Autor: Archidiócesis de Madrid Si no lo hubiera encontrado el abad san Panufcio, ya moribundo, y no hubiera escrito su vida es seguro que no conoceríamos a este personaje originalísimo. Es un ermitaño, morador de una cueva del desierto egipcio de la Tebaida.
Allí mismo donde la civilización faraónica había florecido siglos antes, ahora, en las primeras centurias del cristianismo, los monjes pueblan el despoblado y viven en solitario su intensa experiencia interior y espiritual.
A nuestra sociedad lo profundo le sabe a raro y los compromisos definitivos o las decisiones comprometedoras de por vida no están de moda. Onofre, sin embargo, nos ofrece un testimonio admirable de profundidad interior capaz de abarcar todo su paso por la tierra.
Se dedicó a la oración y, después de orar, a dar buen consejo a quien se lo requería. ¿Nada más? Y... nada menos: dejar que el alma rebose amor de Dios para que otros puedan descubrirlo y amarlo; dejarse afectar desde el centro de la propia personalidad por la Gracia y contagiarla a otros como la gran curación, la gran salud, la gran salvación.
Si en la Iglesia no existieran estos absolutos testimonios del Absoluto, todo sería aún más relativo de lo que es.
¡Estaríamos buenos! Gracias, san Onofre, por liberarnos de relativismos estériles con tu testimonio.
El anacoreta Onofre fue el maestro de unos cuantos solitarios que llegaron a hacer escuela en la Tebaida. Por eso no era infrecuente el abandono de la soledad por un tiempo para ir a ver a Onofre, quien, además de tener fama de santo, sabía todo sobre las dificultades y grandezas de la vida en soledad. En aquella ocasión, el abad Pafnucio –morador de una cueva del desierto egipcio– fue a verlo, pero lo encontró ya moribundo. Lo atendió como pudo en las últimas horas; cuando Onofre murió, Pafnucio se pudo a rezar piadosamente unos salmos como él había visto hacer en casos semejantes; luego se puso a arañar la tierra para hacer un hoyo, colocó el cuerpo muerto y fue poco a poco cubriéndolo con piedras para defenderlo de los animales.
Allí mismo donde la civilización faraónica había florecido siglos antes, ahora, en las primeras centurias del cristianismo, los monjes pueblan el despoblado y viven en solitario su intensa experiencia interior y espiritual.
Si Pafnucio no hubiera escrito la vida de Onofre, es seguro que no conoceríamos a este personaje originalísimo, que mataba el tiempo rezando, vivificaba el desierto con la penitencia, y miraba al cielo plagado de estrellas para bendecir a Dios por sus bondades.
A nuestra sociedad, tan superficial como comodona, lo profundo le sabe a raro, y los compromisos definitivos o las decisiones comprometedoras de por vida no están de moda. Onofre, sin embargo, nos ofrece un testimonio admirable de profundidad interior capaz de abarcar todo su paso por la tierra.
Se dedicó a la oración y, después de orar, a dar buen consejo a quien se lo requería. ¿Nada más? Y... nada menos: dejar que el alma rebose amor de Dios para que otros puedan descubrirlo y amarlo; dejarse afectar desde el centro de la propia personalidad por la Gracia y contagiarla a otros como la gran curación, la gran salud, la gran salvación, el gran remedio y el gran gozo.
Si en la Iglesia no existieran estos absolutos testimonios del Absoluto, todo sería aún más relativo de lo que es. ¡Y estaríamos buenos!
Gracias, san Onofre, por liberarnos –con tus setenta años de anacoreta en el desierto– de tantos y tantos relativismos estériles.