30 de abril

Beata Maria de la Encarnación, madre de familia. Año 1618

He aquí una madre de seis hijos, que se dio el gusto de poder llevar a su país tres nuevas comunidades religiosas, y de llegar a tener tres hijas religiosas y un hijo sacerdote, además de dos hijos muy buenos católicos y padres de familia.

Nació en París en 1565 de noble familia. Sus padres deseaban mucho tener una hija y después de bastantes años de casados no la habían tenido. Prometieron consagrarla a la Sma. Virgen y Dios se la concedió. Tan pronto nació la consagraron a Nuestra Señora y poco después fueron al templo a dar gracias públicamente a Dios por tan gran regalo.

De jovencita deseaba mucho ser religiosa, pero sus padres, por ser la única hija, dispusieron que debería contraer matrimonio. Ella obedeció diciendo: Si no me permiten ser esposa de Cristo, al menos trataré de ser una buena esposa de un buen cristiano. Y en verdad que lo fue. A sus seis hijos los educaba con tanto esmero especialmente en lo espiritual que la gente decía: Parece que los estuviera preparando para ser religiosos.

Su esposo Pedro Acarí, un joven abogado, que ocupaba un alto puesto en el Ministerio de Hacienda del gobierno, era muy piadoso y caritativo y ayudaba con gran generosidad especialmente a los católicos que tenían que huir de Inglaterra por la persecución de la Reina Isabel. Pero como todo ser humano, Don Pedro tenía también fuertes defectos que hicieron sufrir bastante a nuestra santa. Pero ella los soportaba con singular paciencia. A quienes le preguntaban si a sus hijos los estaba preparando para que fueran religiosos, ella les respondía: Los estoy preparando para que cumplan siempre y en todo de la mejor manera la voluntad de Dios. El Sr. Acarí pertenecía a la Liga Católica y este partido fue derrotado y quedó de rey Enrique IV, el cual desterró a los jefes de la Liga y les confiscó todos sus bienes. De un momento a otro la señora de Acarí quedaba sin esposo y sin bienes y con seis hijitos para sostener. Pero ella no era mujer débil para dejarse derrotar por las dificultades. Personalmente asumió ante el gobierno la defensa de su marido y obtuvo que levantaran el destierro y que le devolvieran parte de los bienes que le habían quitado. Y llegó a ganarse la admiración y el aprecio del mismo rey Enrique IV.

Desde los primeros años de su matrimonio dispuso llevar una vida de mucha piedad en su hogar. Al personal de servicio le hacía rezar ciertas oraciones por la mañana y por la noche, y a la vez que les prestaba toda clase de ayudas materiales, se preocupaba mucho porque cada uno cumpliera muy bien sus deberes para con Dios. Se asoció con una de sus sirvientas para rezar juntas, corregirse mutuamente en sus defectos, leer libros piadosos y ayudarse en todo lo espiritual. La bondad de su corazón alcanzaba a todos: alimentaba a los hambrientos, visitaba enfermos, ayudaba a los que pasaban situaciones económicas difíciles, asistía a los agonizantes, instruía a los que no sabían bien el catecismo, trataba de convertir a los herejes, a los que habían pasado a otras religiones y favorecía a todas las comunidades religiosas que le era posible. Su marido a veces se disgustaba al verla tan dedicada a tantas actividades religiosas y caritativas, pero después bendecía a Dios por haberle dado una esposa tan santa.

La señora de Acarí se hizo amiga de una mujer mundana la cual empezó a tratar en sus charlas de temas profanos, y al iniciarla en lecturas de novelas y de escritos no piadosos. Esto la enfrió mucho en su piedad. Afortunadamente su esposo se dio cuenta y la previno contra el peligro de esa amistad y de esas lecturas y empezó a llevarle los libros escritos por Santa Teresa, y estos libros la transformaron completamente. Otra lectura que la conmovió profundamente fue la de las Confesiones de San Agustín. Una frase de este santo que la movió a dedicarse totalmente a Dios fue la siguiente: Muy pobre y miserable es el corazón que en vez de contentarse con tener a Dios de amigo, se dedica a buscar amistades que sólo le dejan desilusión.

Muere su esposo y ella puede ahora dedicarse con más exclusividad a las labores espirituales. Arregla todo de la mejor manera para que sus hijos sigan recibiendo la mejor educación posible y ella dirige todos sus esfuerzos a una labor que le ha sido confiada en una visión. Un día mientras está orando, después de haber leído unas páginas de la autobiografía de Santa Teresa, siente que ésta santa se le aparece y le dice: Tú tienes que esforzarte por que mi comunidad de las carmelitas logre llegar a Francia. Desde esa fecha la Señora Acarí se dedica a conseguir los permisos para que las Carmelitas puedan entrar a su país. Pero las dificultades que se le presentan son muy grandes. Hay leyes que prohiben la llegada de nuevas comunidades. Habla con el rey y con el arzobispo, pero cuando todo parece ya estar listo, de nuevo se les prohibe la entrada. Una nueva aparición de Santa Teresa viene a recomendarle que no se canse de hacer gestiones para que las religiosas carmelitas puedan entrar a Francia, porque esta comunidad va a hacer grandes labores espirituales en ese país. Por sus ruegos el Padre Berule (el futuro Cardenal Berule) se va a España y obtiene que preparen un grupo de carmelitas para enviar a París. Y mientras tanto la Sra. Acarí sigue en la capital haciendo gestiones para conseguirles casa y por obtener todos los permisos del alto gobierno. Nuestra santa no es de las que se quedan con los brazos cruzados. Sabe que a París ha llegado el famoso obispo San Francisco de Sales a predicar una gran serie de sermones y lo invita a su casa y este santo apóstol que es admirador incondicional de los escritos de Santa Teresa se le convierte en su mejor aliado y habla con las más altas personalidades y le ayuda a conseguir los permisos que necesitan. Otro que les ayudó mucho fue el abad de los Cartujos, que era su confesor. Y entre todos logran conseguir del Papa Clemente VIII un decreto permitiendo la entrada de las hermanas a Francia. Un ideal conseguido. En 1604 llegaron a París las primeras hermanas Carmelitas. Iban dirigidas por dos religiosas que después serían beatas: la beata Ana de Jesús y la Madre Ana de San Bartolomé. La señora de Acarí con sus tres hijas las estaba esperando en las puertas de la ciudad, y con ellas lo mejor de la sociedad. Y cantando el salmo 116: Alabad al Señor todas las naciones, aclamadlo todos los pueblos, entraron al pueblo para dar gracias y luego las acompañaron a la casa que les tenían preparada. Poco después las tres hijas de la señora Acarí se hicieron monjas carmelitas y luego lo será ella también. La comunidad de las carmelitas estaba destinada a hacer un gran bien en Francia por muchos siglos y a tener santas famosas como por ejemplo, Santa Teresita del Niño Jesús.

La beata de la cual estamos hablando en esta biografía tiene la especialidad de haber sido una de las monjas más especiales que ha tenido la Iglesia Católica. Madre de seis hijos (tres religiosas carmelitas, un sacerdote y dos casados) viuda, dama de la alta sociedad y termina siendo humilde monjita en un convento donde su propia hija es la superiora. No es un caso tan fácil de repetirse. Después de conseguirles muchas novicias a las hermanas carmelitas y de ayudarles a fundar tres conventos en Francia y de haber tenido el gusto de que sus tres hijas se hicieran monjas carmelitas, pidió ella también ser aceptada como hermanita legal en uno de los conventos. Y allí se dedicó a los oficios más humildes y a obedecer en todo como la más sencilla de las novicias. Al ser nombrada su hija como superiora del convento, la mamá de rodillas le juró obediencia.

Los últimos años de la hermana María de la Encarnación (nombre que tomó en la comunidad) fueron de profunda vida mística y de frecuentes éxtasis. Dios le revelaba importantes verdades. Estas elevaciones espirituales, ahora en la vida del convento las podía gozar mucho más tranquilamente. Santa Teresa en una tercera aparición le anunció que ella también llegaría a pertenecer a su comunidad de hermanas carmelitas y esto la animó a hacer la petición para entrar a la santa comunidad. Desde que se hizo religiosa su ilusión era pasar escondida y en silencio, cumpliendo con la mayor exactitud los reglamentos de la congregación. Las monjitas empezaron pronto a presenciar sus éxtasis y les parecía que esta venerable señora era ante Dios como una niñita sencilla, pura y obediente que tenía su cuerpo acá en la tierra pero que ya su espíritu vivía más en el cielo que en este mundo. En abril de 1618 enfermó gravemente y quedó medio paralizada. No se cansaba de bendecir a Dios por todas las misericordias que le había regalado en su vida. A una hija que lloraba al sentir que se iba a morir le decía: Pero hija, ¿te entristeces porque me marcho a una patria mucho mejor que esta?. Y su lecho de muerte se convierte en cátedra desde donde enseña a todas la santidad. Sin cesar recomienda a quienes la visitan que no se apeguen a los goces de la tierra que son tan pasajeros y que se esfuercen por conseguir los goces del cielo que son eternos. Las hermanas le preguntan: ¿Le va pedir a Dios que le revele la fecha de su muerte?, y responde: -No, yo lo que le pido a Nuestro Señor es que tenga misericordia de mí en esta hora final. Otra le pregunta: ¿Qué le pedirá a Dios al llegar al cielo? - Le pediré que en todo y en todas partes se haga siempre la voluntad de su querido Hijo Jesucristo. El 16 de abril de 1618 tiene un éxtasis y al final de él una monjita le pregunta: ¿Qué hacía hermana durante este rato? Y le responde: Estaba hablando con mi buen Padre, Dios. Luego con una suave sonrisa se quedó muerta.

BEATA MARÍA DE LA ENCARNACIÓN († 1618)

Es la Beata María de la Encarnación un alma de Dios, verdaderamente atrayente, que supo buscarse los caminos de la santidad tanto en la vida del mundo como en el silencio y recogimiento del claustro.

Nace en París, año de 1565, de nobles y piadosos padres, Nicolás Aurillot, señor de Champlastreus, y María l'Huillier, recibiendo en el bautismo el nombre de Bárbara. Hija de la esperanza y de la oración, cuando sus padres estaban ya sin hijos, es consagrada desde niña a Nuestra Señora, prometen vestirla de blanco hasta la edad de siete años y la ofrecen como voto de acción de gracias en una iglesia, dedicada a la Santísima Virgen.

Educada en este ambiente de piedad, Bárbara crece en amor y devoción, y a los doce años entra de pupila en el monasterio de Santa Clara de Longchamps, donde recibe por primera vez al Señor, empezando a mirar ya desde pequeña con desprecio las cosas del mundo. El Señor, sin embargo, quería hacer de ella la mujer fuerte, santa en medio de su sencillez de mujer, de madre y de esposa.

A los catorce años sale del monasterio y, a instancias de sus padres, pronto empieza a seguir la vida de sociedad, mezclada entre las jóvenes de su tiempo. Serena, con una piedad honda y reposada, pasa por la vida como quien se ha entregado por entero a Dios. No le preocupan las diversiones ni los consuelos humanos. Su madre, preocupada por lo que ella creía desviación de una piedad exagerada, trata al principio de convencerla con suaves razones para que alterne y se divierta como las otras, pero choca con la decisión inquebrantable de su hija. En seguida usa con ella de una guerra fría, en la que tanto había de padecer el alma sensible y delicada de Bárbara. Todo lo sufre ella por amor y, a pesar de las privaciones injustificadas que su madre le impone, sigue manifestándole siempre un profundo respeto y obediencia.

Cuando llega el tiempo de tomar estado, Bárbara escoge decididamente el camino del claustro, pero sus padres se muestran en todo punto intransigentes, ya que no se resignan a perder, así de joven, a su hija. Para desviarla de su vocación le proponen un ventajoso partido, y a base de argucias y de amenazas logran que, al fin, consienta nuestra Beata en casarse con el contador Acaria, señor de Montdbrand y de Rucenay, caballero, por su parte, de buenas prendas personales, noble y cristiano.

Pero el Señor no se había olvidado de su sierva, y en la compañía de su esposo sigue Bárbara su vida de casada con la misma devoción y piedad de antes. Su hogar vive de Dios, y es ella la primera en dar ejemplo de sencillez y de caridad para con todos, y especialmente con la servidumbre. Había entre ella, precisamente, una criada, que había recibido Bárbara a su salida del convento, Andrea Levoiz, un alma todo piedad y dada por completo al servicio divino. Las dos se ayudan mutuamente, hacen juntas sus devociones, se llevan cuenta de sus faltas y se animan para más adelantar en la perfección. Ante Andrea cae postrada nuestra Beata el mismo día de su boda, pidiéndole perdón entre amargas lágrimas por todas las ofensas que contra ella pudiera haber cometido. La sirvienta, considerándola ya señora de casa, no quiere oírla y solamente cede cuando la misma Bárbara reiteradamente se lo suplica.

Ambas se dedican a la educación cristiana de los hijos que Dios había concedido al matrimonio. Seis fueron éstos, que son consagrados al Señor desde su nacimiento, y de ellos las tres hijas se habían de dedicar a Él enteramente, como su madre, en la nueva Orden de las Carmelitas Descalzas.

Por este tiempo se iba a operar una nueva transformación en el alma de la joven esposa, que de ahora en adelante no vivirá sino solamente para la gloria de Dios y para el silencio recogido de la oración. Dios la quiso probar como a su madre Santa Teresa, y para ello utiliza los malos servicios de una amiga vana y casquivana, que poco a poco se fue introduciendo en la vida de Bárbara. Esta, a más de sus conversaciones ligeras, la va iniciando en lecturas más o menos profanas, que llegaron a turbar un tanto el alma serena de nuestra Beata, y hasta a dejarla en ocasiones fría e indiferente en sus prácticas de piedad. Su mismo esposo se da cuenta y quiere sustraerla del peligro, dándole libros más acomodados y haciéndole ver el peligro a que tales amistades la iban llevando. Bárbara entra en razón y, al fin, un día encuentra una de esas luces que a veces manda Dios a sus siervos y que sirven de base para un cambio total en la vida. Fueron aquellas palabras de San Agustín, que en cierta ocasión vinieron a caer, casi al azar, ante sus ojos: Muy codicioso es el corazón que no se contenta con Dios. Bárbara piensa, se recrimina a sí misma, llora lo que de desviación pudo haber en su conducta con el Señor, y se entrega ya desde ahora por entero.

Eran los días en que por Francia, y sobre todo en París, iba haciéndose tema de admiración y de gran simpatía la reforma carmelitana que había extendido Santa Teresa por España, y los escritos de la Santa eran lectura escogida de almas selectas y apostólicas. En París, en concreto, el celo de don Juan de Quintanadueñas y de otros varones devotos hacen que estos escritos se vayan extendiendo cada vez más. Entre los que más entusiasmados están con la idea se cuentan el prior de la Cartuja, el señor De Brétigny, Gallemant, el apostólico Bérulle, Duval y, unida al grupo y casi animadora de él, la esposa del contador Acaria, Bárbara de Aurillot. Al principio, a ésta no le acaban de convencer los escritos de la Santa, pero Dios la había ya escogido de antemano para su obra. Para ello, en 1601, tiene una aparición de Santa Teresa, donde le da a conocer el espíritu de su reforma y la anima para que trabaje y para que, por medio de ella, se pueda introducir en Francia. Bárbara da en seguida cuenta del suceso a su confesor, el mismo prior de la Cartuja, a quien le parece ser todo verdadero. Con esta ocasión todo el grupo se reúne varías veces en la Cartuja, con el propósito de poner en ejecución la voz del cielo, que hablaba por aquella alma santa.

Bárbara desde este momento ha entrado a formar parte, y a veces como directora, de un gran movimiento apostólico, que ha de cristalizar al fin con la introducción de la reforma carmelitana en varios lugares de Francia, hasta que ella misma, como corona de todos sus sacrificios se consagre a Dios con las primeras carmelitas reformadas francesas. La obra, sin embargo, no se presenta tan fácil, y la sierva de Dios ha de sufrir tanto de unos como de otros, empezando por su mismo esposo, a quien no le agrada que Bárbara se dé tan de lleno al apostolado y a la virtud. Ella hace todo lo posible por atraérsele, usando siempre con él de sumisión y de obediencia rendida. Cuéntase que una vez, estando ya a punto de comulgar, dijéronla que la avisaba su esposo, y entonces, dejando la comunión, salió corriendo para atender a su llamada y obedecerle. Cuando le ve encarcelado en las guerras calvinistas, Bárbara no se separa de él y comparte sus penalidades, hasta que, por fin, logra que le pongan en libertad. Su esposo muere pronto, y desde entonces nada impedirá a nuestra Beata dedicarse a la primera ilusión que tuvo cuando joven.

Mientras la idea de la reforma va cobrando de vez en vez más entusiasmo, madame de Acaria, Quintanadueñas y Brétigny hacen propaganda y obtienen del papa Clemente VIII las bulas necesarias para las nuevas fundaciones. Los primeros intentos se frustran, pero una nueva revelación de Santa Teresa a nuestra Beata en 1602, y la ayuda que les prestan personajes notables, dan un nuevo impulso a la idea. Entre otros interviene con gran eficacia el mismo San Francisco de Sales. Todos piden al padre general de España que les vaya preparando un número escogido de carmelitas reformadas para que estén dispuestas a pasar a Francia. Una comisión, con Bérulle a la cabeza, se decide a venir a Salamanca y al fin se decide que un grupo de monjas, entre ellas las Beatas Ana de Jesús y Ana de San Bartolomé, se preparen para el viaje de fundación. En 1604 entraban en París y el mismo día fueron a San Dionisio, donde les estaban esperando, a la entrada del puente de Nuestra Señora, las carrozas de la duquesa de Lonqueville, de su hermana la princesa de Estatuteville, de madame Acarie con sus tres hijas y de otras señoras. De esta manera, con sencillez y piedad carmelitanas, entran todos en el primer convento de monjas carmelitas reformadas de Francia, Nuestra Señora de los Campos, cantando con emoción inolvidable el salmo Laudate Dominum omnes gentes.

Dado el primer paso, nuestra Beata se dispone a fomentar las fundaciones en diversas ciudades como en Pontoise en 1605 y en Tours en 1608, ayudándose a veces de sus parientes y preparando ella misma las novicias que habían de poblar aquellos palomarcitos. La primera, en la diócesis de Versalles, iba a ser su preferida, santuario venerado, por otra parte, de la Orden de Francia, que iba a recoger el último suspiro de Bárbara, convertida ya en carmelita, y donde se conservan todavía sus venerados restos y los recuerdos de sus mortificaciones y penitencias. A esta fundación se entregó con todas sus energías, ayudada de sus hijas, y no descansó hasta que quedó inaugurada ante la presencia de la Beata Ana de Jesús, siendo la primera priora la otra Beata y apóstol del Carmelo, la madre Ana de San Bartolomé.

En estas andanzas apostólicas estaba la viuda de Acaria cuando vio con toda claridad que también el Señor le pedía a ella que diera el último paso hacia una consagración definitiva y total en la Orden del Carmelo, que tanto le entusiasmara. Para ello pide consejo, arregla el futuro de sus hijos y, habiendo hecho un largo retiro espiritual en el monasterio de Nuestra Señora de los Campos, pide con toda humildad le sea concedida la gracia de poder vestir el hábito de profesa. Entonces recuerda que, estando en la iglesia de San Nicolás, en la Lorena, había tenido una visión de Santa Teresa, donde le indicaba que con el tiempo también ella habría de entrar en uno de sus conventos, aunque fuera de humilde lega. Y así fue, siendo al fin recibida en el convento de Amiéns, para lo que deja París en Miércoles de Ceniza del año 1614. Dispensada del tiempo del postulantado, el 7 de abril del mismo año viste el hábito de profesa, escogiendo como nombre el de María de la Encarnación. Desde ahora toda su ilusión ha de ser el pasar escondida y en silencio, guardando con toda puntualidad y obediencia las reglas. Dios, como ya lo hiciera otras veces en el siglo, la había de regalar con todas las dulzuras de la vida espiritual y pronto sus hermanas serían testigos de los éxtasis a que el Señor la elevaba, significando con ello la vida de amor y de entrega en que vivía su sierva. Para las monjitas, María de la Encarnación es como una niña llena de sencillez y de candor, con la alegría de las almas que parece que ya no viven en el mundo y que esperan únicamente el encuentro definitivo con el Señor.

Pronto habían de realizarse sus deseos, pero no sin pasar antes por la prueba del dolor. Cuando llegaba el tiempo de su profesión cae enferma, y a tanto llega su gravedad, que la han de administrar los últimos sacramentos, quedando después sumida en un profundo éxtasis. Al recobrar los sentidos las hermanas que la rodean escuchan de sus labios cosas maravillosas que les decía de Dios, de la Virgen y de Santa Teresa, y al fin les ruega que recen por la Iglesia católica. Sin desaparecer la gravedad, llega el 8 de abril de 1615, en que le tocaba hacer la profesión, y, no queriendo retrasarla, enferma como estaba, se hace llevar en una camilla a un oratorio, que estaba enfrente del altar mayor, donde, con la solemnidad acostumbrada en la Orden, hace ante todas su profesión religiosa.

Acabado el acto, se pasa todo el día cantando las alabanzas del Señor y repitiendo como fuera de sí aquel versículo: Misericordias Domini in aeternunm cantabo. Reclama de todas su ayuda para que, juntas, den gracias a Dios por el beneficio que con ella había usado, mientras les repite toda sumida en emoción y lágrimas- ¡Oh mi Dios, qué gracia me habéis hecho, qué misericordia!. Su hija mayor, sor María de Jesús, no se apartaba del lecho de su madre, pero cuando ésta la veía llorar le decía como reconviniéndola: ¿Y tú lloras? ¿Este es el amor que me tienes? ¿Sientes que yo pueda tener mi bien, mi único bien?”. Su lecho de dolor se convierte en maravillosa cátedra, donde a todas se les habla de obediencia, de la vanidad de las cosas de la tierra, de la alegría de vivir con Dios, del cielo.

Pasada la primera prueba, y ya convalecida, es llevada a su querido convento de Pontoise, donde al año siguiente enferma de nuevo y donde se prepara, en medio de sufrimientos, al encuentro con el Esposo. La madre priora le pregunta en una ocasión si había tenido alguna revelación de cuándo y cómo moriría. No, madre mía —le responde la Beata—, yo no deseo tener revelaciones. Ruego a Dios que no me las conceda ni me haga saber el tiempo y la hora de mi muerte; sólo deseo que me asista en aquel momento con su gracia y su misericordia. Pronto empeora y le dan de nuevo el Viático. Como vieran inminente su muerte, le preguntan las hermanas que qué gracia iba a pedir en el cielo por ellas. Suplicaré a Dios —les decía— que las intenciones de Jesucristo tengan en todas un pleno cumplimiento. Como se acercara ya el momento, la priora le ruega que bendiga a todas, y ella lo hace, habiéndoles pedido primero perdón de sus faltas y de sus malos ejemplos. Era el Jueves Santo cuando recibe otra vez al Señor y, al preguntarle que si muere con gusto, les responde con toda sencillez: Hermanas, no quiero vivir ni morir: sólo quiero lo que quiera Dios, y nada más.

En esta alternativa vivió todavía hasta el miércoles de Pascua, cuando, después de un éxtasis prolongado, y en el momento mismo en que estaba recibiendo el sacramento de la extremaunción, entrega su alma sencilla y delicada al Señor. Minutos antes le había preguntado la priora qué había pensado durante el tiempo en que había estado en éxtasis. En Dios, madre mía, le respondió.

Y éstas fueron sus últimas palabras. Era el 16 de abril del año 1618.

Pronto la fama de su santidad se extendió entre los fieles, y sus restos fueron cuidadosamente conservados en su querido convento de Pontoise. María de la Encarnación formaba el trío, con Ana de Jesús y Ana de San Bartolomé, de las grandes monjas carmelitas que implantaron la reforma en Francia. La memoria de su vida había quedado impresa en sus hermanas de hábito y pronto empezaron a menudear los milagros. El más célebre, y que sirvió de base para la causa de la beatificación, fue el operado en 1783 en la joven Felipa, que ante tal prodigio entra muy pronto en el convento de carmelitas de Compiégne, donde había de pasar los horrores de la Revolución francesa, y, siendo testigo del martirio de sus hermanas, iba a convertirse más tarde en cronista de aquellas heroínas del Señor.

Durante la misma Revolución, y como premio a tantas virtudes, era solemnemente beatificada por el papa Pío VI, el 24 de mayo de 1791, la sencilla y delicada madame Acarie, que quiso llevar como religiosa el nombre de María de la Encarnación.

FRANCISCO MARTÍN HERNÁNDEZ