la predicación sabia y ardiente. Al mismo tiempo Montfort era maestro, en utilizar toda clase de recursos populares. Hasta siete procesiones, nos dice su contemporáneo Grandet, organizaba en cada misión. Especial solemnidad revestía la de la renovación de las promesas del bautismo. Otro elemento capital en todas sus misiones eran los cánticos. Son unos 24.000 los versos compuestos por él, que abarcan todos los temas usuales en las Misiones.

Nada podemos decir aquí del desarrollo que, por fin, han logrado sus fundaciones religiosas. En cuanto a sus libros, ya se indicó la difusión inmensa que han tenido El secreto de María y la Verdadera devoción. Esos y los demás pueden verse en la edición española de la B. A. C., vol. III (1954), donde se hallará, en la introducción, la bibliografía que puede desearse. El 22 de enero de 1888 el siervo de Dios fue beatificado por León XIII; y el 20 de julio de 1947 canonizado por Pío XII.

CAMILO Mª. ABAD, S. I.

Luis María Grignon de Monfort, fundador (1637-1716)

Este sacerdote –que no pasó de ahí– fue uno de esos comunicadores natos que empujan fuerte en la causa de Cristo; uno de esos grandes predicadores que aparecen de vez en cuando y que saben despertar el sentimiento religioso popular en las masas, provocando a la vez numerosas conversiones entre sus oyentes. Pero, además de eso, hizo otras cosas.

Hijo del abogado bretón Juan Bautista Grignon; su madre, Juana Robert de la Biceule. Nació en Saint-Laurent-sur-Sèvre el 31 de enero de 1673 y lo bautizaron al día siguiente. El día de la confirmación añadió a su nombre el de María. Estudió en el colegio de los jesuitas de Rennes donde se le conceptuó como uno de los alumnos más destacados en el rendimiento intelectual y en la piedad porque llegó a ser uno de los congregantes. Pasó ocho años en París al calor del seminario de San Sulpicio y recibió el Orden Sacerdotal el 5 de junio del 1700.

Quiso evangelizar misionando en países que aún no conocían la primera luz del Evangelio, pero lo mandaron a Nantes, donde los jansenistas habían hecho y hacían una labor destructiva; allí tuvo que tragar sus propias lágrimas con frecuencia porque el ambiente se hacía irrespirable para la fe. Luego estuvo en Poitiers como capellán del hospital; pero de allí lo despidieron malamente tres veces. Y después, se fue andando a París, a donde llegó destrozado y rengo; trabajó como abnegado enfermero en el hospital La Salpêtriere donde encontró cinco mil enfermos pobres hasta que un día encontró bajo su plato la nota de su despido. Menos mal que las benedictinas del Santísimo Sacramento le proporcionaron en esta coyuntura la comida, porque la casa la tuvo en un cuchitril bajo el hueco de las escaleras de Port-de-fer, que le dio la oportunidad de escribir su primer libro, El amor de la Sabiduría Eterna, y disponer de tiempo para pensar en la fundación de una de sus dos fundaciones.

Intentó ser misionero popular, pero encontró dificultades más que notables en las diócesis y, a la vista de sus continuos fracasos, tomó la decisión de pasar el mar para encontrar gente mejor dispuesta entre los infieles, no sin antes conseguir la bendición papal. En audiencia con Clemente XI, el 6 de junio de 1706, le mandó el papa quedarse en Francia y le nombró «misionero apostólico» para facilitarle el arduo trabajo por la terrible deformación del jansenismo –algunos obispos eran jansenistas y pusieron toda suerte de trabas a su predicación–. ¿Qué otras tierras podría buscar, si toda Francia era un país de misión, a pesar de que todas sus gentes se confesaban cristianísimas?

Rennes, Saint Malo, Saint Brieuc, Nantes, La Rochela y Luçon fueron su escenario. Su bagaje de misionero lo componían un crucifijo y una imagen de la Santísima Virgen; los demás útiles eran personales y no ocupaban lugar: oración intensa, pobreza total, penitencia sin cuento, ciencia teológica, santo rosario, amor a los sacramentos y una rendida devoción a la Virgen.

En su fogosa predicación sabia y ardiente, solía utilizar los recursos que le brindaba la piedad popular –expresión de fe, aunque con adherencias siempre susceptibles de purificación–. Hubo misiones en las que tuvo hasta siete procesiones por día. Su contemporáneo Grandet refiere que organizaba sus misiones con cánticos y gestos que movían a una actitud interior de conversión; y debe ser así, porque se conservan no menos de veinte mil versos compuestos por Luis María, que se adaptaban a tonadillas pegadizas, y son como un fácil resumen de los principales temas predicados.

Pero abundaron las dificultades; a menudo estuvo en pugna con prelados, sacerdotes y autoridades; no le faltaron tribulaciones muy amargas, como verse tachado de cura exagerado, extravagante, rancio, descentrado y loco que hedía a Edad Media; hasta el mismísimo rey Luis XIV mandó demoler el grandioso Calvario de Pontchâteau que Monfort había construido en quince meses con veinte mil obreros.

Escribió la obrita Reglas de las Hijas de la Sabiduría, el tratado llamado La verdadera devoción, Carta a los amigos de la cruz, El secreto de María, El amor de la Sabiduría Eterna, y otros opúsculos.

Fundó la Compañía de María (monfortianos), y para las mujeres las Hijas de la Sabiduría.

También puso en marcha escuelas de caridad y un hospital para incurables.

Predicando la misión de San Lorenzo de Sèvres, enfermó de muerte para irse el 27 de abril. Pidiendo ser enterrado bajo la tarima del altar de la Virgen María.

Lo canonizó Pío XII el 20 de julio de 1947.

La fórmula «Por María – con María – en María – y para María», que él popularizó, hizo mucho bien en su predicación del comienzo del siglo XVIII que había tomado a «las luces» como sucedáneo de Dios; pero guarda la misma clave secreta de eficacia en los nuestros.