19 de mayo

SAN PEDRO CELESTINO monje y papa dimitido († 1296)

El año 1215, en un pueblo de la región de los Abruzos, perteneciente al reino de las Dos Sicilias, nació el que más tarde sería el papa Celestino V. En su misma autobiografía nos describe a sus padres, Angelerio y María, con estas palabras: Ambos eran justos a los ojos de Dios y muy alabados por los hombres; daban limosna y acogían a los pobres de muy buena gana en su casa. Tuvieron doce hijos, a semejanza del patriarca Jacob, y siempre pedían al Señor que alguno de ellos sirviese a Dios. De esta familia ejemplarmente cristiana el niño Pedro fue el undécimo retoño.

Regía entonces los destinos de la Iglesia y de toda la cristiandad el gran pontífice Inocencio III, que moriría al año siguiente en el apogeo de la gloria del Pontificado. Su bienhechora influencia se extendía a todos los Estados de Europa, que, gracias a su autoridad, acatada por emperadores, reyes, ciudades y señores feudales, se había mantenido en una armonía fecunda. Un siglo más tarde el edificio cristiano de la Europa medieval presentaría grietas alarmantes, que los sucesores inmediatos de Inocencio III, entre los cuales se encuentra nuestro Santo, no acertarían a restañar.

Pedro pasó la niñez y juventud en su mismo pueblo, junto a su madre, que fue también, su primera maestra en la santidad. Ella estaba amargada porque ninguno de sus diez primeros hijos servía a Dios. Y se quejaba: ¡Miserable de mí! ¡Tantos hijos y que ninguno sea siervo de Dios! Oyéndola repetir esto su hijo undécimo, que contaría entonces cinco o seis años, empezó a decirle: Quiero ser un buen siervo de Dios. Ella entonces resolvió encaminarle al estudio de las letras, a pesar de la contradicción de los restantes hermanos. Como había ya quedado viuda tuvo que imponerse considerables sacrificios; pero Dios los premió, ya que, al poco tiempo, el pequeño Pedro, según cuenta él mismo, leía el Salterio.

En este ambiente familiar cristiano y austero, donde la providencia de Dios pudo palparse claramente repetidas veces, y en el que su madre era también la íntima confidente, creció en edad y en ganas de servir a Dios nuestro Santo. Sus deseos se inclinaban decididamente hacia la vida de los anacoretas. Tenía más de veinte años cuando, al fin, se resolvió con otro compañero a dejar el pueblo y dirigirse a Roma para pedir consejo a la Iglesia.

Salieron ambos, pero, al término de la primera jornada de camino, su compañero quiso volver al pueblo; hizo la segunda jornada solo y, llegando a Castelsangro, lluvias torrenciales y ríos desbordados le impidieron proseguir hacia Roma. Invocando el auxilio divino permaneció allí muchos días, hasta que supo que un solitario habitaba en los montes vecinos. Entonces compró dos panes y algunos peces y se subió a la montaña, en pleno mes de enero, con nieve abundante. Encontró vacía la celda de aquel ermitaño y se quedó allí, empezando una vida de gran austeridad y oración casi continua.

Las primeras vivencias fueron de una gran paz y alegría espiritual y abundancia de consolación sensible; pero no tardó mucho en llegar la desolación purificadora del alma, con multitud de tentaciones, lo mismo estando despierto que durmiendo. En los mismos principios de su vida eremítica se trasladó a otra montaña, donde cavó un hoyo debajo de una roca, en el cual con dificultad podía estar en pie o echado. Aquí permaneció tres años.

Empezó pronto el ir y venir de las gentes en torno a él. Le aconsejaban que recibiera la ordenación sacerdotal. Se dejó convencer y partió para Roma, donde fue ordenado sacerdote. De vuelta, al pasar por Monte Murrone, encontró una cueva que le gustó y allí se quedó. Los cinco años que duró su estancia en ella fueron tiempos de tribulación espiritual en torno a la celebración de la misa. Le parecía que, si celebraba, se reuniría gente allí y perdería la soledad; que le ofrecerían limosnas y peligraría su pobreza, y, además, se consideraba indigno. Estaba ya determinado a volver a Roma a pedir consejo al Papa, cuando se le apareció en sueños el abad que le había impuesto el hábito de ermitaño y se cambió entre ellos este diálogo: Celebra misa, hijo; celebra.

El objetó: Pero, si San Benito y otros muchos santos no quisieron tocar tan gran misterio, ¿Cómo yo, pecador, puedo considerarme digno? El abad respondió: ¡Pero hijo! ¿Digno? ¿Quién es digno? Celebra misa, hijo, celébrala con temor y temblor.

El dictamen del confesor concordó. Y desaparecieron las dudas.

El ejemplo de su vida, tan austera soledad, ayuno, oración y la fama de santidad empezaban a atraerle discípulos, cuando tuvo que abandonar Monte Murrone, pues, habiendo sido talados los bosques cercanos y empezando a cultivarse las tierras, peligraba su separación del mundo. Buscando la soledad, se refugió con sus primeros discípulos en otra cueva de Monte Maiella. Su irradiación espiritual creció, y, con ella, el número de discípulos y la devoción de las gentes; muchos dejaban el mundo y se ponían a su disposición para servir a Dios; él los rechazaba cuanto podía, excusándose en sus pocos conocimientos y en su deseo de soledad; pero frecuentemente, vencido por su caridad, los admitía. Así nació la congregación de los Celestinos, cuyos estatutos aprobó Gregorio X en 1274; ya entonces contaba con dieciséis monasterios.

Durante largos años de permanencia en Monte Maiella empezó a manifestarse el abundante carisma de milagros que había de ser una de las características más salientes de su vida.

Se encontraba de nuevo en Monte Murrone, pasando visita a los monasterios de su Orden, cuando, inesperadamente, recibió al arzobispo de Lyon con un séquito de prelados, embajadores del cónclave, notificándole que había sido elegido Sumo Pontífice y rogándole su aceptación. La elección había tenido lugar el día 5 de julio de 1294; el elegido rondaba ya los ochenta años.

Su elección llenó de júbilo a amplios sectores de la Iglesia. Su fama de santidad era sólida y muy extendida, y eran muchos —joaquimitas, fraticelos, espirituales— los que creían que la barca de la Iglesia necesitaba de un piloto santo y espiritual para ser sacada del atolladero en que parecía encallada. Y aun para los que no compartían esta opinión no dejaba de representar un alivio el hecho de la terminación de un interregno que duraba ya más de dos años, desde el 4 de abril de 1292, en que muriera Nicolás IV. Tanto más cuanto que la persona del santo anacoreta había vencido las disensiones que existían entre los miembros del Sacro Colegio, —Orsinis y Colonnas—, obstáculo que había llegado a parecer insuperable. Detrás de este antagonismo se encontraba la influencia creciente que Francia venía ejerciendo sobre el Pontificado a partir de la ruptura de éste con la casa imperial de los Hohenstaufen.

Todas estas causas se conjugaron en la gran apoteosis que fue su traslado a Aquila, donde recibió el homenaje de todo el Sacro Colegio de cardenales, la consagración episcopal y la coronación como Sumo Pontífice. El rey de Nápoles, Carlos II de Anjou, de quien había sido súbdito hasta entonces, y cuya influencia sobre el nuevo Papa se haría cada vez más avasalladora, y su hijo Carlos Martel, rey electo de Hungría, conducían las riendas del humilde asno en que montaba Celestino V. Tolomeo de Lucca nos cuenta que cuando llegó a Aquila corrían las gentes de los alrededores hacia él para pedirle la bendición, y el futuro Santo tenía que estar todo el día en la ventana, reclamado por el clamor de los que pedían les bendijese. El mismo cronista nos dice que para la coronación, que tuvo lugar el 29 de agosto, se congregaron más de doscientas mil personas.

Pero su temperamento insociable, su extrema sencillez y su desconocimiento de las cosas humanas y de los negocios del gobierno le acarrearon en seguida graves dificultades en el ejercicio de su alto cargo.

Contra el consejo de los cardenales, no sólo rehuyó ir a Roma —sobresaltada por luchas ciudadanas—, sino que se trasladó al mismo Palacio Real de Nápoles, donde trató de conjugar su rango pontificio con el deseo de soledad haciendo construir una cabaña dentro de sus habitaciones, a la que se retiraba para no interrumpir las largas horas de oración. Por otra parte, el despacho de los asuntos de la Curia iba de mal en peor, y la supeditación del Papa al rey de Nápoles (segundón de la dinastía francesa de Anjou) llegó al colmo cuando, al crear doce cardenales poco después de su elevación al Pontificado, escogió siete franceses y tres súbditos napolitanos.

Ante esta situación caótica, de la que Celestino V no dejó de darse cuenta, se convenció también de su incapacidad, y fue entonces cuando dio el gran ejemplo de humildad y despego de las grandezas y honores de la tierra, y, con ello, la medida de su perfecta caridad para con Dios. A pesar de que algunos le aconsejaban que dejara el gobierno de la Iglesia en manos de los cardenales y que él se retirara a la oración conservando el honor del Sumo Pontificado, quiso que se estudiara la posibilidad de la abdicación del Romano Pontífice, cuestión confusa y discutida por aquel entonces. Recibida respuesta afirmativa, mandó componer una bula en la que se declaraba que el Papa puede renunciar a sus poderes. De hecho, el Papa no es más que el obispo de Roma, y su aceptación y permanencia en el cargo es libre, y, siendo el bien de la Iglesia la suprema ley, puede llegar a darse el caso en que la renuncia sea obligatoria en conciencia. El día 13 de diciembre de 1294 se presentó solemnemente revestido de pontifical ante el Colegio Cardenalicio y, prohibiendo que nadie le interrumpiera, leyó él mismo la bula y abdicó. Salió del Consistorio y volvió a entrar dentro de poco vestido de simple monje. Había gobernado la Iglesia alrededor de cinco meses.

Diez días después era elegido su sucesor Bonifacio VIII. Ante el peligro de cisma que suponía el que muchos exaltados no quisieran reconocer la validez de la abdicación de Celestino V, el nuevo Papa ratificó la dimisión e insertó la bula en el cuerpo del derecho canónico. Entretanto Celestino V, para asegurar su soledad, se había escapado de Nápoles y se encontraba ya cerca de la costa adriática con evidente intención de pasar a Dalmacia. Bonifacio VIII mandó guardias a recogerle, siendo conducido al castillo de Monte Fumone, junto a Anagni. Defendido allí contra cualquier intento perturbador, pudo continuar su vida ordinaria de oración, soledad y penitencia hasta mayo de 1296, en que murió.

El papa Clemente V le elevó al honor de los altares en 5 de mayo de 1313. Había empezado el cautiverio de Avignon. Triunfaba plenamente aquella política de supeditación a Francia que había seguido San Celestino V y contra la cual había opuesto heroicamente la última resistencia Bonifacio VIII.

JOSÉ PONT Y GOL

Pedro Celestino, papa (1215-1296)

¿Puede dimitir un papa?  A esta pregunta con aires de sensacionalismo periodístico actual ya contestaron en el siglo XIII los expertos en la Curia del papa Celestino V. Era tan desastroso el estado de la Iglesia y se sabía tan extremadamente incapaz para su gobierno aquel papa que pensó en conciencia dejar en mejores manos y más aptas el timón de la Barca de Pedro. Le dijeron los que sabían que sí, que el papa no es más que el obispo de Roma, que la aceptación y permanencia en su puesto depende de su voluntad y que una grave necesidad de la Iglesia puede postular la decisión de la renuncia. Y así lo hizo ante los cardenales el día 13 de diciembre del 1294, proclamando una bula de renuncia a su puesto de gobierno.

Había nacido en el seno de una familia numerosa, el año 1215, en Isernia, Italia; Angelerico y María eran sus progenitores; al undécimo de sus retoños le pusieron por nombre Pedro; los principios cristianos de los padres eran buenos: «Ambos eran justos a los ojos de Dios y muy alabados por los hombres; daban limosna y acogían a los pobres de muy buena gana en su casa. Tuvieron doce hijos, a semejanza del patriarca Jacob, y siempre pedían al Señor que alguno de ellos sirviese a Dios», esos datos se leen en la autobiografía del papa Celestino V.

Pedro se preparó con estudios para ser ese servidor de Dios en exclusiva que pedían sus padres. Ya era benedictino con 17 años. Luego lo vemos por tres años eremita solitario en los montes cercanos a Castelsangro, ya ordenado sacerdote y con unos escrúpulos que cada día se agigantan por la celebración de la misa que  –piensa él– le traerá gente, perderá su soledad, le darán dinero y estropearán su vida de anacoreta. Luego serán los montes y cuevas de Monte Murrone, por cinco años, y Monte Maiella, muchos más, los que presenciarán su vida de penitencia y oración. Lo de soledad es otra cosa, porque no se sabe qué es lo que irradia aquel hombre ni qué aliciente tiene aquella vida austera cuando se le acercan cada vez más y más gente para oírle, abrirle el alma, pedirle consejo y algunos hasta están dispuestos a aprender a vivir como él. Son «los celestinos», aprobados por Gregorio X en 1274 con dieciséis monasterios.

Estando en Monte Murrone visitando sus casas sucedió el hecho insólito de llegar una comitiva, presidida por el arzobispo de Lyon con séquito de cardenales y personajes del cónclave, para comunicarle la noticia de hacer sido elegido papa, a sus ochenta años, y suplican su aceptación. Y es que todos estaban más que hartos por la situación de la Iglesia desde que murió Nicolás IV el 4 de abril de 1292; ya son dos años de interregno y, en el Sacro Colegio, tanto los Orsinis como los Colonnas muestran posturas irreconciliables a la hora de elegir Sumo Pontífice, enredados por las injerencias de Francia en el Pontificado desde la ruptura con la casa Hohenstaufen; por eso pensaron en la santidad del monje para salir del atolladero.

Pedro Celestino no quiere Roma; se instala en el palacio real de Nápoles donde está Carlos II, segundón de los Anjou. Manda construir una choza dentro de sus habitaciones donde poder pasar sus largas horas de oración y se pone de manifiesto su ineptitud para desempeñar las funciones papales: insociable, excéntrico, extremadamente sencillo, basto en las cosas humanas y desconocedor de los asuntos de gobierno; las tareas de la Curia van de mal en peor, el papa está supeditado al rey de Nápoles y, en el colmo de su imprudencia, nombra inmediatamente siete cardenales franceses y tres napolitanos. Cinco meses de papa fueron suficientes. Dimitió por el convencimiento personal de que era un mal para la Iglesia su continuidad; y como era humilde y desprendido lo hizo con valentía y decisión.

Diez días más tarde había nuevo papa.

Bonifacio VIII, su sucesor, tomó las medidas que a él le parecieron prudentes en la coyuntura: ratifica la dimisión e incorpora al corpus jurídico canónico la bula con que Celestino V dimitió. Le pareció correcto recoger a Celestino presto a pasar a Dalmacia por la costa adriática y recluirlo en el castillo de Monte Fumone, en Anagni, donde estuvo hasta su muerte en el 1296. Con esta medida pensó que conseguía prevenir cualquier intento desestabilizador y darle al monje que fue papa la ocasión de dedicarse a sus rezos, soledad tan amada y penitencia.

Clemente V elevó a Celestino a los altares en el año 1313. Había empezado el cautiverio de Avignon, triunfando la sumisión del papado a Francia, terminada la heroica oposición de Bonifacio VIII.

Sólo queda hacer un acto de fe. A pesar de las ineptitudes, torpezas, intrigas e intereses de los hombres, la Iglesia tiene una promesa indefectible del Amor.