Miguel Garikoitz nació en Ibarre, villorrio del país vasco-francés, el 15 de abril de 1797. La Revolución Francesa estaba en su apogeo. La religión era perseguida. Los sacerdotes escaseaban y tenían que actuar en la clandestinidad. Ello explica que, con ser sus padres excelentes cristianos, tuviera Miguel seis meses cuando recibió el santo bautismo. Por cierto que, al sentir correr sobre su frente el agua bautismal, la criatura, en un arrebato de cólera, arrancó una hoja del ritual. Reacción instintiva de su temperamento de cántabro, fogoso y violento.
Otras tendrá en su niñez menos inconscientes. Con la misma mano robará un paquete de agujas a un baratillero y le arrebatará a su hermanito una hermosa manzana; en otra ocasión sus puños le servirán de arma terrible, y nada menos que contra el maestro del barrio; éste era partidario de la letra con sangre entra. Un día los alumnos se confabulan, Miguel los capitanea: el plan era caer todos a la vez sobre el dómine, a última hora los demás se zafan y dejan solo a Miguel; nuestro héroe no retrocede; se abalanza sobre la víctima y venga cumplidamente a sus compañeros.
Por lo demás, Miguel era un buen muchacho. Pero esas intemperancias encerraban su peligro; había que cortarlas. Afortunadamente tenía a su lado una madre que, para corregirlo, le llevaba a la cocina y, enseñándole las llamas voraces del hogar, le decía: Mira, Miguel: en un fuego mucho más terrible serán castigados los niños que roban y abusan de su fuerza. Miguel escarmentó. Más tarde llegaría a decir: Sin mi santa madre reconozco que hubiera terminado por ser un malvado. Sin su madre y sin la gracia de Dios, que le trabajaba a fondo y le iba modelando un alma grande, un alma eucarística y sacerdotal.
Recibió la primera comunión a los catorce años; pero para los tiempos que corrían, muy marcados de resabios jansenistas, fue una comunión precoz, y, para Miguel, una nueva victoria, ganada a fuerza de piedad y de formación religiosa.
La batalla por el sacerdocio sería más dura aún. La pobreza de sus padres, impotentes para costearle los estudios, Miguel la venció alternando las clases con el servicio doméstico, primero en la rectoría de Saint Palais, más adelante en el palacio episcopal de Bayona. y, siempre, robando horas a la noche para estudiar. Sudó, se quemó las cejas, pero pudo con la maraña de la frase latina y pronto alcanzó a los seminaristas más aventajados. Y, en el trasfondo de su ascensión al altar, su lucha heroica por la santidad. El testimonio de sus condiscípulos es explícito. Miguel —dice uno— no es un santo por hacer: es un santo hecho y derecho. Para todos nosotros —añade otro— Miguel era nuestro San Luis Gonzaga".
El 20 de diciembre de 1823 Miguel se ordenaba de sacerdote. Su primer destino, coadjutor, en Cambó, de un párroco anciano y tullido, esto es, coadjutor en funciones de párroco, pero sin la categoría de tal. La situación ideal para el celo y la humildad de Garikoitz. En seguida pone manos a la obra. Habla desde el púlpito y en el confesonario; pero de forma que su dirección espiritual se integre en su predicación. Un ejemplo de su táctica: se guarda muy bien de fulminar desde el púlpito contra el abuso inveterado del baile; se contenta con prevenir contra los peligros próximos de pecado, y, en el confesonario, ataca el mal con las razones directas que las conciencias exigen. Catequiza a los niños, asiste a los enfermos, y, si es preciso, sale precipitadamente de la iglesia, revestido de sobrepelliz, monta a caballo y se lanza como una exhalación, barranco abajo, en auxilio de un accidentado.
Su celo le inspira intuiciones audaces y proféticas; fomenta la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, impulsa las almas a la comunión frecuente, así lucha contra la frialdad del jansenismo. Pero no es éste el único enemigo. Hay en la parroquia cierto librepensador de tipo volteriano que, solapadamente, se entrega a una Iabor de zapa y pretende desacreditar la religión. Miguel Garikoitz estudia el caso, reza, se macera, prepara su requisitoria y acude, en secreto, a la guarida del lobo vestido con pieles de cordero, lo desenmascara y... lo convierte. Hubo quien trató de malquistar al párroco con su coadjutor, tachando a éste de prepotente. No cabía especie más burda. Todas las mañanas Miguel acompañaba al venerable anciano a la iglesia y le ayudaba con la fuerza de sus brazos a subir las gradas del altar.
Va a comenzar el curso 1825-1826 en el Seminario Mayor de Betharram. Al lado del superior hace falta un prefecto de estudios y un director espiritual. El señor obispo no vacila. El abate Garikoitz es el hombre de las situaciones delicadas. Ya lo tenemos en Betharram con toda la carga abrumadora de la responsabilidad, pero, una vez más, sin el cargo. Miguel está en su elemento. Como por arte de magia, la obra recibe empuje y altura. Los seminaristas estudian, aprenden, se forman, se santifican.
Es que el nuevo prefecto exhorta, censura, orienta; pero, sobre todo, vive su vida sacerdotal con una convicción y una ejemplaridad que arrastran. En esto muere el superior. Garikoitz, a fuerza de obedecer, ha aprendido a mandar. El obispo le nombra rector. A los pocos meses surge una situación nueva. El filosofado es trasladado a Bayona; el nuevo rector sigue con los teólogos; uno tras otro, éstos se van ordenando y, a fines de 1833, Miguel queda con un solo compañero de armas, constituido, como él decía, "superior de las cuatro paredes de un vasto edificio". Es la hora de Dios.
De tiempo atrás, a la vista de las necesidad de la Iglesia, viene Miguel acariciando la idea de asociarse unos compañeros y formar con ellos un equipo de misioneros, un escuadrón volante dispuesto a acudir, a la menor señal de obispos y párrocos, a cualquier punto donde las almas necesiten su ayuda. No deja de ser extraña esta iniciativa en un hombre que, como se ha visto, gusta de puestos subalternos. Miguel ha sido siempre el hombre de la obediencia. Para que ahora esté madurando el proyecto de fundación de una Comunidad ha tenido que oír en su alma la voz imperiosa del mismo Dios. Así es, en efecto.
En unos ejercicios espirituales de treinta días, practicados en Toulouse, el padre jesuita con quien ha consultado el caso ha sido terminante: Dios os quiere más que jesuita; seguiréis vuestra primera inspiración; seréis padre de una familia religiosa hermana de la nuestra.
Los treinta años que le quedan de vida Miguel los dedicará a la gestación y alumbramiento de la Congregación de los Sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús, hija de su alma grande. Esa obra será el signo de su vida, pero será también el drama que revelará la plenitud de su santidad, el heroísmo de su obediencia.
La idea de Miguel era dotar a su Congregación de la solidez y estabilidad de unas reglas canónicas centradas en los tres votos de religión perpetuos y en el refrendo de la correspondiente aprobación de Roma; quería darle los fundamentos de una obra que aspira a perdurar y la libertad de movimientos que necesita el celo de un apóstol. Pero, precisamente, el obispo de Bayona, su superior jerárquico, porque apreciaba en su justo valor la capacidad apostólica del santo de Betharram, porque le amaba como al mejor de sus hijos, lo quería para sí solo, para su diócesis, y veía que, al pasar a depender de Roma, ya no podría manejarlo a su voluntad. Contradicción aparente que Miguel resolvió a lo santo.
Enamorado de la obediencia, no se enfrentó con la autoridad legítima inmediata, no recurrió a Roma; adoptó las Constituciones episcopales, insuficientes para su deseo de perfección, en el rigor de su letra, pero supo extraer de ellas el espíritu que vivifica, lo asimiló y lo infundió en sus hijos, haciendo de ellos unos religiosos de cuerpo entero, dispuestos a las mayores empresas apostólicas.
El trabajo no faltaba. Predicación popular en villas y aldeas; educación de la juventud en colegios y escuelas; redención de la clase obrera en talleres y granjas agrícolas, abrían campo dilatado a misioneros y educadores. Miguel lo dirigía todo, a todas partes acudía, y todo salía bien gracias a sus dotes de organizador: voluntad enérgica y perseverante, juicio recto y certero, sencillez y nobleza de modales, bondad y firmeza en el trato. Pronto echó de ver el prelado que con aquellos hombres de Dios se podía contar. Casualmente buscaba un grupo aguerrido de misioneros que enviar a la República Argentina, donde los vascos emigrados a las riberas del Plata los necesitaban para conservar la fe de sus mayores. Miguel Garikoitz fue requerido. No vaciló. Los suyos tampoco, y allá emigraron también los primeros betharramitas.
Con santa envidia los vio marchar el padre Garikoitz; él tenía que permanecer en Betharram, dedicado a consolidar su obra, a darle, sobre todo, una estructura espiritual que le asegurara una vitalidad robusta a prueba de cualquier contingencia, ya fuera ésa la muerte del fundador. Mientras vive él su santidad se basta para guiar la nave por derrotero seguro; para las generaciones venideras el fundador lega a su familia la luz de sus consignas. No es que San Miguel haya forjado una espiritualidad nueva.
Su doctrina es la clásica que ha hecho a los santos, pero bien se puede decir que ha dejado impreso en ella un sello personal que la caracteriza. Su lema fue la voluntad de Dios; pero Miguel Garikoitz quiere que esta Voluntad Santa se cumpla con aquellas disposiciones que adornaron al Corazón de Jesús y al de su Madre en el misterio de la Encarnación.
El Ecce venio del Corazón de Cristo y el Ecce ancilla de María enardecían a Miguel. En esos dos gritos del corazón recogía él la voz auténtica de la obediencia perfecta: Obediencia pronta, generosa; obediencia, sobre todo, de amor; la obediencia que él practicó en grado heroico, pues murió sin ver a su familia espiritual libre de la tutela del obispo.
Por abrumador que fuese el trabajo que le imponían la fundación del nuevo Instituto y la formación de sus hijos, el celo incansable que le devoraba le dio arrestos para consagrarse a la santificación de otras muchas almas. Durante treinta años dedicó varias horas diarias a la dirección espiritual del noviciado que las Hijas de la Cruz tenían a corta distancia de Betharram. En el mismo Betharram su confesonario se veía asediado, su fama de santo atraía lo mismo a los pecadores y descreídos que a las almas virtuosas; a todos acogía con una paciencia y un celo dignos del santo Cura de Ars.
En esa labor oscura y agotadora, no menos que en su copiosa correspondencia, brillaban siempre sus dotes de auténtico maestro de espíritu y, no pocas veces, los carismas de su penetración de conciencias y de su visión profética. Con firmeza y suavidad inculcó a las almas las devociones básicas del cristianismo, la cruz y la Santísima Virgen. ¡Que bien le vino el tener por centro geográfico de su vida sacerdotal el maravilloso paraje de Betharram, antiquísimo santuario dedicado a Nuestra Señora del Bello Ramo, que eso significa Betharram, y, a la vez, venerado Vía Crucis, cuyas estaciones van escalando la sombreada colina que cobija la capilla mariana! ¡Y qué bien trabajó nuestro Santo por la cruz y por María! Su devoción, perfectamente armonizada con un gusto artístico depurado, nos ha legado dos obras maestras del gran artista Renoir: una Madonnede mármol blanco, con el Niño Jesús, que desde su retablo sonríe al peregrino, y los templetes del Calvario, que, cual estuches primorosos, engastan los bajorrelieves patéticos de las escenas de la Pasión.
Miguel acaba de cumplir sesenta y seis años. El trabajo, las austeridades, las pruebas habían ido barrenando su organismo de acero, pero seguía infatigable su labor. Tuvo que venir el Señor a imponerle el descanso. Una madrugada le dio un acceso de tos violenta en extremo. Acuden los padres de la Comunidad, el enfermo se confiesa, recibe la extremaunción y, pronunciando las primeras palabras del Miserere, entrega su alma a Dios. Era el alborear de la Ascensión, 14 de mayo de 1863. Ochenta y cuatro años más tarde el papa Pío XII le inscribió en el Catálogo de los Santos.
JULIÁN ALCORTA, S. C. J.