Había logrado la Iglesia, en su primera época, el triunfo de su existencia con persecuciones sangrientas y con la inconmovible constancia de sus mártires. Echó de sí, más tarde, los enemigos internos que la enturbiaban, y veía correr por todos los cauces su doctrina santa, que asimiló y educó a los bárbaros hasta formar con ellos las grandes naciones cristianas. Pero cuando, a lo largo de la Edad Media, se propuso impregnar de espíritu cristiano toda la vida pública y privada, un gran obstáculo le salió al paso: el de no haber sido todavía establecidas las relaciones, por Dios ordenadas, entre la potestad civil y la eclesiástica; el de hallarse la Cabeza de la Iglesia, el Vicario de Cristo en la tierra, en peligrosa dependencia del Estado, del señor temporal.
El santoral nos presenta en la fecha de hoy al coloso que removió tamaña dificultad, al gran artífice en la empresa de la independencia de la Iglesia del Estado: Hildebrando, llamado más tarde San Gregorio VII.
Nació en Soana, provincia de Siena, hacia el año 1020. Su padre, Bonizo o Bonizone, era hombre, al parecer, de condición humilde. Carpintero, según unos; según otros, cabrero. Hildebrando, pequeño de estatura y grácil de constitución, fue educado en la disciplina eclesiástica, desde su niñez, en el monasterio de Santa María, en el Aventino (Roma), donde hizo grandes progresos en la ciencia y en la virtud, hasta el punto de que Juan Graziano (posteriormente papa Gregorio VI) llegó a decir que nunca había conocido una inteligencia igual; y de que el emperador Enrique III manifestó, cuando le oyó predicar, siendo joven todavía, que ninguna palabra le había conmovido como aquélla.
De regreso a Roma, después de algún tiempo de estancia en Francia, mereció la plena confianza de los papas. Fue el sabio y prudente consejero de cinco pontífices consecutivos y tomó parte en decisivas actuaciones de la Iglesia empeñada en la reforma, como la reunión del concilio de Lyón (Francia) para deponer a varios obispos simoníacos, la presidencia del concilio de Tours, en que Berengario abjuró de sus errores, y la legación en Ratisbona, con el fin de que la corte de Germania aprobara la elección de Esteban IX.
Durante veinticinco años rehusó aceptar personalmente el Pontificado: pero, a la muerte de Alejandro II, hubo de someterse a la Providencia, que le deparaba la suprema dignidad. Presidiendo, como arcediano que era, los funerales, quedó atónito cuando la multitud —clero y pueblo— prorrumpió en un grito unánime: ¡Hildebrando, Papa! Se precipitó hacia el ambón para neutralizar las aclamaciones; pero llegó antes Hugo el Blanco, cuyo panegírico sobre Hildebrando fue rubricado por cardenales, obispos, sacerdotes y clérigos, que pronunciaron con entusiasmo la consabida fórmula: ¡San Pedro ha escogido Papa a Hildebrando! El pueblo se apoderó de él, casi a la fuerza, y lo entronizó. Por prudente medida de paz y buen gobierno —y entonces por última vez— se dio aviso a la corte imperial, al objeto de recabar su aprobación. Ordenado primeramente de presbítero —pues no era más que diácono—, fue consagrado el 30 de junio de 1073, a los cincuenta años de edad, llamándose Gregorio VII.
Antes de que el atleta haga llegar los brazos hasta él para removerlo, deténgase un momento el lector a contemplar la magnitud del escollo que la Iglesia había encontrado a su paso: la evolución de hechos históricos en diversos países había convertido a la Esposa de Cristo en sierva del Estado. Los príncipes temporales habían sustraído a la Iglesia la provisión de los obispados y de casi todos los beneficios eclesiásticos, y la ejercían por medio de la investidura, palabra consagrada por el lenguaje jurídico del siglo XI para el acto de dar posesión de un cargo o de un bien cualquiera cuando se verificaba, según antigua costumbre, mediante la entrega simbólica de un objeto; una llave, para la transmisión de una casa; un terrón con hierba, para la de un campo. Los príncipes temporales, para la entrega de un obispado o una abadía, utilizaban el báculo y el anillo pastoral, quedando suprimidas la elección regular y la confirmación canónica hechas por el metropolitano, único medio previsto por la Iglesia para la designación de los obispos. De ese indignante tráfico de funciones sagradas y de la dudosa conducta de los que eran honrados con ellas, como consecuencia casi inevitable, surgieron la simonía y la incontinencia en el clero. No se daban los beneficios eclesiásticos a los que los merecían, sino a los que los compraban, ya que, llegados a ser mirados como propiedad del Estado los bienes feudales y las propiedades privadas del obispado, quienes recibían el beneficio eclesiástico se juzgaban obligados a pagar un reconocimiento a quienes lo daban.
Esta injusticia y la índole de quienes se brindaban a obtener, por medios tan nefandos, los beneficios eclesiásticos, provocaron en el campo de la Iglesia el salpullido de unos clérigos de conciencia tan ofuscada y de espíritu tan oscurecido, que, invocando falsamente en su favor textos de concilios, palabras del Evangelio y hasta imposiciones de la naturaleza, quebrantaron el celibato eclesiástico hasta el extremo de celebrar solemnemente sus bodas y preparar un ambiente en que hacer hereditarios los beneficios. No deje de apreciar también el lector otro perfil que sintetiza la dureza en que ha de tropezar el martillo de la reforma: el de que la misma causa hará poco menos que irremediable el mal, pues los simoníacos rebeldes tendrán tras sí, para defenderlos, a los príncipes y reyes de quienes recibieron el nombramiento.
Con el alma inflamada por el ideal del reinado de Dios en la tierra, después de escribir muchas cartas a sus amigos en demanda de oraciones y protección moral, Gregorio VII, el gobernador sabio, piadoso y enérgico, se enfrentó con esa caótica situación.
Como base de reforma de la Iglesia, convocó concilios en Roma, bajo su presidencia, y en otros países católicos mediante legados suyos, y se decretó en frecuentes sínodos: que los clérigos no se unieran a sus esposas, que no se confiriera el sacramento del Orden sino a los que hubiesen hecho profesión de celibato perpetuo y que nadie asistiese a las misas de los sacerdotes que tuviesen mujer, para que los que no se corrigen por el amor de Dios y la dignidad de su ministerio se arrepientan, al menos, por la vergüenza del siglo y por la repulsa del pueblo.
Dispuso, contra la simonía, que los clérigos que hubiesen obtenido, mediante precio, algún grado u oficio de las sagradas órdenes, no ejercieran, en lo sucesivo, su ministerio eclesiástico, y que los que recibieran de los laicos la investidura de la Iglesia, y los laicos mismos que la dieran, fuesen castigados con el anatema.
El ataque directo a las investiduras cristalizó en un decreto del sínodo romano de la Cuaresma de 1075, excomulgando a todo emperador, rey, duque, marqués, conde o persona seglar que tuviese la pretensión de conferir cualquier dignidad eclesiástica.
Estas disposiciones con que el Vicario de Jesucristo tomaba el azote, como en otro tiempo su Maestro, para arrojar del templo a los vendedores, y el paso de los legados pontificios por toda la cristiandad para hacerlos cumplir, provocó una protesta general y una sublevación violenta en todas partes, pero de modo especial en Alemania.
Hasta en Roma se opuso al Papa el partido contrario a la reforma, capitaneado por Cencio, que había estado condenado a muerte. Organizó un grupo de conjurados que, en la vigilia de Navidad, mientras Gregorio VII celebraba la santa misa en Santa María la Mayor, se arrojó armado sobre el Pontífice, hiriéndole, derribándole y arrastrándole hasta recluirlo en una torre. Cuando el pueblo reaccionó y la torre estaba a punto de caer en manos de los libertadores, Cencio, al creerse perdido, se echó a los pies del Papa, que paternalmente le otorgó el perdón ten angustiosamente suplicado y calmó a la multitud ansiosa de venganza.
En Alemania, el emperador Enrique IV declaró abiertamente la guerra a Gregorio VII, reuniendo, en 1076, un conciliábulo en Worms con objeto de deponer al Papa.
Mucho sufría el Santo Padre. En el año anterior había escrito a San Hugo, abad de Cluny: Si finalmente miro dentro de mí, me siento tan abrumado por el peso de mi propia vida, que no me queda esperanza de salud sino en la misericordia de Jesucristo.
A pesar de todo ello, la fortaleza de Gregorio VII no se rendía. Combatió en Francia los desórdenes de Felipe Augusto; luchó en Inglaterra por medio del arzobispo Lanfranco; en España —donde la campaña emprendida en 1056 por el concilio de Compostela, y continuada en 1068 por los concilios de Gerona, Barcelona y Lérida, habían subvenido ya a la posible necesidad de reforma— introdujo la liturgia romana y alentó la campaña de Alfonso de Castilla contra los sarracenos, y actuó en las más apartadas regiones del norte y del oriente asiático, pensando, por primera vez, en una cruzada que había de terminar dos lustros más tarde con la conquista de Jerusalén.
Su heroica fortaleza, a juzgar por lo que aconsejaba en carta a la condesa Matilde —la gran defensora de la Santa Sede—, se alimentaba en la recepción del cuerpo de Cristo y en una confianza ciega en su Madre.
A raíz del conciliábulo de Worms, el emperador dirigió al Pontífice una insolente carta, que fue recibida precisamente cuando, en la basílica de Letrán, se celebraba un concilio que, por unanimidad, declaró haberse hecho Enrique acreedor en sumo grado a la excomunión. La pronunció, en efecto, el Pontífice, y en una bula al mundo católico explicó sus motivos y el alcance de la condenación. Envió a su vez una carta a todos sus hermanos en Cristo en Alemania, diciéndoles: Os suplicamos, como a hermanos muy amados, os consagréis a despertar en el alma del rey Enrique los sentimientos de una verdadera penitencia, a arrancarle del poder del demonio, a fin de que podamos reintegrarle en el seno de nuestra común Madre.
Despreció Enrique todos los anatemas y se alió con todas las furias del averno. El Papa contaba con la justicia, con la compañía de la piadosa y abnegada condesa Matilde y con la espada del esforzado Roberto Guiscardo. Los alemanes se disponían a deponer inmediatamente a Enrique, pero éste, considerándose perdido y conociendo la magnanimidad de Gregorio VII, se decidió a poner la causa en sus manos, llegando, en la mañana del 25 de enero de 1077, al castillo de Matilde, en Canosa, donde a la sazón se hallaba el Papa. Nevaba copiosamente y el frío se enseñoreaba del ambiente cuando, descalzos sus pies, su larga melena al aire y cubriéndose con la ropa de los penitentes, golpeaba las puertas de la fortaleza un peregrino que no era otro que el mismo Enrique IV. Tres días esperó, gimiendo, llorando, implorando el perdón, sin probar bocado y posando sus plantas en el hielo. Ya perdía la esperanza, al anochecer del tercer día, cuando se decidió a entrar en una cercana ermita. Precisamente oraban en ella la condesa Matilde y Hugo, el abad de Cluny. Se conmovieron éstos ante sus súplicas de intercesión por él ante el Papa. Y Gregorio VII, aun cuando su sagacidad le dictaba que era todo fingimiento e hipocresía en Enrique, que no buscaba más que mantener su trono, sucumbió a la bondad de su corazón accediendo a los ruegos de tan piadosos intercesores. Como tenía que suceder, volvieron a producirse los conciliábulos, las excomuniones y las hipocresías, y el Pontífice tuvo que oponer su indomable firmeza a los ejércitos imperiales que llegaron hasta Roma, donde sus habitantes, ganados por las larguezas del emperador Enrique, terminaron por entregarle la ciudad.
Gregorio VII se refugió en el castillo de Sant-Angelo, donde renovó la sentencia de excomunión. Esquivó Enrique el golpe haciendo entronizar en la basílica de San Pedro al antipapa Guiberto. La Providencia salió al paso: la consternación se impuso de súbito ante el rumor de que Roberto Guiscardo estaba a las puertas de la ciudad con un formidable ejército de normandos. Ante la vacilación de los romanos, por él comprados con dinero, y viendo a sus tropas fatigadas por la larga campaña y diezmadas por la epidemia, Enrique, avergonzado, huyó precipitadamente de Roma, y los romanos, asesinados a millares o vendidos como esclavos, expiaron su traición ante los normandos que incendiaban y saqueaban la ciudad. Abandonó Gregorio VII la urbe en ruinas, dolorido por tanta destrucción, y se refugió en Montecasino, de donde pasó a Salerno, haciendo a la Iglesia universal este supremo llamamiento: Por amor de Dios, todos los que seáis verdaderos cristianos, venid en socorro de vuestro Padre San Pedro y de vuestra Madre la santa Iglesia, si queréis obtener la gracia en este mundo y la vida eterna en el otro.
Como otro Moisés, sin permitirle la Providencia contemplar la perfecta realización de su ideal sagrado, aunque a sus puertas, moría en Salerno, el 25 de mayo de 1085. pronunciando estas palabras: He amado la justicia y odiado la iniquidad; por eso muero en el destierro.
Muerte de antemano aceptada cuando, ya en 1076, escribía a los obispos de Alemania esta frase, que revela la energía de su temperamento y su sinceridad apostólica: Mejor es para nosotros arrostrar la muerte que nos den los tiranos, que hacernos cómplices de la impiedad con nuestro silencio.
ANTONIO ONA DE ECHAVE