La Escritura nos presenta, en la introducción de un libro maravilloso, la figura de Job sufriendo, protagonista del dolor. Son dos capítulos breves en que, con rapidez estilizada, va bajando los escalones de la privación y el sufrimiento hasta la hondura del dolor.
Primero pierde la hacienda: bueyes y asnos, corderos y camellos, siervos. Después pierde los hijos. Después la salud. Y así queda, llagado de pies a cabeza, tendido sobre la ceniza, rascándose las úlceras con una tejuela, mientras su mujer le escarnece: ¿Aún te aferras a tu integridad? ¡Maldice a Dios y muérete!.
La resignación de Job está concentrada en un par de frases sobrias y robustas. Cuando pierde hacienda e hijos exclama: "Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo tornaré allá; Yahvé lo dio, Yahvé lo tomó, bendito el nombre de Yahvé. A su mujer que le escarnece responde: Bienes recibimos de parte de Yahvé; los males ¿no los recibiremos?". En ambas ocasiones comenta el autor sacro: En todo esto no pecó Job.
Aquí tenemos a Job sufriente y sufrido, parco en palabras, íntegro en someterse a Dios. Por encima de esa figura humana suena la voz de Dios en su consejo: ¿Has reparado en mi siervo Job, que no hay como él en la tierra; hombre íntegro y recto, temeroso de Dios, alejado del mal?.
Muchos cristianos han mirado con estupor esa figura ejemplar, han escuchado el comentario divino como una canonización inapelable; después han cerrado el libro. Exactamente después de un capítulo y diez versículos. Y así no se han enterado de que Job, sujeto paciente del comienzo, se convierte muy pronto en el protagonista de un colosal debate, en el que se plantea y discute el eterno problema del dolor humano y la justicia divina.
Tres amigos de Job, los sabios Elifaz, Bildad y Sofar, vinieron a consolarle. Desde lejos alzaron los ojos y no le reconocieron. Rasgaron sus vestiduras, esparcieron ceniza sobre sus cabezas, se sentaron junto a él siete días y siete noches, sin hablar palabra, porque era extremado su dolor.
Rompió el silencio Job, para gritar patéticamente su dolor: Perezca el día en que nací, la noche en que se dijo: ha sido concebido un varón. No brille sobre él un rayo de luz, sea noche de soledad, no haya en ella regocijos. Espere la luz y no venga, no vea el parpadeo de la aurora. ¿Por qué no expiré en el seno, salido del vientre no perecí? Ahora reposaría, descansaría en paz; como aborto secreto no existiría, como las criaturas que no vieron la luz. Son mi comida los suspiros, se derraman como agua mis rugidos.
Este clamor lírico de Job pone en marcha el diálogo: por turno riguroso arguyen los amigos y responde Job; el turno gira tres veces. Siempre en torno al problema, girando, repitiendo, insistiendo; siempre a la misma distancia intelectual, sin llegar a la solución. El problema consiste en conciliar la justicia divina con el dolor del hombre. Elifaz, Bildad y Sofar tienen una solución bien simple, resumible en dos silogismos: Dios es justo; si Dios castiga es que el hombre ha pecado. Es decir, los tres amigos entienden el dolor como castigo; la consecuencia irremediable es que Job ha pecado. Para defender a Dios condenan al siervo de Dios. Y hasta pretenden convertirle y hacerle reconocer sus pecados personales.
La solución opuesta, la solución del impío, es también simple: el hombre sufre sin ser culpable, luego Dios no es justo, luego Dios no existe. Es decir, para justificar al hombre, condenan a Dios. Solución algo parecida a las palabras despechadas de la mujer de Job.
Pero Job no acepta ninguno de los dos extremos. De manera confusa entrevé una tercera vía que conduce a la solución, y no sabe cómo caminarla. Por eso afirma una y otra vez las dos justicias: la de Dios y la suya propia. No basta argüir que todos los hombres son pecadores, pues Job considera su dolor desproporcionado como castigo. Los interlocutores quieren defender a Dios, pero lo hacen con argumentos ineficaces o repiten que Dios castiga al malvado, o insisten en que Job es pecador. Job refuta vigorosamente tales argumentos: que muchos malvados disfrutan de la vida lo prueba la experiencia; mientras él escucha a su conciencia que le justifica. Por eso pide un juez imparcial y libertad para argüir; en tales condiciones espera victoria segura. Pero no encuentra ese juez supremo, porque Dios mismo le ha herido. Y, sin embargo, por encima de Dios que le hiere espera en Dios que le salvará.
Ya no es la carne, es el espíritu de Job quien parece rasgarse por la tensión de ideas contrarias. Audazmente, paradójicamente, parece apelar a Dios contra Dios, con una oscura y definitiva confianza.
Tanto los argumentos fútiles y tradicionales de los tres sabios como las reclamaciones de Job piden una intervención divina que aporte la verdadera solución. Ya por el prólogo sabíamos que esa tercera vía, que busca Job a tientas, existe: que el dolor no sólo es castigo, sino también prueba. Esto lo sabíamos, porque el autor nos descubrió el fondo de los sucesos en un rapto celeste. Pero Job, ignora tales razones, y más aún sus amigos. Dios acepta la apelación y baja a responder al hombre; no sólo al hombre Job, sino a todos los hombres dolientes que interrogan en la persona de Job.
Al final del largo debate la actitud de Job se asemeja a la resignación inicial; sólo que ahora su actitud es más profunda y rica. Al principio era una resignación muda, de quien no piensa y acepta. Ahora es la aceptación consciente de quien ha meditado largamente sobre el problema sin hallar por sus medios la solución.
Al final Dios restituye a su siervo; le acrecentó hasta el duplo sus posesiones, le dio hijos e hijas, le alargó los días. Así nos enseña a todos que el dolor no es el destino definitivo del hombre. Sin formularlo, la acción de Dios significa una respuesta. Job había dicho: Si recibimos bienes de Dios, ¿por qué no aceptar los males?. Dios responde implícitamente: Porque aceptó los males le duplico los bienes.
Así Job, protagonista del dolor resignado y del debate ardiente, concluye como protagonista del premio. Consolando a todos los hombres dolientes que sufren con resignación y esperan recibir, no el doble, sino el ciento por uno.
LUIS ALONSO SCHOEKEL, S. I.