25 de mayo

SANTA MAGDALENA SOFÍA BARAT († 1865)

Año 1779. Al final de un sendero bordeado de álamos, traspasado el puente sobre el Yvonne, el río pacífico con fondo de bosques lejanos y vecinos viñedos, los tejados rojo y vivo de Joigny, un lugar perdido en la Borgoña. Aquí, París; allí, Lyón. Unos minutos cuesta arriba de la calle Mayor y el barrio de los artesanos: casas minúsculas, blanqueadas, de ventanas chicas y puerta baja. Jacobe Barat, el tonelero dueño de las viñas que crecen junto al Larry, vive allí a la derecha. Madeleine, su mujer, todo un carácter, en la noche del 12 de diciembre, repitiendo el gozo de la escena comentada por Jesucristo, alza en los brazos una hijita nueva. La casa frontera arde en tanto, y esa niña, llegada entre el resplandor, contestará balbuceando que C'est le feu, el fuego, cuando las vecinas le pregunten entre sonrisas: ¿Quién te trajo al mundo? Va a ser la glorificadora del Corazón ardiente de Jesucristo, que vino a incendiar la tierra. Se llamará Magdalena Sofía.

Sofía, desde la ventana de su buhardillita, otea los viñedos extensos y vuelve a sus libros. Luis, su hermano, su padrino, su maestro, es recio, exigente y hasta un poco exagerado. Estudia para llegar a sacerdote y se empeña en hacer de su hermana un doctor sesudo. Sofía era endeblita como una flor de secano, y los librotes, densos e inacabables. Profundo conocimiento de la filosofía, literaturas clásicas y modernas, el latín y el griego. Llegó a ser —decía ella— casi más virgiliana que cristiana. Curioso este plan de estudios. Curioso por desproporcionado para una aldeana y extraño para su época, fuera de los espíritus selectos. Para colmo, estudiaba ciencias exactas, astronomía, botánica y física. Como un premio recibió el permiso para dedicarse a las lenguas vivas, y cultivó con cariño especial la española y la italiana. Más de una vez se la veía entusiasmada con el Quijote y el Castillo interior o Moradasde Santa Teresa, quien la convenció de que el español es la langue faite pour parler à Dieu, la lengua nacida para hablar con Dios.

Tuvo Sofía una afición hispánica intensa. Lo más medular de su espiritualidad misma osciló siempre entre la gran Teresa de Avila y San Francisco Javier y San Ignacio. Así lo afirman todos sus biógrafos cuando comentan el estilo de las constituciones o reglas de la Sociedad del Sagrado Corazón, defendido con viril tesón contra todos los intentos de cambio. A la fundación primera en España, solicitada por las niñas catalanas alumnas del Sagrado Corazón en Perpiñán, contestó: Doy mi adhesión con el corazón entero. Un hombre del temple hasta brusco de Luis Barat guió a su hermana por un camino áspero en exigencia y en métodos. Toda su vida, desde el corazón a la cabeza cruzando los sentidos, su jornada entera y su calendario, estaban sometidos a la brida y bocado de esta mano dura, que exigía a una débil criatura todo lo que a sí mismo. Tan sólo permitía el preceptor un paréntesis en el trabajo intelectual en las épocas de mayor labor campestre, durante las que la hija ayudaba a su madre en los afanes de la alegre vendimia. En aquellas ocasiones recitaba en su propio marco fragmentos de la mejor literatura bucólica.

La revolución de 1789, la gran Revolución Francesa, descompuso esta paz del pequeño Joigny. Era la revuelta de espaldas a Dios. Ignoraba, al proclamar los derechos del hombre, que el primer derecho del hombre es su salvación eterna. Fue la primera revolución que desprestigió esa palabra, revolución, que hasta entonces se había podido aplicar a la obra radical promovida por el mismo Evangelio.

Luis Barat sufrió prisión; pero, en medio de aquellos horrores, llegó a la ordenación sacerdotal, lo que venía entonces a ser sinónimo de voto de martirio, Con frecuencia en la Historia sucede algo así. Entretanto Sofía, con aquel desusado bagaje intelectual, educada en unas exigencias espirituales tan exquisitas, esperaba un no sé qué. El ambiente de Joigny anunciaba a la muchacha el destino de una normal boda con alguno de sus buenos paisanos, cuando Luis, aspirando para su hermana desconocidos horizontes de Providencia, indicó algo que cayó como una bomba en la sencilla opinión familiar: Sofía debía salir de Joigny. La empresa era difícil, pero a la medida del tozudo Barat, hijo. A París fue él para más disimulando ejercicio de su ministerio en el secreto de las circunstancias revolucionarias. Y en casa de una heroica señora, madame Duval, fue aceptado como huésped que pagaba el pupilaje con la más cotizada moneda: la diaria celebración, estilo catacumbas, del santo sacrificio. Venía a ser una bautizada versión del pretencioso París bien vale una misa de aquel voluble rey francés. Poco después convive allí Sofía, alejada entre lágrimas de la paz hogareña. Prosigue su educación minuciosa, y son sus primeros ensayos educadores como catequista de los niños vecinos que crecían sin Evangelio.

La dirección de su alma se hizo más posible en la capital y el amor de Dios aumentó entre las piras incendiarias y las guillotinas: El Papa, desterrado de Roma, prisionero y expirando en Valence; los obispos, expatriados; las iglesias, profanadas; los conventos, destruidos: los niños, sin instrucción; los hombres, sin religión: el luto en las familias; miles de miserias públicas y privadas... Ésta es la lista de congojas escrita entre lágrimas por Sofía. Las crueldades y ridiculeces de la revolución hastiaron a los franceses y la reacción religiosa llegó a su primera cumbre en 1797: libertad de cultos. Un celo devorador de apostolado sacudió Francia entera. Fue una vocación colectiva a la santidad. Sofía, preparada por largos años a esta llamada de la gracia, pasó tres años de preguntas a Dios: ¿por dónde? ¿El Carmelo acaso? En 1800 cruzaban la frontera francoalemana los Padres del Sagrado Corazón. Fundados por Tournélv. se dirigían entonces por un ex militar fogoso: el P. Varin. Varin tuvo una historia semejante a Loyola y fue jefe de esta milicia sacerdotal que acabó desembocando de hecho en la Compañía de Jesús. Luis Barat se adhirió a los Padres del Sagrado Corazón y habló al superior de su hermana como llamada por Dios. Pero ella seguía indecisa: Lo pensaré. Pero Varin repuso: Todo lo encamina Dios según sus designios, y la educación nada común que habéis recibido no parece ordenada por Él para ser sepultada dados los tiempos presentes. No, Sofía, ya no es hora de pensar. Cuando se conoce la voluntad de Dios hay que cumplirla... ¡Yo, en nombre suyo, os la declaro! En Santa Magdalena Sofía aparece más su obra y ella en función de su obra. Nunca consintió ser llamada fundadora, y no fue superiora hasta 1800, y extraordinariamente, a la fuerza; superiora general no se logró que lo fuera hasta 1806. Fue siempre a remolque de los destinos divinos.

Las constituciones las escribe para asegurar la continuidad de su Sociedad contra asechanzas que pretendían desviar su espíritu corazonista y asesorada por los padres Varin y Druilhet. Ya de este momento vocacional escribe: En cuanto a mí, nada preveía entonces; no hice sino aceptar lo que me proponían los nombres de sus colaboradoras —Deshayes, Duchesne, Maillucheau... —aparecen continuamente ligados a su vida.

Sofía y sus compañeras, en un principio tan inclinadas al Carmelo, cedieron su vocación contemplativa a la activa, pero sin abandonar de ningún modo la contemplación. Contemplar y entregar esa contemplación es más perfecto que sólo contemplar, lo mismo que alumbrar es más que el simple lucir, enseña Santo Tomás. Esta vida mixta es la escogida por la nueva sociedad religiosa. Une en armonía la contemplativa y la activa, y resulta superior a las dos. Por eso una mujercita afanosa que alimenta sus labores diarias caseras con su diaria oración y no trabaja bien si bien no ora, y no ora bien si bien no trabaja; un oficinista que en su oración diaria halla la alegría de su trabajo monótono y oscuro, y que, a fuerza de intención sobrenatural, transfigura los papeleos en la máquina, están haciendo la más perfecta vida: contemplar y dar fruto para los demás.

Claro que la misma Sofía notará toda su vida situada en tensión entre la oración y la acción: Lo esencial es conservar el espíritu interior en medio de este jaleo, escribirá. No siempre parece posible elevar la intención lo bastante para justificar cara a Dios largas tareas de profesor, o de enfermero, o de burócrata: Soy como un secretario de ministro. No tengo tiempo de respirar. Las visitas, los asuntos se suceden y, en medio de este caos, ¿se puede encontrar a Jesucristo? El motivo de esta vida tan tensa sólo es uno. En las primeras reuniones de la Sociedad preguntó el P. Varin: ¿Cuál debe ser el espíritu de la obra? Rápidamente fue ésta la respuesta común: La generosidad, el Corazón de Jesús, no quiere sino almas grandes.

¿Y por qué precisamente el Sagrado Corazón? Hasta el siglo XVII las revelaciones del Corazón de Jesús fueron conocidas sólo por alguna de las monjas de los monasterios medievales. Cuando Jansenio helaba las almas con sus herejías, que pretendían achicar el amor divino, Dios suscitaba apóstoles de su Corazón enamorado de los hombres. San Juan Eúdes, Santa Margarita María, el Beato de la Colombière y San Pompilio María Pirroti.

Siglo XVII: San Juan Eúdes transforma la devoción corazonista en culto litúrgico, y ya en 1672 obtiene que la fiesta del Sagrado Corazón se solemnice en los seminarios de su Congregación. Y sobreviene en este siglo el gran aldabonazo del amor: las revelaciones a Santa Margarita María en Paray-le-Monial con la gran promesa, que acerca mensualmente al Sacramento como seguro de salvación. En el hecho de que los primeros viernes rara vez suelan lograrse completos seguidos hay algo de divina estratagema para hacernos pasar la vida en comunión.

Con Santa Margarita de Alacoque, la Visitación, con su confesor el Beato de la Colombière, la Compañía —apóstol universal del Corazón de Cristo—, son dos las Ordenes religiosas envueltas en el nuevo fuego, que comenzará vivo en la Congregación eudista. San Pompilio María Pirroti —ya en el XVIII— embarca en la empresa a la Orden de las Escuelas Pías al propagar por Italia la primera novena al Sagrado Corazón. El siglo XIX completa el conjunto con nuestra Santa Magdalena Sofía, también en clara línea de reacción antijansenista: ¡Si se conociera qué encantador es Jesús, qué amable en los brazos de su Madre, cómo su pequeño corazón ya está latiendo por nosotros! ¡Es grande el Señor y merece ser alabado! ¡Es pequeño y merece ser amado! Hacedlo conocer y pronto se le amará; sobre todo hacedlo conocer a esas devotas ridículas que ponen diques a la misericordia de Dios. Aquí asoman sus viejas lecturas literarias: dévotes ridicules recuerda las preciosas ridículas del gran Moliére. Pero la originalidad de Santa Magdalena Sofía está en el fin apostólico de su Sociedad, que anhela la glorificación del corazón de Cristo por la educación de la juventud, para devolver a las almas su fe en amor (P. Charmot).

El nombre de Sociedad del Sagrado Corazón fue conservado por la madre Barat contra viento y marea: desde el momento en que los vendeanos, al levantarse en armas, lo habían ostentado, usarlo parecía unirse a un partido político. Pero el nombre era el estilo y había de perdurar. La segunda y más íntima originalidad de la Santa era que su entrega al Corazón divino, más que una devoción, era una consagración. Santa Margarita María seguía al corazón en sus sangrientas horas de la Pasión. La santa madre Barat abarcó en la consagración de su Sociedad una visión que abarcaba esto y más: el amor de Dios en su vida humana entera, todo el Evangelio como fruto cordial de Jesucristo. Todos los misterios de amor y salvación han brotado del Sagrado Corazón de Jesús. Desde que la santa humanidad del Salvador fue unida a la divinidad en el seno de María, su pequeño Corazón nos dedica ya sus primeros sentimientos: se ofrece al Padre para expiar y para salvarnos. Por eso cuando, en 1853, conoció la misa del Sagrado Corazón Egredimini, de ornamento blanco —en contraste con la de ornamento rojo Miserebitur, más acorde con el estilo de Santa Margarita—, la pidió a Roma para las casas de la Sociedad como totalmente de acuerdo con su visión del Corazón de Jesús. El doble aspecto de este estilo se manifiesta en los evangelios: Aprended de Mí y He venido a traer fuego a la tierra; el primero como escuela interior, el segundo como mística de acción. Sí; era el fuego, ya desde niña, el móvil de su vida.

La ciudad de Amiéns fue la cuna de la obra. Siguieron Grenoble, Belley, Poitiers, Niort... París, Turín, Roma. En vida de la fundadora llegan a 111 las casas. Hoy 7.000 religiosas y 180 casas llenan Europa, América, Japón, China, Egipto, Congo belga y la India.

En Francia habían ocurrido muchas cosas. Usurpador tras usurpador, el gobierno del país había caído en las manos férreas de Napoleón. Fue siempre costumbre de los usurpadores, al querer instalarse pacíficamente, apelar a la religión para legitimar el poder conquistado y rodearlo de una aureola que lo hiciese venerable a la faz del pueblo. Y en semejantes ocasiones el tirano permite al pueblo incluso mantener sus creencias y aun en forma espectacular ejecuta los ritos que antes había, si cabe, pisoteado. Así escribe Carlo Castiglioni en su Historia de los Papas. Y Napoleón pretendió resucitar para su utilidad una ceremonia imponente que desde tres siglos atrás no se había celebrado: la coronación imperial por manos del Papa. Pío VII temió por la cristiandad entera si se negaba y, después de abundantes y duras condiciones al flamante emperador, accedió. Fue entonces cuando, de paso el Pontífice por Lyón hacia París, camino del rito, Pío VII se digna recibir a la madre Barat y bendecir la Sociedad.

En los años 1808-1816 las pruebas divinas sobre la fundadora hicieron de ella una de las santas más crucificadas de su siglo. El capellán de la casa de Amiéns, Saint-Estéve, que, junto con los padres Varin y Druilhet, había recibido el encargo de colaborar en la redacción de las constituciones, se dejó seducir por la idea de que a él sólo correspondían las atribuciones de fundador. Así sugestionado, se lanzó a escribir unas constituciones que fueron rechazadas por la mayoría de las religiosas. Sin embargo, un grupo, las de Gante, en Bélgica, engañadas por una falsa aprobación romana apañada por el artero fundador, y temiendo siempre por la sospecha de galicanismo que atraía envuelto indistintamente todo lo francés, siguieron a Saint-Estéve y se separaron de la fundadora. En este matiz el culto, estilo y nombre del Sagrado Corazón quedaban suprimidos. Nombrado secretario del embajador francés en Roma, hizo Saint-Estéve allí lo que pudo y lo que nunca debió hacer para lograr el triunfo de su facción; hasta falsificó documentos y cartas. Entretanto la madre Barat, sola, pues el padre Varin estaba en pleno noviciado en la Compañía, sostuvo su fe y la de sus atribuladas hijas: Aceptemos la cruz desnuda. Jesús, a pesar de todo, callaba; estas tres palabras son toda mi fuerza. La crisis, por fin, pasa porque Roma acaba sabiendo la verdad y, desprestigiado el pobre Saint-Estéve, León XII aprueba en 1826 las constituciones de la Madre. Pero en 1839 todo el separatismo eclesiástico francés se revuelve en contra del traslado a Roma de la casa madre, y en 1848 la revolución expulsa al Sagrado Corazón de Suiza y del Piamonte. Nuevas pruebas para un corazón generoso.

Al observar en las almas santas estas virtudes heroicas es preciso notar que no aparecen en ellas de un modo como mágico, automáticamente. Son el resultado de un lentísimo proceso de entrega trabajosa de sí mismo a la voluntad divina, de una sucesiva unión con las virtudes de Jesucristo cooperando con su gracia. El secreto de la vida interior de Santa Magdalena Sofía es un armónico combinado de la ascética ignaciana de los Ejercicios en su aspecto de contemplación familiar de la vida del Señor, las revelaciones a Santa Margarita y el año litúrgico.

Es aquí donde aparece extraordinaria la sabiduría de la madre Barat. Actualmente ya no resulta rara esta cotización del culto en la escala interior de perfección, pero entonces el movimientos litúrgico no había hecho sino empezar, y he aquí una religiosa que ya cimienta en él la adquisición de su forma de vivir de Dios. Aun hoy es difícil para muchas almas acompasar la espiritualidad personal, el caliente momento psicológico, con el de la santa Iglesia, y Pío XII ha tenido que romper lanzas por la pretendida enemistad entre lo que han dado en llamar piedad objetiva —la litúrgica— y piedad subjetiva —la íntima—. Para la madre Barat sí que no existió este enemiga. "La liturgia es mi pasión dominante", escribió. Y este encontrar su corazón en la liturgia, en el año litúrgico, fue normal en su vida. El padre Brou tiene un estudio admirable sobre cómo plegó con toda naturalidad su devoción personal a la piedad oficial de la Iglesia la fundadora.

Por otra parte, su ascética fue también lo que hoy se llama de unidad, la ascética de salvarse en racimo. Una hija del Sagrado Corazón no se debe salvar sola. El dogma de la comunión de los santos, que haría trazar a Pío XII una de sus más luminosas cartas encíclicas, la del Cuerpo místico, era ya cosa vivida por esta gran mujer, que llevó el ignaciano sentir con la Iglesia hasta las más escondidas fibras de su estilo.

La sencilla fecundidad de la enseñanza y el ejemplo de Santa Magdalena Sofía, la extraordinaria vigencia actual de su personalidad, se presta a una prolija consideración personal y provechosísima. El jueves vamos al cielo, dijo, y amaneció aquél el 25 de mayo de 1865. Pero no se acabará nunca de ir de entre nosotros esta dulce y fuerte mujer. Revive en cada religiosa del Sagrado Corazón, perdura en la caliente presencia de sus escritos. Al irse al corazón de Dios, que tanto había amado, le quedaron —como escribe Granada— las arcas llenas y las manos sanas.

ENRIQUE INIESTA COULLAUT-VALERA, SCH. P.

María Magdalena Sofía Barat, fundadora (1799-1865)

Recoge la herencia acerca de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús (Juan Eudes, Margarita María de Alacoque, beato de la Colombière, Pompilio María Pirroti, etc.) y la hace clara en un momento clave del resurgir cristiano en Francia a raíz de la Revolución.

Al tonelero Jacobe Barat y a Madelaine, su mujer, les nació una hija el 12 de diciembre de 1799, cuando terminaba el siglo;  la llamaron Magdalena Sofía.

El hermano mayor, Louis, es su padrino. Se tomó tan en serio su padrinazgo que decidió enseñar a su hermana todo lo que él sabía, convirtiéndose en su maestro mientras él se preparaba para el sacerdocio. Dispuesto a hacer de aquella niña endeble un sabio sesudo, a poco que la cabeza de Magdalena empieza a funcionar, se ocupa de meter ritmo en el aprendizaje; poco a poco, pero con un compás más rápido del habitual, la introduce en el intrincado mundo de la filosofía y de la literatura clásica y moderna, de las matemáticas ¡horror para una aldeana! y de otras ciencias exactas. Además, la impone en español e italiano. Aquella pobre jovencita llegará a decir cuando mayor que hubo un tiempo en que «era más virgiliana que cristiana». Luis no la dejaba tranquila; parecía que tenía el proyecto definido de hacerla aprovechar el tiempo y no permitirle la vagancia; le exigía orden, puntualidad para hacerla responsable;  sólo en las épocas de recolección le permitía un respiro, porque todos los brazos disponibles de la casa debían emplearse en las tareas agrícolas. Aquel esfuerzo prolongado y sin tregua le vino muy bien para hacerla fuerte, dándole el temple y fuste necesario para poder reaccionar después humana y sobrenaturalmente con una altura que no tenían los hombres.

En 1789 llegó la Revolución con su vocerío sobre los derechos del hombre y con el caos que siguió. A Louis Barat lo metieron en la cárcel, pero lo soltaron pronto; lo ordenaron sacerdote, que era entonces como una predestinación al martirio, y se marchó a París a ejercer su ministerio en secreto, en casa de madame Duval.

Magdalena dejó el pequeño pueblo de Joigny y siguió a su hermano a París donde prosigue su preparación intelectual, participa en catequesis clandestinas, y siente con el mundo católico las atrocidades del momento: el papa en destierro, prisionero y muriéndose en Valence, los obispos expulsados, las iglesias profanadas, los conventos destruidos, la gente sin religión y los niños sin nadie que les enseñe. Todo al son de la guillotina y de las piras incendiarias.

El decreto de Libertad de cultos del 1797 fue la ocasión del despertar cristiano ante aquellos atropellos revolucionarios. Por todas partes hay un bullir de gente y espíritu ansioso de recuperar el tiempo. Luis se une a los del Sagrado Corazón fundados por Tournely. Magdalena está pensando en su futuro inmediato sin decidirse aún a optar por el carmelo; el padre Joseph Varin, futuro jesuita y con un carácter tan férreo como el de su hermano Louis, influyó en ese momento de indecisión a que se entregara a fundar una asociación religiosa contemplativa y activa en franca reacción jansenista. La finalidad sería la glorificación del Corazón de Cristo y el medio la instrucción de la juventud.

Así quedó fundada en 1801, la sociedad de las Damas del Sagrado Corazón. La cuna fue Amiéns, y la expansión se hizo por Grenoble, Belley, Poitiers, Niort, Paris, Turín, Roma... 111 casas en  vida de la fundadora desparramadas por Europa.

La rapidez de su difusión no quiere decir que todo fuera un camino de rosas. De Magdalena Sofía Barat se ha llegado a escribir que, durante los veintitrés años fue superiora, «fue una de las santas más crucificadas de su siglo». Tuvo problemas graves nacidos del clericalismo francés en1839; fueron expulsadas de Suiza y del Piamonte en 1848; pero su terrible corona de espinas salió desde sus mismas hijas soliviantadas por el capellán de la casa de Amiéns, Saint-Estève, que pretendió cambiar  el nombre, las constituciones y el régimen, empleando modos innobles e ilícitos como falsificar documentos y cartas, y llegando a provocar la escisión de una buena parte de las religiosas belgas vilmente engañadas.

Aquella preparación cultural y temple que parecía desproporcionado para la época de su niñez y juventud, la prepararon dándole la firmeza y el criterio necesario para sobrellevar los momentos de incomprensión, malentendidos, calumnias y persecución. La frase evangélica «Iesus autem tacebat» le sirvió como punto de referencia para no perder la paz ante los acontecimientos y desafiar las situaciones adversas con valentía.

«El jueves vamos al cielo» dijo un día. Así sucedió. El 25 de mayo de 1865 se marchó.

Bien dotada para la enseñanza, lo hizo de modo maravilloso con las muchachas que Dios le iba mandando y de donde salían las vocaciones para llenar las numerosas casas que se fundaron con una rapidez de vértigo. Claro que el sistema empleado  –supo unir a la exigencia la bondad–  tuvo poco que ver con el que usó su hermano con ella.