Alumno de San Juan Bosco, nació en Riva de Chieri, provincia de Turín (Italia), el 2 de abril de 1842, y ese mismo día fue bautizado. Su padre era herrero y se llamaba Carlos; su madre, costurera, y tenía por nombre Brígida Agagliate; ambos muy buenos cristianos, deseosos de que sus hijos se educaran en la religión y las letras. Niño superdotado, a los cinco años sabía ayudar a misa y a los siete se le admitió a la primera comunión, a pesar de que la costumbre común no la permitía antes de los doce. De su talento son pruebas los propósitos que tomó ese día: Primero, me confesaré con frecuencia y comulgaré todas las veces que me lo permita el confesor; segundo, santificaré los días de fiesta; tercero, mis amigos serán Jesús y María; cuarto, antes morir que pecar. ¿No son un patrimonio para las juventudes de todos los tiempos? A los doce años su padre se lo presentó a Don Bosco. Este, después de sondearle, le dice: Me parece que hay buena tela. ¿Para qué puede servir esta tela? responde el hijo del herrero y de la costurera. Para hacer un buen traje y regalárselo a Nuestro Señor. Entendido: pues yo soy la tela y usted el sastre: hagamos ese traje. Y así entró Savio en el colegio de Don Bosco, llamado el Oratorio.
A la entrada del despacho vio un letrero que decía: Da mihi animas, cetera tolle. Con el poco latín que ya sabía y la ayuda de Don Bosco, sacó su traducción: Dadme almas y quedaos con lo demás. Comprendo dijo Savio; es un negocio de cielo, no de la tierra; quiero entrar en él. Y con esas disposiciones entró en el colegio.
Poco después oyó una plática en que el director decía a sus alumnos que: Primero, es voluntad de Dios que todos nos hagamos santos; segundo, que como Dios no manda cosas imposibles y, además, ayuda, es fácil hacerse santo, aunque no sea de altar; tercero, que hay grandes premios para quien se hace santo. Esto confirma a Domingo en sus ideas y propósitos. Decidió hacerse santo. Y por primera medida escogió un confesor fijo y director de espíritu, tomándolo al mismo Don Bosco. Tenía una idea un poco errada de la santidad, creyendo que era necesario macerarse el cuerpo a fuerza de ayunos y penitencias. Su confesor y director le enseñó que la esencia de la santidad está en hacer la voluntad de Dios y en servirle con santa alegría. A ciertos reparos del chico, el director le enseñó que la penitencia que de él quería Dios pues que no le dispensaba de ella era: combatir las propias pasiones cuando se desordenen, conservar la paz y alegría de espíritu, sobrellevar con paciencia las molestias del prójimo y las inclemencias y variedades del tiempo, convirtiendo así en virtud voluntaria lo que es necesidad, cumplir alegremente el propio deber y, sobre todo, trabajar por la salud de las almas, ejerciendo apostolado especialmente entre los propios compañeros y en el ambiente en que se vive.
Domingo tomó con todo empeño el desarrollo de este programa de santidad, tan práctico y relativamente tan fácil. Tenía su geniecito: un día que un compañero le gastaba unas bromas demasiado pesadas, Domingo le dio unos arañazos que le hicieron sangre. Quedó tan apesadumbrado, que se propuso refrenarse a costa de cualquier esfuerzo, y lo logró tan perfectamente, que otro día respondió a un bofetón de otro compañero iracundo con estas palabras: Mira, podía otro tanto contigo, pero no lo hago; ahora, no lo hagas con otros compañeros, que te podría ir muy mal.
Tuvo su pequeña crisis. La lucha y las naturales dificultades, la misma edad, le infundieron cierta melancolía. Su sabio director le advirtió que, en medio de la turbación, no se puede oír la voz de Dios; y le repitió la consigna: Serena y constante alegría; perseverar en el cumplimiento de los deberes; empeño en la piedad y el estudio; participar siempre en los recreos de los compañeros, porque también el recreo puede y debe santificarse; hacerles todo el bien que pueda.
Tan bien comprendió la lección, que se consagró en alma y cuerpo al apostolado, tanto en el internado como en el oratorio festivo, del que era catequista, y en las calles y en el colegio a que iba a recibir las clases de bachillerato, pues el oratorio aún no las tenía, empleando acuciosidad, prudencia, amabilidad, celo, sonrisa, servicios de toda clase. Dice Don Bosco que Savio llevaba más almas al confesionario con sus recreos que los predicadores con sus sermones.
Un día dos compañeros del instituto se enfadaron tanto el uno contra el otro, que se desafiaron a muerte: las armas eran piedras, y el campo, la explanada de la ciudadela; la hora, una en que nadie pudiera estorbarlos. Domingo lo supo, los acompañó al campo del honor (¡!) y allí, a riesgo de su propia salud, logró amistarlos y hacerlos confesar.
Savio amó el deporte y practicó el canto. Tenía una voz hermosísima. Fue uno de los solistas del oratorio, en las iglesias y el teatro. No sin razón Su Santidad Pío XII lo ha nombrado patrono y modelo de los Pueri Cantores del mundo entero. En sus cantos ponía la mayor rectitud de intención: agradar sólo a Dios. Un día que había cantado un solo en la catedral y recibido muchas felicitaciones, le sorprendieron llorando. Preguntado por la causa, respondió: Mientras cantaba, sentía cierta complacencia; ahora me felicitan...; así pierdo todo el mérito. En la clase se distinguió siempre entre los primeros, siendo esto parte del buen ejemplo que daba a sus compañeros. Sabía que cada minuto de tiempo es un, tesoro.
La caridad entre sus compañeros la practicó de mil maneras: ayudándoles en los estudios y trabajos, avisándoles de sus defectos e irregularidades para evitarles castigos, socorriéndoles en las necesidades, dándoles buenos consejos, consolándoles, intercediendo por ellos y hasta prestándose a sufrir castigos por ellos. En un invierno muy crudo, regaló a un compañero sus guantes, aunque él mismo tenía sabañones. Durante una epidemia de cólera morbo, que azotó la ciudad, se prestó, con otros compañeros, a servir a los apestados.
No podía oír una palabra malsonante y mucho menos una blasfemia sin repararla con una jaculatoria, y frecuentemente avisando al mal hablado; y lo hacía con tanta gracia y caridad, que, lejos de llevárselo a mal, se esforzaban por enmendarse. Cierta vez que compañeros malos llevaron una sucia revista y los chicos se entretenían mirándola, Savio se la arrancó de las manos y la hizo mil pedazos, afeándoles su malsana curiosidad. Otra vez que un corifeo de las sectas trataba de sembrar sus perversas doctrinas entre los chicos, Savio lo apostrofó, y como no se alejara, le quitó todos los oyentes. No tenía el menor respeto humano; al contrario, era valiente y franco en la profesión de la fe, en la práctica de la oración y en el cumplimiento exacto de todos los deberes del buen cristiano.
Secundó a su maestro en practicar y difundir la más tierna y práctica devoción a María Santísima y a Jesús Sacramentado. En los días en que Roma se preparaba para la definición del dogma de la Inmaculada Concepción, vibraba de entusiasmo, se preparó a la novena con la confesión general y el día de la fiesta estuvo rumiando en su interior algo especial para honrar a su dulce Madre y Señora. Don Bosco vino en su ayuda y así instituyó y perfiló esa admirable Compañía de la Inmaculada, que pervive en todos los colegios y escuelas salesianas, haciendo un bien incalculable, y cuyo principal objetivo es santificar a sus socios mediante la exactitud en los deberes, el culto a la Santísima Virgen y a la Eucaristía, y el ejercicio activo del celo apostólico. Cuando rezaba el Angelus y el Rosario parecía un ángel.
¿Y qué decir de su amor a Jesús Sacramentado? Apenas despertaba, su corazón volaba al sagrario. Oía la santa misa como si asistiera a la última Cena y a la muerte del Señor en el Calvario. Era feliz cuando podía ayudarla. Ya a los pocos meses de estar en el oratorio su director le dio permiso de comulgar diariamente y hacíalo como pudieran los serafines. Durante el día, y especialmente durante los recreos, hacía frecuentes visitas al Prisionero del altar, ya solo, ya acompañado de muchos condiscípulos.
Fiel alumno de Don Bosco, otra de sus grandes devociones era la de el Papa. Lo amaba ternísimamente, viendo en él al vicario y representante de Jesús. Oraba por él, hablaba de él, narraba sus hechos, secundaba, como podía, sus disposiciones y deseos. Antes de morir, le dio a su director el encargo de saludar al Papa y contarle una visión que había tenido, en la cual le había visto portando el Santísimo a través de un país nebuloso, el cual se iluminaba a medida que avanzaba; y que ese país era Inglaterra.
Nuestro Señor premió, tanto amor con gracias y carismas singulares. Un día, durante la misa, después de comulgar, quedó en éxtasis hasta las dos de la tarde, en que Don Bosco lo sorprendió detrás del altar mayor elevado del suelo y con la mirada fija en la parte que daba al tabernáculo. Despertado, preguntó si ya había terminado la misa. Las dulzuras que en estos raptos disfrutaba no se pueden expresar con palabras.
En sus visitas y en sus comuniones recibía, a veces, mensajes para el Papa, las autoridades, el mismo Don Bosco. Un día, durante el cólera, le sacó urgentemente de su despacho y lo llevó a través de unas callejas, hasta una buhardilla, donde, sin que nadie se hubiera dado cuenta, agonizaba una enferma, la cual así pudo ser asistida en su muerte. Preguntado cómo lo había sabido, miró indefiniblemente a su director y se echó a llorar. Este respetó su silencio.
De pronto, una enfermedad misteriosa empezó a minar su salud. Consultado el médico, que era una celebridad, Tomás Vallauri, diagnosticó: A esta perla de muchacho, tres limas le están royendo contemporáneamente las fuerzas vitales: la precocidad de su inteligencia, la debilidad causada por su rápido crecimiento y la tensión de espíritu. Esta provenía de su intensa aplicación al estudio pues deseaba ser un sacerdote sabio y santo, de la diligencia permanente de excogitar medios de ayudar a sus compañeros y salvar almas, especialmente en las misiones, y el fervor en la oración mental, que había llegado ya a ser contemplación.
En la enfermería ayudaba al enfermero a servir a los otros enfermos.
A pesar de sus deseos de morir en el oratorio, como todos, incluso los médicos, tenían esperanza de que los aires nativos y el reposo le devolvieran la salud, tuvo que marchar a Mondonio, hermoso pueblecito en las rientes colinas del Monferrato. Los primeros días hubo alivio. Según costumbre de entonces, para curar la pulmonía, se le practicaron diez sangrías, que él miraba con la sonrisa en los labios y la alegría en el corazón: se unía a su Jesús.
Sintiendo acercarse la muerte, pidió los santos sacramentos, y luego a su padre que le rezara las letanías de la buena muerte, como se hace en el oratorio, y poco antes de terminarlas, abrió los ojos, levantó las manos y dijo: ¡Qué cosas hermosas estoy viendo! ¡La Santísima Virgen viene a llevarme! ¡Adiós, papá! ¡Valor!. Y así expiró. Era el 9 de marzo de 1857. Poco después se apareció a su padre y a Don Bosco, radiante de gloria y al frente de una multitud de niños y de personas mayores. Pío XI lo declaró Venerable en 1938; Pío XII lo elevó al honor de los altares como Beato el 1 de junio de 1950 y como Santo el 12 y 13 de junio de 1954.
Cuatro aspirantes de Acción Católica han hecho de él esta semblanza: 1) Fue siempre el primero en todo, por amor de Cristo Rey; 2) Vivió de Jesús; 3) Entregó su corazón a la Virgen; 4) Fue alegremente obediente; 5) Fue heroicamente leal; 6) Fue eucarísticamente puro; 7) Fue siempre alegre; 8) Fue apóstol; 9) Amó al Papa; 10) Amó a la patria.
RODOLFO FIERRO, S. D. B.
Uno de los santos más jóvenes; cuando lo canonizaron era el farolillo rojo, el más benjamín de todos; sólo tenía 15 años y llevaba acumulado tal montón de obras virtuosas que, después de conocido su minucioso proceso de canonización, no se dudó en proclamarlo como ejemplo para la Cristiandad.
Nació en Riva de Chieri, provincia de Turín (Italia), el 2 de abril de 1842 y sin que fuera una premonición, lo bautizaron ese mismo día, cosa bastante frecuente en su época y mucho más laudable que la del retraso inoportuno que priva injustamente a la criatura nacida del don de la gracia santificante y de la inhabitación del Espíritu Santo.
Hijo de Pedro el herrero y de Brígida la costurera.
A los cinco años ayudaba a misa –entonces las respuestas eran en latín y se precisaba una mínima estatura y fuerzas físicas para poder superar el obstáculo de llegar al altar y tomar a pulso el pesado atril con el aún más pesado libro de misa que leía el sacerdote–; y a los siete se le admitió a la Comunión primera que no necesitaba tanta parafernalia como la que se le ha empalmado hoy.
No puede pensarse con ligereza aquello de la buena preparación que ose justificar otro de los retrasos tan neciamente hoy aplaudidos. Sus propósitos del día de la primera Comunión fueron: «primero, me confesaré con frecuencia y comulgaré todas las veces que me lo permita el confesor; segundo, santificaré los días de fiesta; tercero, mis amigos serán Jesús y María; cuarto, antes morir que pecar».
Con doce años conoció a Don Bosco y este encuentro fue decisivo en los planes de la Providencia para que en poquísimo tiempo diera el do de pecho en la escala de la santidad. Vio el experimentado santo turinés en aquel muchacho una buena tela para hacer un traje a Jesús, y así lo dijo en voz alta. El chico le respondió: «De acuerdo; yo soy la tela y usted el sastre; hagamos ese traje» Y bien que salió.
Negocios del cielo. Nada extraordinario. Fácil, y más que fácil. Cuando el chico pensó en penitencias y ayunos, que era lo que había escuchado que hacían los santos venerados por la piedad cristiana, su amigo mayor y director lo descalificó diciéndole que «la esencia de la santidad está en hacer la voluntad de Dios y en servirle con santa alegría». Primera lección bien aprendida: se trataba sólo de convertir lo necesario en virtud voluntaria. No había que hacer nada especial: cumplir la obligación diaria, preocuparse de acercar a Dios a los demás y ser ejemplar en el ambiente en que se vive; eso sí, hacer lo que se hace por amor a Jesucristo.
Como tenía su genio, debió aprender a perdonar los arañazos y empujones de los compañeros y hasta sus bofetadas, que de todo había; necesitó poner más empeño tanto en el estudio como en la piedad; no era tan fácil dedicar parte del tiempo libre a ocuparse de las necesidades de los demás. Y tuvo sus crisis, que solucionó Don Bosco animándole a «perseverar en el cumplimiento de los deberes». Con ese empeño se hizo catequista de los que sabían menos que él, dio sus guantes en aquel invierno tan crudo a pesar de tener sabañones, medió entre peleones, rompió revistas sucias, corrigió sin respeto humano malas lenguas, ayudó en estudios y trabajos a los colegas, y llegó a comentar de él Don Bosco que, entre deporte y deporte y cantando en el coro, «llevaba con su sonrisa en los recreos más chicos al confesonario que los predicadores con sus sermones». Esa preocupación de servir a los demás la demostró abundantemente en la ayuda prestada a los apestados durante la epidemia de cólera morbo que azotó a la ciudad.
¿Devociones? A Jesús Sacramentado y a la Virgen Santísima; siempre unidos. De ahí sacaba el buen humor y la fuerza para no ser el repelente autoengreído con aires de mayor que se dedica a dar lecciones a los iguales; las escapadas al Sagrario y el deseo de agradar a la dulce Madre y Señora –en aquellos días se preparaba la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción– le proporcionaban el clima de naturalidad y simpatía si llamaba la atención con delicadeza, o si había que dar la cara por los amigos hasta estar dispuesto a sufrir el castigo que otro merecía.
Algún carisma o gracia especial tuvo. Un día se extasió después de la comunión; estuvo suspendido en el aire hasta la hora de comer; cuando lo despertó Don Bosco, preguntó si ya había terminado la misa.
La enfermedad se presentó rápida e hizo su labor. La eminencia médica que lo trataba hizo lo que pudo, pero no fue mucho. En la enfermería ayudó al enfermero en su trabajo con los demás enfermos, pero su pulmonía no mejoraba. Supo que no llegaría a ser sacerdote, como quería. Pidió los sacramentos, los recibió, dijo que la Virgen venía a por él y se murió. Fue el día 9 de marzo de 1857.
Lo canonizó Pío XII en junio del 1954.
¡A ver si la gente chica se decide algo más a imitarle!