En El Cobre, poblado minero de la provincia de Oriente, fue consagrado en 1927 el actual santuario nacional a la Virgen de la Caridad. La advocación no es oriunda de Cuba: el año 633 fundó San Ildefonso el monasterio de Illescas, y la tradición dice que él llevó allí la imagen de Nuestra Señora de la Caridad, que todavía existe en la villa toledana, en el santuario construido por el Greco en 1600. La advocación es frecuente en la costa andaluza: en Cádiz, desde que Juan de Austria fundó una cofradía bajo esa advocación, para la tripulación de las galeras. Loja la tiene por Patrona. Y hasta cerca de Avila se conoce una imagen de la Virgen de la Caridad ante la cual rezó Santa Teresa.
Posiblemente la advocación cubana llegó directamente de Sanlúcar de Barrameda. Durante más de un siglo, después del tercer viaje de Colón, salían de allí las naves que iban a América; y hoy está confirmada la devoción que los marinos sanlucareños sentían por la Virgen de la Caridad venerada en Bonanza y en la Cofradía del Puerto de Santa María.
Dos hermanos indios llamados Juan Rodrigo y Juan Diego Hoyos, a los que se añadió un muchacho de la raza negra también llamado Juan según la tradición, obreros todos del hato de Barajagua, que se encontraba muy cerca de una mina de cobre, fueron comisionados para conseguir sal en la costa norte de la isla. Llegaron hasta el río Mayarí, y por él salieron a la gran bahía de Nipe, alojándose en un pequeño cayo llamado Francés o Vigía con objeto de pasar la noche y salir muy de mañana para la salina. Una tormenta inesperada les impidió realizar el proyectado viaje, y hasta tres días tuvieron que permanecer en el cayo por el mal tiempo. Hacia la medianoche del cuarto día cesó el viento; los tres Juanes tomaron la canoa antes de salir el sol, y a medida que avanzaban notaron que en la lejanía, sobre la superficie tranquila del mar, había algo que no era un ave acuática de las conocidas. Remaron con mayor curiosidad; los primeros rayos del sol iluminaron plenamente aquel bulto navegante. Cuando lo tuvieron frente a frente se dieron cuenta de que era una talla de madera de unos cuarenta centímetros de alto y la inscripción: Soy la Virgen de la Caridad. Esto sucedía entre los años 1604 y 1608.
Podemos imaginarnos fácilmente la variedad de sentimientos que experimentarían aquellos nativos cubanos ante semejante hallazgo. Habrían oído hablar muchas veces de la Virgen y de sus apariciones; era la devoción más propagada por los evangelizadores hispanos en el Nuevo Mundo. Pero jamás se imaginarían que habrían de encontrar sobre las aguas del mar una imagen de María. En la escasa literatura sobre esta advocación mariana no encontramos que se interpreten los hechos bajo el signo del milagro. La etapa milagrera comenzará después. Inicialmente parece que ellos recogieron la imagen como quien recoge un objeto precioso que otro ha perdido sobre las aguas. Pero esta interpretación tan poco espiritual no le restó, ni le restará nunca, intensidad a la veneración que sintieron todos por aquel pedazo de madera que representaba a la Madre de Jesucristo.
La imagen provenía de una nave española, de las muchas que zarpaban de Sanlúcar. Es cierto que usaban el verbo sustantivo en las tablas onomásticas de las naves y, por tanto, la leyenda podía referirse a la imagen o a la embarcación bajo cuyo patrocinio navegaba. La razón de aparecer flotando sobre las aguas antillanas es más difícil de determinar. Se dice que los marinos, durante las tempestades, echaban al mar alguna imagen para conseguir por su intercesión que el mar se apaciguara. También se dice que, en momentos de gran calma, los marinos colocaban la imagen en el mar, sobre una balsa, y de esa manera determinaban la dirección de las corrientes marinas que podían ayudarles a avanzar.
Los afortunados indios transportaron la imagen al hato; improvisaron un altar, y la devoción popular comenzó a desarrollarse y a manifestarse: plegarias ante la imagen, flores siempre frescas para la Virgen. Un día desapareció la imagen de su sitio. Entonces comenzó la etapa milagrera de la advocación cubana. Desaparecerá varias veces; la cambiarán de sitio, interpretando posibles deseos de la Virgen; se repetirán las desapariciones. Apolonia, una niña india, encontrará un día la imagen, o dirá que había visto la imagen, sobre unas rocas cercanas a la mina de cobre. En el mismo lugar alguien verá una luz misteriosa tres veces consecutivas, y la voz popular fue que la Virgen deseaba en aquel sitio una ermita. Las historias dicen que el lugar era de tan difícil acceso que hubo que modificar, sin embargo, un poco la situación.
La devoción creció y la ermita llegó a ser capilla, iglesia, santuario. Varias veces los temblores de tierra o los huracanes destruyeron el edificio, y otras tantas los devotos de la Virgen lo reconstruyeron. La generosidad de los cubanos fue enriqueciendo los adornos de la imagen, hasta provocar un robo sacrílego; el ladrón se atrevió a mutilar la talla para llevarse las piedras preciosas que tenía incrustadas; pero se pudo recuperar todo providencialmente. La dulce talla de madera oscura es hoy un verdadero joyero cubierto de mantos preciosos.
Los favores que se atribuían a la Virgen eran tan numerosos y tan extraordinarios, que se llegó a invocarla con el nombre de Nuestra Señora de la Caridad y de los Remedios. Los exvotos fueron inundando el altar de tal manera que hubo que acudir a la solución —en el actual santuario— de una gran capilla debajo del altar de la Virgen, para acumular en ella todos esos regalos. Uno de los últimos es la medalla de oro del premio Nobel ganado por el novelista Hemingway.
Cuando prendió en los cubanos el deseo de la independencia, la devoción a Santa María de la Caridad del Cobre estaba tan metida en el corazón de los nativos que iba a ser la devoción insignia de los libertadores. Los insurrectos se encomendaban a la Caridad —como se dice vulgarmente—, antes de salir para el campo de batalla, y llevaban a la guerra un pequeño recuerdo sagrado que consistía en una cinta del tamaño de la imagen. El 20 de mayo de 1902 adquirió Cuba la soberanía y, pocos años después, el 8 de septiembre de 1916, a petición de los veteranos de aquella guerra, el papa Benedicto XV le concedía a la advocación cubana el título de Patrona principal de la República.
La fiesta litúrgica de la Patrona de Cuba, sin oficio ni misa especial aún, se celebra el 8 de septiembre, pero la importancia que tuvo la devoción de los libertadores durante la gesta independentista permite que cada año, al celebrarse la instauración de la República el 20 de mayo, fiesta nacional, no falte el homenaje a la Patrona de Cuba, a la Virgen Mambisa (mambises se llamaba a los que peleaban por la independencia).
La ignorancia religiosa y ciertos residuos ancestrales de los esclavos africanos que llegaron a Cuba durante la colonización ha fomentado supersticiones y prácticas piadosas a la Virgen de la Caridad no del todo ortodoxas. En definitiva, ello prueba la antigüedad de la devoción y lo arraigada que siempre ha estado en el corazón de las capas sociales más humildes de la nación. Por eso, sin duda, el santo obispo de Santiago de Cuba, monseñor Claret, explotaba bien este sentimiento de filial devoción mariana escribiendo así en su carta pastoral del 25 de marzo de 1853: La verdadera devoción a Nuestra Señora de la Caridad consiste en abstenerse de todo pecado, en imitar sus virtudes, en tributarle algunos obsequios, en frecuentar los santos sacramentos y en hacer bien, con agrado y perseverancia, las devociones y demás cosas de su servicio.
ALBERTO J. VILLAVERDE, S. I.