30 de abril

San Pío V, Sumo Pontífice (1572)

Es interesante el mensaje que el Pontífice envió felicitando a los ejércitos vencedores. Dice así: No fueron las técnicas, no fueron las armas, las que nos consiguieron la victoria.

Fue la intercesión de la Santísima Virgen María, Madre de Dios.

En este tiempo de tanta proliferación de protestantismo por todas partes, que este valiente defensor de la Iglesia ruegue por nosotros.

Si tu haces algo por la Virgen María, la Virgen hará mucho por ti

Historia: Pío significa: el piadoso que cumple bien sus deberes con Dios. Se llama Quinto, porque antes de él hubo otros cuatro Pontífices que llevaron el nombre de Pío.

Nació en un pueblo llamado Bosco, en Italia, en 1504. Sus padres eran muy piadosos pero muy pobres. Aunque era un niño muy inteligente, sin embargo hasta los 14 años tuvo que dedicarse a cuidar ovejas en el campo, porque los papás no tenían con qué costearle estudios. Pero la vida retirada en la soledad del campo le sirvió mucho para dedicarse a la piedad y a la meditación, y la gran pobreza de la familia le fue muy útil para adquirir gran fortaleza para soportar los sufrimientos de la vida. Más tarde será también Pastor de toda la Iglesia.

Una familia rica notó que su hijo Antonio se comportaba mejor desde que era amigo de nuestro santo, y entonces dispuso costearle los estudios para que acompañaran a Antonio y le ayudara a ser mejor. Y así pudo ir a estudiar con los Padres Dominicos y llegar a ser religioso de esa comunidad. Nunca olvidará el futuro Pontífice este gran favor de tan generosa familia. En la comunidad le fueron dando cargos de muchos importancia: Maestro de novicios, Superior de varios conventos. Y muy pronto el Sumo Padre, el Papa, lo nombró obispo. Tenía especiales cualidades para gobernar.

Como el protestantismo estaba invadiendo todas las regiones y amenazaba con quitarle la verdadera fe a muchísimos católicos, el Papa nombró a nuestro santo como encargado de la asociación que en Italia defendía a la verdadera religión. Y él, viajando casi siempre a pie y con gran pobreza, fue visitando pueblos y ciudades, previniendo a los católicos contra los errores de los evangélicos y luteranos, y oponiéndose fuertemente a todos los que querían atacar nuestra religión. Muchas veces estuvo en peligro de ser asesinado, pero nunca se dejaba vencer por el temor. Con los de buena voluntad era sumamente bondadoso y generoso, pero para con los herejes demostraba su gran ciencia y sus dotes oratorias y los iba confundiendo y alejando, en los sitios a donde llegaba.

El Papa, para premiarles sus valiosos servicios y para tenerlo cerca de él como colaborador en Roma, lo nombró Cardenal y encargado de dirigir toda la lucha en la Iglesia Católica en defensa de la fe y contra los errores de los protestantes.

Al morir el Papa Pío IV, San Carlos Borromeo les dijo a los demás cardenales que el candidato más apropiados para ser elegido Papa era este santo cardenal. Y lo eligieron y tomó el nombre de Pío Quinto. Antes se llamaba Antonio Chislieri.

Antes se acostumbraba que al posesionarse del cargo un nuevo Pontífice, se diera un gran banquete a los embajadores y a los jefes políticos y militares de Roma. Pío Quinto ordenó que todo lo que se iba a gastar en ese banquete, se empleará en darles ayudas a los pobres y en llevar remedios para los enfermos más necesitados de los hospitales.

Cuando recién posesionado, iba en procesión por Roma, vio en una calle al antiguo amigo Antonio, aquel cuyos papás le habían costeado a él los estudios y lo llamó y lo nombró gobernador del Castillo Santángelo, que era el cuartel del Papa. La gente se admiró al saber que el nuevo Pontífice había sido un niño muy pobre y comentaban que había llegado al más alto cargo en la Iglesia, siendo de una de las familias más pobres del país.

Pío Quinto parecía un verdadero monje en su modo de vivir, de rezar y de mortificarse. Comía muy poco. Pasaba muchas horas rezando. Tenía tres devociones preferidas La Eucaristía (celebraba la Misa con gran fervor y pasaba largos ratos de rodillas ante el Santo Sacramento) el Rosario, que recomendaba a todos los que podía. Y la Santísima Virgen por la cual sentía una gran devoción y mucha confianza y de quién obtuvo maravillosos favores.

Las gentes comentaban admiradas: Este sí que era el Papa que la gente necesitaba. Lo primero que ordenó fue que todo obispo y que todo párroco debía vivir en el sitio para donde habían sido nombrados (Porque había la dañosa costumbre de que se iban a vivir a las ciudades y descuidaban la diócesis o la parroquia para la cual los habían nombrado). Prohibió la pornografía. Hizo perseguir y poner presos a los centenares de bandoleros que atracaban a la gente en los alrededores de Roma. Visitaba frecuentemente hospitales y casas de pobres para ayudar a los necesitados. Puso tal orden en Roma que los enemigos le decían que él quería convertir a Roma en un monasterio, pero los amigos proclamaban que en 300 años no había habido un Papa tan santo como él. Las gentes obedecían sus leyes porque le profesaban una gran veneración.

En las procesiones con el Santísimo Sacramento los fieles se admiraban al verlo llevar la custodia, con los ojos fijos en la Santa Hostia, y recorriendo a pie las calles de Roma con gran piedad y devoción. Parecía estar viendo a Nuestro Señor.

Publicó un Nuevo Misal y una nueva edición de La Liturgia de Las Horas, o sea los 150 Salmos que los sacerdotes deben rezar. Publicó también un Catecismo Universal. Dio gran importancia a la enseñanza de las doctrinas de Santo Tomás de Aquino en los seminarios, porque por no haber aprendido esas enseñanzas muchos sacerdotes se habían vuelto protestantes.

Aunque era flaco, calvo, de barba muy blanca y bastante pálido las gentes comentaban: El Papa tiene energías para diez años y planes de reformas para mil años más.

Los mahometanos amenazaban con invadir a toda Europa y acabar con la Religión Católica. Venían desde Turquía destruyendo a sangre y fuego todas las poblaciones católicas que encontraban. Y anunciaron que convertirían la Basílica de San Pedro en pesebrera para sus caballos. Ningún rey se atrevía a salir a combatirlos.

Pío Quinto con la energía y el valor que el caracterizaban, impulsó y buscó insistentemente la ayuda de los jefes más importantes de Europa. Por su cuenta organizó una gran armada con barcos dotados de lo mejor que en aquel tiempo se podía desear para una batalla. Obtuvo que la república de Venecia le enviara todos sus barcos de guerra y que el rey de España Felipe II le colaborar con todas sus naves de combate. Y así organizó una gran flota para ir a detener a los turcos que venían a tratar de destruir la religión de Cristo. Y con su bendición los envió a combatir en defensa de la religión.

Puso como condición para estar seguros de obtener de Dios la victoria, que todos los combatientes deberían ir bien confesados y habiendo comulgado. Hizo llegar una gran cantidad de frailes capuchinos, franciscanos y dominicos para confesar a los marineros y antes de zarpar, todos oyeron misa y comulgaron. Mientras ellos iban a combatir en las aguas del mar, el Papa y las gentes piadosas de Roma recorrían las calles, descalzos, rezando el rosario para pedir la victoria.

Los mahometanos los esperaban en el mar lejano con 60 barcos grandes de guerra, 220 barcos medianos, 750 cañones, 34,000 soldados especializados, 13,000 marineros y 43,000 esclavos que iban remando. El ejército del Papa estaba dirigido por don Juan de Austria (hermano del rey de España). Los católicos eran muy inferiores en número a los mahometanos. Los dos ejércitos se encontraron en el golfo de Lepanto, cerca de Grecia.

El Papa Pío Quinto oraba por largos ratos con los brazos en cruz, pidiendo a Dios la victoria de los cristianos. Los jefes de la armada católica hicieron que todos sus soldados rezaran el rosario antes de empezar la batalla. Era el 7 de octubre de 1571 a mediodía. Todos combatían con admirable valor, pero el viento soplaba en dirección contraria a las naves católicas y por eso había que emplear muchas fuerzas remando. Y he aquí que de un momento a otro, misteriosamente el viento cambió de dirección y entonces los católicos, soltando los remos se lanzaron todos al ataque. Uno de esos soldados católicos era Miguel de Cervantes. El que escribió El Quijote.

Don Juan de Austria con los suyos atacó la nave capitana de los mahometanos donde estaba su supremo Almirante, Alí, le dieron muerte a éste e inmediatamente los demás empezaron a retroceder espantados. En pocas horas, quedaron prisioneros 10,000 mahometanos. De sus barcos fueron hundidos 111 y 117 quedaron en poder de los vencedores. 12,000 esclavos que estaban remando en poder de los turcos quedaron libres.

En aquel tiempo las noticias duraban mucho en llegar y Lepanto quedaba muy lejos de Roma. Pero Pío Quinto que estaba tratando asuntos con unos cardenales, de pronto se asomó a la ventana, miró hacia el cielo, y les dijo emocionado: Dediquémonos a darle gracias a Dios y a la Virgen Santísima, porque hemos conseguido la victoria. Varios días después llegó desde el lejano Golfo de Lepanto, la noticia del enorme triunfo. El Papa en acción de gracias mandó que cada año se celebre el 7 de octubre la fiesta de Nuestra Señora del Rosario y que en las letanías se colocara esta oración María, Auxilio de los cristianos, ruega por nosotros (propagador del título de Auxiliadora fue este Pontífice nacido en un pueblecito llamado Bosco. Más tarde un sacerdote llamado San Juan Bosco, será el propagandista de la devoción a María Auxiliadora).

Pío V murió el 1 de mayo de 1572 a los 68 años de edad y fue declarado santo por el Papa Clemente XI en 1712.

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San Pío V, Papa

Autor: Archidiócesis de Madrid

Se le recuerda principalmente como el Papa de la victoria de Lepanto, no porque fuera un hombre belicoso, sino porque con su autoridad y con su prestigio personal logró imponer una tregua en las discordias caseras de los Estados europeos y llevarlos a una santa alianza para detener la amenazadora avanzada de los turcos. El 7 de octubre la armada Cristiana obtuvo en las aguas de Lepanto una definitiva victoria contra la flota turca. Ese mismo día Pío V, que no disponía de los rápidos medios de comunicación de hoy, ordenó que tocaran todas las campanas de Roma, invitando a los fieles a darle gracias a Dios por la victoria obtenida.

Michele Ghisleri elegido Papa en 1566 con el nombre de Pío V, nació en Bosco Marengo, provincia de Alessandria (Italia) en 1504. A los 14 años entró a la Orden de los dominicos. Una vez ordenado sacerdote, atravesó todas las etapas de una carrera excepcional: profesor, prior del convento, superior provincial, inquisidor en Como y en Bérgamo, obispo de Sutri y Nepi, cardenal, grande inquisidor, obispo de Mondoví, y Papa.

Pío V fue sobre todo un gran reformador. Entre las reformas que promovió, siguiendo el concilio de Trento, recordamos la obligación de residencia para los obispos, la clausura de los religiosos, el celibato y la santidad de vida de los sacerdotes, las visitas pastorales de los obispos, el impulso a las misiones, la corrección de los libros litúrgicos, la censura de las publicaciones. La rígida disciplina que el santo Pontífice impuso a la Iglesia fue también norma constante de su vida. Vivía el ideal ascético del fraile mendicante.

Condescendiente con los humildes, paterno con la gente sencilla, pero sumamente severo con cuantos comprometían la unidad de la Iglesia, no dudó en excomulgar y decretar la destitución de la reina de Inglaterra, Isabel I, a sabiendas de las consecuencias trágicas que esto acarrearía a los católicos ingleses.

Pío V murió el 1 de mayo de 1572, a los 68 años de edad. Fue canonizado en 1712.

30 de abril

SAN PIO V († 1572)

Bosco Marengo es una villa del norte de Italia, cercana a Alessandría; en ese paisaje melodiosamente umbrío, equidistante del mar de Génova y de los Alpes suizos, hay una casita humilde, cuidada, blanca; el 17 de enero de 1504, fiesta de San Antonio Abad, nació allí un niño predestinado a la gloria de este mundo y, lo que es mejor, a la gloria de los santos.

El matrimonio de Pablo y Dominga Augeria era cristiano y pobre; la familia de los Ghislieri había venido a menos en lo económico, pero sin perder el rango espiritual. Al niño le pusieron el nombre del santo abad y le educaron en el temor de Dios. Antonio mostró en aquella infancia oscura anhelos de buscar el camino vocacional del claustro; pero la pobreza era tanta que tuvo que dedicarse a pastorear un rebaño. El pastorcillo cumplía resignadamente el oficio y, entre el ganado, no se cansaba de levantar el corazón a Dios en oración limpia. Y su oración fue oída. El señor Bastone, natural también de Bosco Marengo, le ayudó generosamente, enviándole a la escuela de los dominicos en compañía de su hijo Francisco. Antonio, redimido de su ocupación pastoril, y Francisco, el vástago del señor Bastone, iban todos los días muy de mañana a la escuela juntos. Antonio reveló unas excepcionales condiciones para el estudio y un alma transparente, en la que ardía de antiguo la llama de la vocación. Los padres le allanaron las dificultades, y el joven Antonio, con catorce años al hombro y un mundo de sueños, recibió el hábito de dominico en Voghera, no muy lejos de Bosco; de Voghera le destinan a Vigevano, donde hace el noviciado y profesa el 18 de mayo de 1521; el pastor Antonio Ghislieri es ya fray Miguel de Alejandría. Bolonia, con sus torres y sus cátedras, guarda los restos mortales de Santo Domingo de Guzmán; junto a la celda y al sepulcro del fundador, fray Miguel, estudia filosofía, teología y santidad. En 1528 está ya en Génova y allí recibe el orden sacerdotal.

Empieza una nueva etapa de su vida: la de la acción. Si buscásemos un símbolo para definir la entrega y fidelidad con que fray Miguel de Alejandría se dedicó a la enseñanza, a la predicación, a la pobreza, a los oficios divinos, al destierro de la herejía en Pavía, en Alba, en Como, no sería menester alejarse del primitivo empleo que tuvo en la infancia, recreciendo el significado vulgar con el concepto evangélico del buen pastor. Austero y tenaz en todo, le comparaban a San Bernardino de Siena en la pobreza y a San Pedro Mártir en el celo por la verdad y por la fe. Más se pareció a éste, pues estaba cortado por el mismo patrón dominicano y, como él, fue inquisidor en la diócesis de Como; caminaba a pie siempre, vestido con su hábito, el hatillo al hombro, la mirada puesta en el cumplimiento del deber. No le arredraban los peligros, ni los trabajos, ni las amenazas. Se enfrentaba, si era preciso, con el lucero del alba y le cantaba las cuarenta a los nobles y a los herejes cuantas veces era preciso, sin intimidarse nunca. El conde de la Trinidad, furibundo, le dijo en Alba que le arrojaría a un pozo; no se inmutó. En Como tuvo que refugiarse en casa de Bernardo Odescalchi porque los mercaderes de libros heréticos habían promovido una algarada contra él, pues decomisó sus mercancías; en otra ocasión, le aconsejaron que se disfrazase para no ser reconocido por los herejes en tierras de grisones. Preferiría —contestó— ser mártir con el hábito puesto.

A fines de 1550 se fue fray Miguel a Roma para justificar su conducta de inquisidor. Las acusaciones de mala fe le estaban formando en la Ciudad Eterna un ambiente difícil. El cardenal Caraffa supo comprenderlo y admirarlo. No salió solamente justificado; aumentó su prestigio. Un año más tarde Julio III, a instancias de Gian Pietro Caraffa, le nombró comisario general de la Inquisición; con Caraffa y con Cervini fue fray Miguel el mismo de siempre: un austero religioso, un hombre de oración, un pastor vigilante.

En 1555 falleció Julio III; el 9 de abril del mismo año es elegido Sumo Pontífice el cardenal Cervini —Marcelo II—; el reinado fue breve: murió el 30 de abril; el 23 de mayo la triple corona recae en Gian Pietro Caraffa: Paulo IV. El nuevo Papa confirmó a fray Miguel en el cargo de comisario general de la Inquisición, le preconizó obispo de Sutri y Nepi el 4 de septiembre de 1556; pero el dominico no deseaba más que la paz de su convento; le infundían pavor los cargos. Paulo IV dijo que sería preciso ponerle cadenas en los pies para evitar que se encerrase en el claustro. Mas no fueron cadenas lo que le puso, sino el capelo cardenalicio: 15 de marzo de 1557. Un año más tarde le nombra inquisidor mayor de la Iglesia.

El sucesor de Paulo IV fue Pío IV, Médicis de pura cepa, que fue coronado el 6 de enero de 1560. Pío IV fue el último Papa del Renacimiento; el cardenal Ghislieri —nuestro fray Miguel— le amonestó en más de una ocasión, ganándose el desprecio y la desgracia del Papa, que le postergó cuanto pudo. Ignoraba Pío IV que aquel cardenal inflexible, amante de la pobreza, despegado del mundo y de los honores, celoso por la gloria de la casa de Dios, iba a ser su sucesor; se llamaría también Pío, en gesto magnánimo a la memoria del papa difunto; pero sólo heredaría de él el nombre. El programa del pontificado seria totalmente distinto. Más que papa del Renacimiento, Pío V sería el Pastor de la Iglesia.

Pío IV falleció el 9 de diciembre de 1565. El Cónclave para elegirle sucesor, después de los funerales acostumbrados, iba a celebrarse en la Torre Boria; Aníbal Altemps, con sus tercios de infantería, montó la guardia para que el curso de la elección no se enturbiase por las intrigas externas. Más de medio centenar de cardenales se encerraron en cónclave el 20 de diciembre. Era la medianoche. El frío congeló la argamasa con que se tapió el Cónclave, según rito y usanza antiguos. Fuera, conjeturas, expectación, nerviosismo de los embajadores. Dentro, Borromeo, Farnesio y Este eran cabezas de los tres partidos más fuertes; Borromeo representaba a los cardenales creados por su tío Pío IV, que le aconsejó, ya en el lecho de muerte, que trabajase por la candidatura de uno de ellos; Este era el adalid de los cardenales adictos a Francia; Farnesio ejercía un influjo poderoso por su riqueza y su estirpe. Los tres cabezas bregaron como pudieron; Borromeo como un santo; Este y Farnesio como dos príncipes del Renacimiento. Cayó, por imposibilidad nacida de las oposiciones de los grupos, la candidatura de Morone —que había tenido que habérselas con la Inquisición—, la de Farnesio —que se resignó a la fuerza, forjándose esperanzas para mejor ocasión—, la de Riccia —quien se opuso Borromeo por no parecerle digno por su vida anterior—, la de Sirleto, etcétera. Por fin, Farnesio y Borromeo, remontándose sobre los egoísmos, optaron por Ghislieri. La tarde del 7 de enero de 1566 quedó decidida la elección. Al anochecer, una teoría de púrpuras se encaminó a la celda del austero fraile. A la fuerza le condujeron a la capilla Paulina y allí le proclamaron Papa. Un momento de angustia se produjo cuando el cardenal decano, Pisani, le preguntó si aceptaba y Ghislieri guardó silencio: le instaban todos. Por fin, dijo: Estoy conforme.

El Cónclave se abrió. La Iglesia tenía Papa. Todos reconocían en el cardenal Ghislieri al hombre de magníficas virtudes, acérrimo defensor de la verdad, pero las intrigas de algunos soberanos y de algunos electores le habían excluido de antemano. “Nos llevó el Espíritu Santo sin padecerse presión —apunta Pacheco a su rey Felipe II—, como se ha visto hoy en muchos hombres, que, cuando entraron en Cónclave, antes se cortaran las piernas que ir a hacer Papa a Alejandrino y corrieron a hacerle los primeros. Los cardenales se alegraron. Pío V era el Papa que la Iglesia necesitaba.

La fiesta de la coronación se fijó para el 17 de enero, sexagésimo segundo cumpleaños de Pío V; el júbilo del pueblo fue enorme. Diez días después tomó posesión de San Juan de Letrán. El Papa —mediana estatura, enjuto de carnes, de ojos pequeños y mirada aguda, nariz aguileña, barba nevada y cabeza venerablemente calva— vio aquel día entre la gente que le aclamaba a su antiguo condiscípulo Francisco Bastnne, que, desde Bosco, había acudido a Roma para asistir a la entrada de Pío V en San Juan de Letrán; el nuevo Pontífice le llamó y, en agradecimiento a su padre, le dio el cargo de gobernador del castillo de Sant-Angelo. Toda Roma se enteró así del humilde origen del Papa, maravillándose que Dios hubiese elevado al pastorcillo de Bosco a Pastor supremo de la cristiandad.

La vida íntima de Pío V redobló el ritmo de la austeridad y de la oración; la tiara era su gran cruz; no se quitó la tosca ropa interior de fraile, fue muy parco en el comer, incansable en el trabajo; visitaba las iglesias a pie, ahuyentó del palacio a los bufones, vivía alla fratesca. Sus devociones preferidas eran la meditación de la Pasión, el Santísimo —decía misa todos los días— y el Rosario. En la procesión del Corpus llevaba la custodia a pie, descubierta la cabeza y arrobado en éxtasis adorante. La gente se asombraba de aquel recogimiento. El embajador español Requeséns opinaba que desde hacía trescientos años la Iglesia no había tenido mejor Pastor. Era enemigo de los aduladores y gustaba que le dijeran las verdades del barquero. Dadivoso en extremo con los pobres, les repartía con gozo cuanto estaba en sus manos.

Las razones políticas no existían para él; sí, en cambio, las razones de Dios y del bien de la Iglesia. Raras veces —comenta el autor de la Historia de los Papas— en un papa el príncipe temporal ha quedado tan por entero atrás del sacerdote, como en el hijo de Santo Domingo que estaba ahora sentado en la silla de San Pedro.

No quiso saber nada de nepotismos, mal del tiempo. Cuando le indicaron que convenía elevar a sus parientes, respondió con firmeza: Dios me ha llamado para que yo sirva a la Iglesia, no para que la Iglesia me sirva a mí. Inexperto en los negocios políticos, que no le atraían, cedió a los ruegos de todos los cardenales y del embajador español, nombrando cardenal y secretario de Estado a fray Miguel Bonelli, O. P., sobrino segundo, suyo; pero le obligó a seguir viviendo como un mendicante y le exigió una “vida parecida a la suya”; le reprendió tan severamente una vez, que el joven cardenal enfermó de tristeza; al cardenal Farnesio, que le sugería que fortificase Anagni, le replicó que la Iglesia no necesitaba cañones ni soldados, sino oración, ayuno, lágrimas y estudio de la Sagrada Escritura. La independencia de criterio de Pío V se debía a su carácter, pero también influyó en ello la desconfianza en los cardenales, a quienes, por otra parte, trataba con inaudita afabilidad y respeto, aunque pronto pensó purificar el Sacro Colegio con la elevación de hombres dignos de tal honor.

Con denuedo trabajó Pío V para convertir a Roma en un dechado de ciudades cristianas, visitó las parroquias, como obispo; castigó los escándalos, sin acepción de personas; dio ejemplo con su santa vida. Roma, cuentan los embajadores, cambió por completo: la ciudad del lujo y de la frivolidad renacentistas parecía ahora un convento seglar.

El reinado de Pío V se centró o se abrió en cuatro dimensiones capitales: primera, la puesta en marcha de los decretos tridentinos, o sea la reforma de la Iglesia; segunda, la lucha contra los herejes; tercera, la cruzada contra los turcos, pesadilla de la cristiandad, y cuarta, el fomento de las ciencias eclesiásticas.

El espíritu de Trento parecía haberse encarnado en la persona de Pío V. Todo el mundo estaba convencido de esta verdad. A raíz de su elevación al trono pontificio un observador extranjero comentó: "Tiene vida para diez años y planes de reforma para ciento y mil". Empezó por la cabeza, ayudado de Ormaneto, instado por San Carlos Borromeo, dando a la Corte ejemplo incontrovertible de rigor y de vida austera. Reformó el Breviario, y el Misal, publicó el famoso Catecismo de Trento —llamado también de San Pío V—, que apareció ya en 1566 en la imprenta de Pablo Manucio; urgió la obligación de la residencia a los obispos, les impulsó a celebrar sínodos y visitas pastorales, adelantándoseles con el ejemplo. Tiépolo decía que el nuevo Papa no hacía otra cosa que reformar.

Como Paulo IV, con quien estuvo tan compenetrado, sabía que la fe es sustancia y fundamento del cristianismo; los que esperaban que no se llevasen a la práctica los decretos tridentinos se equivocaron de punta a punta. Peor agüero fue Pío V para los herejes, pues los persiguió sin descanso. El viejo inquisidor no les concedió ni una sola tregua. El palacio inquisitorial, demolido a la muerte de Paulo IV, fue reedificado con mayor suntuosidad; el 2 de septiembre de 1566 atronaban el aire las salvas de los cañones de Sant-Angelo. Se estaba colocando la primera piedra del nuevo edificio. El Papa asistía a las sesiones de la Congregación de la Inquisición y creó una nueva —la del Indice de libros prohibidos— para velar por la ortodoxia. Otro medio eficaz fue el fomento de las ciencias eclesiásticas. Destinó crecidas sumas de dinero a la reedición de las obras de San Buenaventura y de Santo Tomás; a éste le declaró Doctor de la Iglesia por bula de 11 de abril de 1567, pues había sido el gran teólogo de Trento. Ningún concilio se celebraba sin el Aquinas; comisionó a San Pedro Canisio, a quien apreciaba grandemente, a refutar los centuriadores de Magdeburgo y la Confesión de Augsburgo; favoreció a Sixto Senense, autor de la Bibliotheca Sancta; desterró, cuanto pudo, las ponzoñas del Renacimiento y levantó la Universidad de Roma: la Sapientia.

Aquel fraile, que nada anhelaba más que la paz del claustro, soñó con una cristiandad bien hermanada, procurando que los príncipes cristianos estuviesen unidos. Pero, por fuerza de este anhelo, tuvo que convertirse en el Papa de las grandes batallas. El poderío turco era la pesadilla de la cristiandad. Pío V fue el paladín de la Liga Santa. Exhortó con machacona insistencia a España, a Venecia, a Francia..., incluso a Rusia, con cartas personales, con legados, con promesas. Las miras del Papa se clavaban en la defensa y expansión de la fe —aventajó a sus predecesores en el celo por las misiones— y en el robustecimiento de la paz, pues sólo así se podía llegar a una Europa robusta y cristiana. El 31 de julio de 1566 ordenó una procesión de rogativas para que el Señor alejase el peligro temible de los turcos; Pío V caminó a pie, rezando y llorando. Era conmovedor ver llorar al Papa. Si fuese posible remediar la amenaza con su sangre propia, dijo, la daría de buen grado. Ayudó al emperador, a los caballeros de Malta; visitó personalmente las fortificaciones que mandó hacer en Ancona, Civitavecchia y Ostia. Pero no se contentó con la defensa; la mejor manera de librar al Occidente del poderío de la media luna era aplastar ese poderío. Para ello se necesitaba una acción naval conjunta de todas las naciones cristianas.

Después de mil intentos y mil fracasos, la constancia de Pío V logró ganar a Venecia y a España para la Liga; no fue fácil, pues Felipe II tenía que atender a sus amplísimos dominios, y Venecia jugaba constantemente a la traición. La tenacidad y las lágrimas de Pío V pudieron sobreponerse a todas las infidelidades y deserciones. El 27 de mayo de 1571 se publicó en San Pedro la noticia de la triple alianza: La Santa Sede, España y Venecia lucharían juntas contra el Islam; se acuñó una medalla conmemorativa y se publicó un jubileo general para que el Dios de las batallas bendijese al ejército cristiano. Pío V mandó legaciones especiales al emperador y a los reyes.

El 21 de junio la escuadra pontificia, al mando de Marco Antonio Colonna, se hizo a la vela rumbo a Messina, lugar de cita de las tres potencias; el 23 de julio llegó la escuadra veneciana, mandada por un viejo lobo de mar: Sebastián Veniero; la escuadra española hizo escala en Nápoles el 8 de agosto; don Juan de Austria fue nombrado almirante general de la empresa. Allí recibió el bastón de mando y el estandarte —damasco de seda azul, imagen del Salvador crucificado, escudos enlazados con cadenas de oro— de manos del cardenal Granvela. El almirante era un joven gallardo, de ojos azules y blondos rizos; contaba solamente veinticuatro años. El 24 de agosto arribó a Messina. Dos gloriosos marinos le acompañaban: Andrea Doria y Alvaro de Bazán. La tropa se preparó a la lucha confesando y comulgando. Pío V mandó decir a don Juan que iba a combatir por la fe católica y por eso Dios le concedería la victoria. Zarpó la escuadra hacia Corfú; los espías anunciaron que los turcos esperaban en Lepanto.

El 7 de octubre, a la hora del alba, habían dejado atrás las islas Equínadas y entraban en el golfo de Patrás; don Juan dio, con un cañonazo, la señal de prepararse para el ataque y enarboló la bandera de la Liga en el palo mayor de su navío. Un grito cristiano resonó en las olas: ¡Victoria, victoria! Estadística de las fuerzas que iban a chocar: Turcas: 222 galeras, 60 buques, 750 cañones, 34.000 soldados, 13.000 marineros, 41.000 galeotes.

Cristianas: 207 galeras, 30 buques, 6 galeazas, 1.800 cañones, 30.000 soldados, 12.900 marineros, 43.000 remeros.

A mediodía chocan las escuadras: los representantes de Cristo y los secuaces de Alá. Se lucha por las alas y en el centro. Don Juan, con trescientos veteranos, adelanta su nave hacia la del generalísimo turco, que tiene a su lado a 400 jenízaros; el cielo está limpio, el mar en calma asustada; la pelea sigue indecisa. A las cuatro de la tarde cae muerto el gran almirante Alí. Los turcos se desalientan y huyen en retirada. Sobre las aguas del mar; sangre, cadáveres, naves rotas.

Ocho mil turcos perdieron la vida, 10.000 cayeron prisioneros, 50 de sus galeras hundidas, 117 dejaron como botín con sus estandartes y artillería; los vencedores también pagaron tributo: 12 galeras, 7.500 muertos, otros tantos heridos; pero habían vencido. Doce mil esclavos condenados al remo hallaron la libertad; 2.000 eran españoles. La cristiandad respiró a pulmón, lleno. Lepanto fue, como dijo Miguel de Cervantes, que allí luchó mordido por la fiebre y perdió un brazo, “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados y esperan ver los venideros. Pío V, que había estado en constante oración ante el crucifijo y la Virgen del Rosario, supo por revelación la noticia del triunfo y exclamó como el anciano Simeón: Ahora, Señor, dejas ya a tu siervo en paz. La fiesta del Rosario quedará en la Iglesia como recuerdo de la victoria sin par. Y en las letanías se añadirá un piropo: Auxilio de los cristianos ruega por nosotros.

En realidad, Pío V podía morir tranquilo. Consumido por la penitencia y el trabajo, postrado en el lecho del dolor y de la muerte, exclamaba: Señor, aumentad mis dolores, pero aumentad también mi paciencia. El día 1 de mayo de 1572 pasó a la vida bienaventurada. Había muerto un santo. La víspera de su tránsito ordenó que le vistiesen el hábito de su Orden para morir como un simple dominico. Su voluntad era que le diesen sepultura en Bosco, lugar donde nació y pastoreó, como el más humilde de los mortales. Pero Sixto V, que le debía el cardenalato, hizo trasladar sus restos, enterrados provisionalmente en el Vaticano, a un grandioso mausoleo en Santa María la Mayor, donde aún está revestido con vestiduras pontificias y cubierto el cráneo con una mascarilla de plata. A su lado está un libro viejo y usado: el libro de los decretos del concilio Tridentino, que siempre estuvo abierto en su mesa de trabajo. El 22 de mayo de 1712, Clemente XI le canonizó. Hasta San Pío X era San Pío V el último papa elevado a los altares. El humilde pastor de Bosco señaló una etapa nueva en la historia de la Iglesia. Los papas que le sucedieron seguirían sus huellas. Vencida la frivolidad del Renacimiento, la Iglesia ganó prestigio y hermosura, encauzada por el espíritu de Trento, que San Pío V encarnó en su vida y lo irradió a todos los estratos de la grey cristiana.

ALVARO HUERGA, O. P.

Pío V, papa (1504-1572)

La notable familia de los Ghislieri había venido a menos económicamente en los comienzos del siglo XVI. A Pablo y Dominga Augeria les nació un hijo el 17 de enero de 1504, en Bosco Marengo, al norte de Italia; le pusieron el nombre del santo del día  que era san Antonio Abad. Desde pequeño fue pastor por no poder ser clérigo y tener que arrimar el hombro a la economía familiar.

Sabedor de las inclinaciones del muchacho, el Sr. Bastone se ofreció a pagar los gastos para que pudiera entrar en la escuela de los dominicos, cuando también ingresó a su hijo Francesco.

Ingresa en los dominicos de Voghera; a fray Miguel  –es ahora su nuevo nombre–   lo destinaron a Vigevano; en Bolonia cursa los estudios filosóficos y teológicos y aprende santidad allí mismo junto al sepulcro del fundador santo Domingo de Guzmán. Se ordenó sacerdote en Génova en 1528.

Fray Miguel de Alessandría vive pobre, enseña y predica, atiende los oficios divinos y combate a los herejes en Pavía, Alba y Como, donde lo nombraron inquisidor. Camina a pie de un lado a otro poniendo orden entre los nobles y herejes, sin respeto humano, ni miedo a las amenazas del Conde de Alba  –llegó a amenazarle con  arrojarlo a un pozo–, o a los mercaderes que se irritan profundamente cuando les requisa los libros heréticos.

En 1550 está en Roma; hasta allí han llegado las quejas y protestas por la rectitud con la que lleva adelante su encargo inquisitorial; vista la cosa, nadie puede ponerle un pero a su trabajo, que supo llevar con una escrupulosidad ejemplar. El mismo cardenal Caraffa lo reconoció y hasta lo admiró.

Al bueno y recto fray Miguel lo nombraron obispo de Sutri y Nepi el 4 de septiembre de 1556 y Paulo IV lo hizo cardenal de la Iglesia el 15 de marzo de 1575, y luego, Inquisidor General.

Pío IV, Médici de pura cepa, lo despreció, olvidó e ignoró porque varias veces tuvieron un ten con ten en el que el último papa del Renacimiento solía recibir alguna que otra amonestación del cardenal Ghislieri, amante de la pobreza, despegado del mundo y de los honores, recio, y en algunos puntos inflexible.

Contra su voluntad lo eligieron papa el 7 de enero de 1566, por la decisión que tomaron en un agitadísimo cónclave los cardenales Borromeo y Farnesio. Lo pintan de mediana estatura, de ojos pequeños con mirada aguda, y nariz aguileña; lleva como atributos un crucifijo y un rosario.

En el Vaticano se nota que ha dado un giro la Iglesia con su presencia. Despidió a todos los bufones, se mostró enemigo de los abundantes aduladores y generosísimo con los pobres; decía Misa diaria –cosa nada frecuente en aquella época–  impuso austeridad y redobló la oración meditando de modo preferente la Pasión, acompañada por el Rosario; desconfiando de los cardenales, se propuso renovar el Colegio. Se iban corriendo las voces de que el antiguo inquisidor  –ahora papa–  sólo sabía reformar.

Y tenían bastante razón aquellos rumores. Pío V ha decidido poner en marcha los Decretos del Concilio Tridentino; reforma el Breviario y el Misal; publica el Catecismo de Trento, que también se conoce por su nombre; urge la obligación de residencia en sus diócesis para los obispos, les manda la celebración de sínodos anuales, y da ejemplo en Roma realizando las visitas pastorales. El viejo inquisidor frena todo lo que puede la herejía protestante, contando con el saber y la fidelidad de Pedro Canisio, ayudando a los católicos franceses a luchar contra los hugonotes, y adoptando medidas para favorecer la ortodoxia: fomentó las ciencias eclesiásticas, cuidó la universidad de Roma y nombró Doctor de la Iglesia a santo Tomás de Aquino.

Además hay un terrible problema planteado. El turco. A Pío V le preocupa la unidad de la Iglesia, defender y extender la fe. Intenta la unidad de los príncipes y reinos cristianos para dar respuesta al peligro turco; una y mil veces propone formar la Santa Liga y fracasa tanto por sus escasas dotes políticas como por los sobrados intereses políticos de los gobernantes. Por fin, consigue la Triple Alianza entre Venecia, los Estados Pontificios y España para montar una escuadra capaz de presentar batalla a los turcos; los venció en Lepanto y la mandaba Juan de Austria como almirante.

Murió el ilustre piamontés que tuvo un origen tan humilde, el 1 de Mayo de 1572, como simple fraile dominico; deseó morir vestido con el hábito de la Orden. Su voluntad expresa fue que se le enterrara en Bosco, pero  en este punto no le dieron gusto; el papa Sixto V trasladó sus restos a Santa María la Mayor, desde su entierro provisional en el Vaticano.

Al papa de la recuperación moral de la Iglesia  –el que se mostró implacable contra el nepotismo, que excomulgó a Isabel de Inglaterra y eliminó en la práctica el protestantismo en Italia–  lo canonizaron en 1712, aunque hubiera sido tratado de intransigente y duro. Y es que en la Iglesia pasa como en el cuerpo humano; arreglarlo, cuesta. Y a veces es preciso cortar para el bien de la totalidad.