El primero de estos dos santos mártires era un sacerdote muy estimado en Roma, y el segundo era un fervoroso cristiano que tenía el poder especial de expulsar demonios. Fueron llevados a prisión por los enemigos de la religión, pero en la cárcel se dedicaron a predicar con tal entusiasmo que lograron convertir al carcelero y a su mujer y a sus hijos, y a varios prisioneros que antes no eran creyentes. Disgustados por esto los gobernantes les decretaron pena de muerte.
A Marcelino y Pedro los llevaron a un bosque llamado la selva negra, y allá los mataron cortándoles la cabeza y los sepultaron en el más profundo secreto, para que nadie supiera dónde estaban enterrados. Pero el verdugo, al ver lo santamente que habían muerto se convirtió al cristianismo y contó dónde estaban sepultados, y los cristianos fueron y sacaron los restos de los dos santos, y les dieron honrosa sepultura. Después el emperador Constantino construyó una basílica sobre la tumba de los dos mártires, y quiso que en ese sitio fuera sepultada su santa madre, Santa Elena.
Las crónicas antiguas narran que ante los restos de los santos Marcelino y Pedro, se obraron numerosos milagros. Y que las gentes repetían: Marcelino y Pedro poderosos protectores, escuchad nuestros clamores.
Nos ha dejado noticias de su muerte el papa san Dámaso que las escuchó narradas por la boca del mismo verdugo.
El martirio tuvo lugar durante la persecución de Diocleciano, en los comienzos del siglo IV.
Ambos mártires se mencionan en el Canon llamado Romano de la Misa, hecho litúrgico que demuestra la gran resonancia que tuvo su testimonio en Roma y la extensión de su culto.
Fueron decapitados en un bosque, pero sus cuerpos se trasladaron al cementerio llamado Ad duas lauros en la Vía Labicana donde recibieron sepultura. Allí mismo, después de la paz de Constantino, se erigió una basílica bajo su advocación donde se enterró a santa Elena, la madre del emperador. Las reliquias de Marcelino y Pedro se veneran el Roma, en la misma Vía Labicana.