El doce de mayo se celebra también la fiesta de San Pancracio, un jovencito romano de sólo 14 años, que fue martirizado por declarase creyente y partidario de Nuestro Señor Jesucristo.
Dicen que su padre murió martirizado y que la mamá recogió en unos algodones un poco de la sangre del mártir y la guardó en un relicario de oro, y le dijo al niño: Este relicario lo llevarás colgado al cuello, cuando demuestres que eres tan valiente como lo fue tu padre.
Un día Pancracio volvió de la escuela muy golpeado pero muy contento. La mamá le preguntó la causa de aquellas heridas y de la alegría que mostraba, y el jovencito le respondió: Es que en la escuela me declaré seguidor de Jesucristo y todos esos paganos me golpearon para que abandonara mi religión. Pero yo deseo que de mí se pueda decir lo que el Libro Santo afirma de los apóstoles: En su corazón había una gran alegría, por haber podido sufrir humillaciones por amor a Jesucristo. (Hechos 6,41).
Al oír esto la buena mamá tomó en sus manos el relicario con la sangre del padre martirizado, y colgándolo al cuello de su hijo exclamó emocionada: Muy bien: ya eres digno seguidor de tu valiente padre.
Como Pancracio continuaba afirmando que él creía en la divinidad de Cristo y que deseaba ser siempre su seguidor y amigo, las autoridades paganas lo llevaron a la cárcel y lo condenaron y decretaron pena de muerte contra él. Cuando lo llevaban hacia el sitio de su martirio (en la vía Aurelia, a dos kilómetros de Roma) varios enviados del gobierno llegaron a ofrecerle grandes premios y muchas ayudas para el futuro si dejaba de decir que Cristo es Dios. El valiente joven proclamó con toda la valentía que él quería ser creyente en Cristo hasta el último momento de su vida. Entonces para obligarlo a desistir de sus creencias empezaron a azotarlo ferozmente mientras lo llevaban hacia el lugar donde lo iban a martirizar, pero mientras más lo azotaban, más fuertemente proclamaba él que Jesús es el Redentor del mundo. Varias personas al contemplar este maravilloso ejemplo de valentía se convirtieron al cristianismo.
Al llegar al sitio determinado, Pancracio dio las gracias a los verdugos por que le permitían ir tan pronto a encontrarse con Nuestro Señor Jesucristo, en el cielo, e invitó a todos los allí presentes a creer siempre en Jesucristo a pesar de todas las contrariedades y de todos los peligros. De muy buena voluntad se arrodilló y colocó su cabeza en el sitio donde iba a recibir el hachazo del verdugo y más parecía sentirse contento que temeroso al ofrecer su sangre y su vida por proclamar su fidelidad a la verdadera religión.
Allí en Roma se levantó un templo en honor de San Pancracio y por muchos siglos las muchedumbres han ido a venerar y admirar en ese templo el glorioso ejemplo de un valeroso muchacho de 14 años, que supo ofrecer su sangre y su vida por demostrar su fe en Dios y su amor por Jesucristo.
San Pancracio: ruégale a Dios por nuestra juventud que tiene tantos peligros de perder su fe y sus buenas costumbres.
La antiquísima devoción que su martirio suscitó en la antigüedad no ha perdido tensión ni fuerza hasta hoy.
Nos queda la pena de no poder recibir sin condiciones lo que nos relatan las actas tardías sobre el martirio de Pancracio. En realidad, plasman al pie de la letra el esquema común una y otra vez relatado. Cuando se inicia el juicio, se relata la primera actitud del juez que adopta un tono paternal, confiando sin duda en que el asunto se resuelva por las buenas; incluso se escuchan de su boca promesas llenas de posibilidades para el futuro –justo las que no se le hubieran hecho al muchacho en circunstancias normales, es decir, sin que le hubieran denunciado y hecho preso–. Probablemente nunca se hubieran cumplido ni siquiera en el caso de que la apostasía se hubiera tenido lugar; pero quien escribió las actas quería no sólo dejar testimonio del hecho martirial; también intentaba animar al lector y a los posibles oyentes a que se removieran en su interior y mejoraran su vida cristiana con el ejemplo de Pancracio. Ante la negativa firme y resuelta del chico, se pasa a la segunda fase consistente en amenazas expresadas por el juez; a ellas responde Pancracio con una exaltación de fe; se dirá enfáticamente que confía sólo en Dios, que le ama sobre todo, y que le premiará en la otra vida lo mismo que en ella castigará a quien le rechaza con pertinacia. Como el juez se ve a sí mismo impotente –y hasta ofendido– por las respuestas, no le queda más remedio que dictar la sentencia condenatoria para salvar su dignidad y quedar libre del más espantoso ridículo.
Hecha esta premisa, se dice que Pancracio había nacido en Synada, ciudad de Frigia; quedó huérfano pronto y se encargó de él un tío por parte de padre que se llamaba Dionisio. Se fueron a Roma y van a encontrar casa junto a la que vivía refugiado el papa Marcelino por la persecución que Diocleciano había levantado contra los discípulos de Jesús. Tan atraídos y hechizados se sintieron los dos extranjeros de la bondad y dulzura de Marcelino que le pidieron el bautismo, asumiendo los riesgos que comportaba en aquellos momentos tan difíciles. Dionisio murió y a los pocos días apresaron a Pancracio que podía contar unos catorce años más o menos. También murió mártir, con la cabeza cortada.
Tan grande fue el impacto de la muerte del joven Pancracio, martirizado cuando sólo se abría a la vida –quizá esa sea la razón de por qué los pasteleros lo eligieron como patrón–, que no hubo reparo para darle culto junto a los celebérrimos mártires Nereo, Aquiles y Flavia Domitila. Su sepulcro de conserva en las catacumbas de la Vía Aurelia de Roma.
Vendrá bien aquí alabar las bondades –reivindicar los derechos– de los jóvenes, porque bien demostrado queda con Pancracio que a los catorce años algunos pueden llegar a la madurez, fidelidad querida y aceptada hasta la muerte. Es equivocación identificar senectud con madurez y juventud con irresponsabilidad. Demuestra la vida que no siempre van de la mano la ancianidad con la entrega; hay casos en los que el viejo está retorcido en sí, lleno de egoísmos, hecho un calculador. Y también la historia testifica la existencia de jóvenes que saben salir de sí, deseosos de volar con ilusiones a estrenar y mirando al mundo de frente; sí, de esa manera que a tanto «sesudo» le da miedo, atreviéndose a llamar a la audacia temeridad, porque hay alguien que se arroja en el brazo de Dios, jugando su vida a una carta, la carta de amor. Rotundamente sí, Pancracio es un aviso al navegante que tiene la manía de llamarse a sí mismo «prudente».