Se nos permitirá comenzar con un recuerdo personal. El 16 de abril de 1938 acudimos a la sacristía de la iglesia romana de Gesú algunos devotos del Santo, enterados de la posibilidad de contemplar de cerca las reliquias de Bobola, cuyo nombre iba a inscribirse al día siguiente en el catálogo de los santos, siendo solemnemente canonizado por Pío XI.
Pudimos, en efecto, contemplar y venerar el cuerpo casi momificado del Santo, fijándonos en especial en las señales exteriores de las numerosísimas heridas que le infligieron sus verdugos, y que aún eran perceptibles a pesar de no tener el cuerpo la frescura de los primeros decenios posteriores a su martirio.
Al día siguiente acudimos a San Pedro, donde grandes grupos de polacos aclamaban a su nuevo Patrón, mientras que el Papa, en su breve y densa homilía, recordaba al cazador de almas, al que gustaba decir: Hacer y padecer grandes cosas es lo cristiano, al mártir de la unidad eclesiástica. Con él fue canonizado un italiano, San Juan Leonardi, y un español, San Salvador de Horta.
Ya que hemos comenzado hablando de su cuerpo, recordemos el episodio de su hallazgo, también significativo.
Los polacos habían, podido recuperar Janow poco después del sacrificio de Bobola, mientras que los cosacos que le martirizaron se daban a la fuga abandonando el cadáver. Los católicos le llevaron a Pinsk y le enterraron en la iglesia de su colegio. Sucesivas invasiones y ruinas hicieron desaparecer su recuerdo hasta 1701.
Este año se hallaba la ciudad en otro peligro análogo, y el padre rector del colegio no sabía a qué santo encomendarse en tantas aflicciones, cuando la noche del 19 de abril se le apareció un religioso con la sotana de la Compañía de Jesús que le dijo: ¿Tenéis necesidad de un protector? ¿Por qué no os dirigís a mí? Yo soy el padre Andrés Bobola, muerto en odio a la fe por los cosacos. Buscad mi cuerpo: yo seré el protector del colegio.
Los trabajos emprendidos para ello parecieron infructuosos durante dos días, hasta que el Santo volvió a indicar el lugar de su sepultura. Entonces se encontró su caja mortuoria con esta inscripción: Padre Andrés Bobola, S. l., muerto por los cosacos en Janow. La sorpresa fue grande al comprobar que el cadáver se hallaba incorrupto y que mostraba frescas las heridas recibidas, mientras que otros muchos cadáveres enterrados allí cerca estaban ya reducidos a polvo en aquel clima húmedo y en aquella tierra pantanosa. Y eso que no había recibido ninguna clase de embalsamamiento o cosa parecida.
Andrés Bobola nació en el condado de Sandomir, allí donde el caudaloso Vístula tuerce su rumbo nordeste y enfila directamente hacia el norte antes de llegar a Varsovia.
Su familia procedía de Bohemia, aunque llevaba ya tres siglos afincada en Polonia. Durante los primeros decenios de la Compañía de Jesús la había ayudado para la fundación de los colegios de Varsovia, Cracovia y Vilna. No es extraño, por lo mismo, que Andrés, nacido en 1591, fuera confiado a aquellos padres para su formación científica y religiosa en el colegio de Sandomir.
Allí brotó la semilla de su vocación al apostolado. El 31 de julio, día del entonces Beato Ignacio de Loyola, entraba en el noviciado de Vilna, ciudad tan disputada siempre entre lituanos, rusos y polacos, y que en el gran reino polaco de aquellos tiempos constituía la capital de Lituania, inmenso territorio extendido desde el Báltico hasta los cosacos saporogas, aunque compuesto por pueblos no lituanos en su mayoría. Sólo su unión con Polonia había podido dar estabilidad a aquel conglomerado, introduciendo la preponderancia polaca, al fin y al cabo eslava, y de población más numerosa, entre los rusos blancos y los ucranianos.
Pío XII, en reciente encíclica, supone que debió luchar duramente en su imitación de Cristo, debido a su ánimo elevado y un tanto pertinaz. Para ello oró con fervor y constantemente.
Llamaron la atención su amor a Dios y al prójimo, sus largas oraciones ante el sagrario, sus auxilios a los necesitados.
Pronto pudo tomar parte en el apostolado aun antes de su sacerdocio, especialmente durante su magisterio en los colegios de Bromberg y de Pultusk, consagrándose a la defensa y dilatación de la fe católica en aquellas encrucijadas de cismas y herejías. En sus concurridos catecismos inculcaba, sobre todo, la devoción a la Eucaristía y a la Virgen Santísima.
Llegó el año 1622, y pronto corrió entre los jesuitas la fausta noticia de la próxima canonización del fundador, Ignacio, en compañía del más insigne de sus hijos, Javier, el 12 de marzo. Fecha tan memorable fue elegida para la ordenación de los nuevos sacerdotes. Bobola, que ya había vuelto al colegio de Vilna para estudiar teología, tuvo la suerte de recibir las órdenes sagradas ese día.
A fines de aquel mismo año, 1622, comenzó su tercera probación en la casa de Nieswiez. Se han conservado providencialmente las relaciones de sus superiores de ese año. Por ellas podemos saber que hizo el mes entero de ejercicios, poniendo en ellos toda su voluntad. Realizó también las demás pruebas de ejercicios humildes en la cocina y en la casa con edificación, hizo su peregrinación pidiendo limosna con prontitud de espíritu, vigor del cuerpo y satisfacción de todos, enseñó el catecismo a los niños y dio una misión con aplauso de todos.
Sin embargo, se hizo notar aún más el generoso esfuerzo y el ardiente empeño en extirpar sus defectos, procurando llegar a un equilibrio conveniente, moderando su carácter impulsivo, temperamentalmente fogoso, inclinado a defender con firmeza sus puntos de vista personales.
Por todo ello se ve que no era su camino el de los mediocres o contentadizos, sino el de los generosos, que, cuando van bien guiados, escalan con más rapidez y seguridad las cimas de la perfección.
De este modo su carrera de formación religiosa, comenzada bajo la dirección del padre Lorenzo Bartyliusz, de gran fama de santidad, y terminada con una tercera probación sólidamente fecunda, facultaron a Bobola para un inmediato y fructífero apostolado.
Bobola podía ser destinado a las regiones propiamente polacas, donde la unidad de la fe católica era más completa que en los bordes fronterizos del gran Estado polaco del seiscientos. Pero su misión miró siempre hacia las regiones orientales del país en uno de sus momentos más decisivos, tanto desde el punto de vista político como religioso.
Comenzó por una nueva estancia de seis años (1624-1630) en Vilna, la ciudad de toda su formación religiosa, teniendo, sobre todo, el cargo de la iglesia en su colegio. Baste notar que una estadística de 1624-25 habla de miles de confesiones, de la conversión de 10 herejes, de 34 cismáticos y 20 ateos, además de otros frutos espirituales de alguna importancia entre usureros, ladrones y condenados. Bobola se hallaba asistido en esta labor por dos compañeros.
Fue director de la congregación mariana del colegio. Estimado predicador, conocido por la intrepidez de su fervor cristiano, era reclamado en otras ciudades al tener noticias de su apostolado.
Consiguió vocaciones sacerdotales, dirigió conciencias, dio misiones populares, asistía a los enfermos y moribundos, y se distinguió durante dos pestes notables, la primera en Vilna (1625) y la segunda en Bobruisk, en 1633.
De 1630 a 1633 le vemos en esta pequeña ciudad asentada junto al luego famoso río Beresina, muchas veces citada en las diferentes guerras que han asolado aquella región. Era una tierra extrapolaca, habitada por rusos blancos, con pocos polacos entre ellos, en gran peligro de defección religiosa al no contar con sacerdotes propios.
Los últimos veinticuatro años (1633-1657) es ya el misionero constante, que va de una a otra zona del país oriental, apareciendo en primera fila entre los vanguardistas de la fe católica por aquellos territorios tan disputados entre el cisma y la Iglesia católica. Unas palabras sobre esta dolorosa situación: Los habitantes de las regiones orientales de Polonia, tanto del antiguo Estado como del moderno hasta 1945, han sido en su mayoría cismáticos orientales, de rito bizantino-eslavo y de raza ucraniana. Estos territorios quedan comprendidos en la actualidad en su mayor parte en las repúblicas soviéticas de Ucrania y Rusia Blanca. Polonia llegaba en tiempo de Bobola hasta el Dniéper, rebasándolo en algunas partes.
El cisma no se había producido por separación directa y formal de estos pueblos de Roma, sino por su unión con el patriarcado de Constantinopla, que les había dado generalmente su fe y su rito. Al separarse la Iglesia griega de Roma ellos se vieron arrastrados al cisma casi sin notarlo.
Mas luego sobrevino el odio, una vez que los polacos católicos tuvieron ocasión de avanzar hacia el Oriente y encontrarse con las pretensiones rusas de convertir a Moscú en el centro de reagrupación política y religiosa de todos los eslavos.
A pesar de estas dificultades se logró la unión de Brestlitowsk (1596), por la que la mayoría de los obispos cismáticos de los territorios polacos se unieron a la Iglesia romana conservando su rito propio.
Costó, sin embargo, mucho en algunas partes el llevar a cabo de hecho la unión, especialmente en las fronteras con Rusia, que ya había empezado su marcha hacia Polonia, y perseguía a sangre y fuego todo vestigio unionista en las tierras que reconquistaba.
Contra estos enemigos luchó Bobola de 1630 a 1657. Era tiempo de martirios. En 1623 fue martirizado San Josafat Kuricewicz. De 1648 a 1655 los cosacos destruyeron unos treinta conventos o residencias de dominicos, asesinando a noventa y cinco de sus religiosos. Fueron también varias las casas de jesuitas que corrieron la misma suerte, con muerte de cuatro en Nowgorod y otros varios en otras partes.
En este tiempo la ciudad de Pinsk, en la comarca conocida por las marismas del Pripet, residencia del padre Andrés durante largas temporadas, fue ocupada y perdida varias veces con las consiguientes devastaciones.
De todo ello se verá el temple de ánimo que se necesitaba en aquellas regiones para hacer frente a las irrupciones, animando a los católicos y tratando de conservar o ganar ora vez a los uniatos vacilantes en medio de la tormenta. Fue la época más larga y más efectiva para este apostolado de Bobola. Los historiadores o comentaristas de la época hacen resaltar la importancia de los éxitos obtenidos.
Era natural que un apóstol de este temple fuera una víctima de predilección de las hordas cosacas en sus incursiones ofensivas hacia el interior de Polonia.
Y así fue. Era el mes de mayo de 1657, cuando la naturaleza, casi muerta durante los largos meses invernales rusopolacos, intentaba recobrarse de su letargo y anunciar después de los deshielos una fecunda estación estival.
Los cosacos aprovecharon la ocasión para dominar otra vez a Pinsk. Los padres del colegio se refugiaron en diversas partes. Bobola se dirigió a Janow, dijo allí su misa la madrugada del 16 de mayo y proseguía su marcha cuando se vio sorprendido por sus enemigos. ¡Señor! ¡Hágase tu voluntad!, exclamó.
Trataron al principio de ganarle para el cisma; pero, ante su rotunda negativa, las halagadoras palabras dieron lugar a uno de los martirios más cruentos que se conozcan. Le ataron allí mismo a un árbol y le azotaron despiadadamente, mientras le apretaban una corona de ramas en la cabeza.
Atado, fue arrastrado por los caballos de sus verdugos hacia Janow, donde se le invitó otra vez al cisma: Soy un sacerdote católico. He nacido en la fe católica y quiero morir en ella. Mi fe es buena, es verdadera, es la que lleva a la salvación.
A esta profesión siguió el ataque del cabecilla mismo, blandiendo su espada, que cortó tres dedos del Santo, al llevar éste su mano a la cabeza para detener el golpe. Volvió a profesar su fe, por la que daba gustoso la vida. Un puñal le arrancó un ojo. Le condujeron a un matadero, le quemaron el pecho y la espalda, mientras insistían en sus intentos de apostasía. Ante su negativa, le arrancaron parte de la piel de la cabeza, le produjeron diversas heridas y mutilaciones sin cuento, mientras el mártir exclamaba únicamente: ¡Jesús, María, ayudadme! Iluminad a estos ciegos con vuestra luz. Convertidles y arrancadIos del error. ¡Señor! ¡Hágase tu voluntad! ¡Jesús, María, en vuestras manos encomiendo mi espíritu! Para no oír sus palabras le arrancaron la lengua y luego le atravesaron el corazón por el lado izquierdo.
Enterrado en Pinsk, sus restos fueron más tarde trasladados a Polock, cayeron dos veces en manos de los cismáticos y por fin, de los bolcheviques, hasta que en 1923 se consiguió traerlos a Roma, donde reposaron hasta su canonización. Entonces fueron llevados a Varsovia.
En 1819 el padre dominico Korzeniescki, abrumado por las desgracias de su patria, invocó a Bobola y vio al Santo, quien le mostró en las llanuras polacas ejércitos de rusos, turcos, franceses. ingleses, austríacos, prusianos y otros que no distinguió. Bobola le prometió que al acabar aquella guerra Polonia sería independiente y él sería su principal Patrón.
Esta famosa profecía se publicó muchas veces.
La Civiltá Cattolica la reimprimió en 1854, al año siguiente de la beatificación de Bobola, cuando su cumplimiento parecía muy remoto. Pero todo el mundo la recordó entre 1914-1918, especialmente al terminar la guerra.
Aún ahora Polonia es la nación que mejor resiste a los intentos comunistas desde el poder, obtenido por las bayonetas moscovitas y las falsías de sus jefes. ¿Sería mucho atribuirlo en parte a la protección del Santo, y esperar que completará su obra dando la libertad que merece a aquella tan desgraciada como católica y heroica nación? Bobola fue beatificado por Pío IX en 1853 y canonizado por Pío XI en 1938. Pío XII ha escrito una conmovedora encíclica al mundo católico con ocasión del tercer centenario de su martirio, 16 de mayo de 1957.
LEÓN LOPETEGUI, S. I.
De vez en cuando Polonia hace de colchón entre dos fuerzas; le ha tocado a lo largo de la historia sufrir los mayores enfrentamientos entre el Este y el Oeste y vivirlos en su territorio con mucho y muy doloroso derramamiento de sangre; es el sentir común polaco que la configuración de su cultura y esencia como pueblo está íntimamente ligado con la fe católica y que ésta ha sido una de las profundas causas de sus conflictos tantas veces salvadores de la cultura occidental. San Andrés Bobola vivió intensamente uno de aquellos episodios en el siglo XVII.
Había nacido en Sandomir en el último decenio del siglo XVI, en el seno de una familia procedente de Bohemia, pero asentada en Polonia desde hacía tres siglos, que se había volcado ayudando las primeras labores apostólicas de la Compañía de Jesús, sobre todo, con la fundación de los colegios de Varsovia, Cracovia y Vilna, la capital de Lituania.
Andrés se formó con los jesuitas en Sandomir, entró en el noviciado de Vilna. Se distinguió por su devoción a la Eucaristía, demostrada en el trato asiduo y fervoroso con Jesús en el Sagrario, y en su ayuda a los necesitados, que llegó a ser heroica en la peste de Vilna (1625) y en la de Bobruisk (1633). Enseñó en los colegios de Bromberg y de Pulitusk.
Recibió el Orden Sacerdotal en 1622, convirtiéndose desde entonces en un catequista muy activo y en misionero con grandes éxitos apostólicos que culminaban con las horas sin cuento quemadas en el confesonario. Se sintió especialmente atraído por la labor entre herejes, cismáticos y ateos; quizá por eso se le vio desarrollando una labor de predicación excepcionalmente intensa en la región más oriental de Polonia (hoy Ucrania y Rusia) cuyos habitantes eran en su mayoría cismáticos orientales, de rito bizantino-eslavo, más por su unión con el Patriarcado de Constantinopla que por su ruptura con la Sede Romana.
Los católicos polacos habían avanzado hacia el Este, llegando a culminarse la unión de Brest-Litowsk en 1596 por la que la mayoría de los obispos cismáticos se unieron a Roma, permitiéndoseles conservar su rito. Pero los rusos tenían planes de convertir a Moscú en el centro de reagrupamiento tanto civil como religioso, y entonces brotó el conflicto.
Comenzaron persiguiendo y aplastando todo lo que pudiera tener olor a catolicismo en su avance hacia Polonia. La ciudad de Pinsk, donde residía Andrés fue ocupada y perdida, entregada y recuperada, varias veces; más parecía un montón de escombros que un núcleo de población. Había que quedarse allí para atender a los católicos que quedaban vivos, y para dar ánimo a los vacilantes; no había que olvidar lo importante que era también recuperar a los uniatas que claudicaron. Como Andrés Bobola se quedó en este empeño, ni que decir tiene que tenía todas las papeletas para ser una de las víctima de las hordas cosacas.
Y así sucedió. Andrés marchó a Janow; allí lo sorprendieron después de celebrar la misa. Trataron de hacerlo cismático y Andrés se negó a pesar de las relumbrantes promesas. Lo ataron a un árbol, lo azotaron, lo coronaron de espinas con unas ramas fuertemente apretadas a la cabeza; luego lo arrastraron atado a un caballo y volvieron a proponerle la renuncia a la Iglesia Romana; como se negó, el jefecillo le cortó tres dedos de la mano con un golpe de espada, y con un puñal le sacaron un ojo; luego le quemaron con teas encendidas el pecho y la espalda, mientras insistían en sus proposiciones como medio para salvar la vida. Aunque era un moribundo, Andrés mantenía con firmeza su deseo de pertenecer en vida y muerte a la Iglesia Católica. Entonces le arrancaron parte de la piel de la cabeza, vinieron mutilaciones y, al oír su continua petición de perdón para sus verdugos, le cortaron la lengua y le atravesaron el corazón.
Lo canonizó el papa Pío XI el 17 de abril de 1938.
Es óptimo –a mí me lo parece así– que las voces se alcen a favor de los derechos humanos, de la libertad de las conciencias, de los derechos de la verdad, de la igualdad de oportunidades, de la defensa del débil, de la protección de las minorías étnicas, etc., etc. Quizá al leer las atrocidades sufridas por Andrés Bobola le venga a uno el pensamiento de que los atroces hechos pasaron en «aquellos tiempos». Pero me permito sugerir una reflexión a quien me lea con la intención de evitarle caer en la frivolidad. Casualmente fue canonizado Andrés durante la guerra civil española con la terrible persecución religiosa y pocos años antes de la devastadora II Guerra Mundial en la que fueron aniquilados millones de seres humanos por el hecho de tener otra religión o pertenecer a otra etnia. Una de las conclusiones podría ser: ciertamente los hombres somos en extremo lerdos para aprender. Lo peor del caso es que, después de contemplado cada desastre, es la misma humanidad la que grita hasta la afonía ¡Nunca más, nunca más, nunca más! ¿Sinceros? ¿Tontos?