15 de junio

SANTA GERMANA COUSIN († 1601)

El pueblo de Pibrac, a unos kilómetros de Toulouse, se levanta en las vertientes de una colina por cuya falda corre un arroyo llamado el Courbet. No muy lejos, en la llanura que domina este arroyo, en medio de un paisaje muy descubierto cuya vista se extiende hasta los Pirineos al sur, se encuentra una casa rústica de ladrillos y adobes donde nació Germana Cousin en 1579. Su llegada al mundo pareció señalar el fin tan deseado de las guerras de religión, que habían ensangrentado durante años el reino, y especialmente el Languedoc.

Maitre Laurent, el padre de Germana, honrado labrador, gozaba en el pueblo de cierta consideración, puesto que llegó a ser cónsul, o sea alcalde, en 1573 y 1574. Era modesta su alquería, pero la explotación de varias fincas le proporcionaba una renta decente. Entre los años 1575 y 78 casó en terceras nupcias con la que iba a ser madre de nuestra Santita, con Marie Laroche. Nació Germana enclenque, escrofulosa e impedida de la mano derecha; desde los años más tiernos quedó huérfana. Hugo, su hermanastro, nacido de la primera mujer, quedaba por amo de la casa. Le llevaba a Germana unos treinta años, Su mujer, Armanda Rajols, despiadada, mandona, regentaba sus cosas con dura mano; trataba reciamente a la pobre tullida, que no valía para las labores de casa y sólo podía prestar insignificantes servicios, como hilar el copo o guardar las ovejas; la mantenía arrinconada como pestífera con el fin de evitar que a nadie se le pegara su repugnante escrófula. Hacía con Germana las veces de madre una pobre sirvienta llamada Juana Aubian, quien descubría sus llagas, las lavaba y curaba, llevando a la chiquilla a su lado al amor de la lumbre, partiendo con ella la comida y la cama hasta que la juzgaron bastante crecida para que se echara a dormir sola debajo de las escaleras del establo contiguo a las habitaciones de la casa. La bondadosa Juana Aubian era una mujer profundamente caritativa: no sabía leer ni escribir, pero poseía esa intuición de las cosas sobrenaturales que el Señor deposita en las almas sencillas y puras. Ella fue quien instruyó a Germana en las verdades de la fe y abrió su corazón al amor de Dios, hablándole de las maravillas que el Salvador obra en favor de los desventurados.

Puesto que no valía para ser empleada en las faenas del campo, Germana fue arrinconada como pastora, sin que los suyos pudieran sospechar que, al igual de los patriarcas, de Genoveva, la pastora de Nanterre, o de Juana de Arco, la pastora de Domrémy, este título iba a ser mas adelante su gloria y la característica de su santidad, aunque la suya debía de realizarse dentro de los estrictos límites de una vida del todo oculta en Dios. Los vecinos de Pibrac sólo sabían de ella que era tullida y atormentada por los duros tratos de su madrastra: probaba ser sonriente y bondadosa, y tan dedicada a la oración y frecuentación de la iglesia, que le habían puesto el apodo de la beata. En el campo, mientras vigilaba su rebaño se la veía postrarse de rodillas tan pronto como se oía el tañido del Angelus; a veces dejaba pacer a su rebaño y echaba a correr hasta la iglesia: no se le desmandaban sus ovejas, que seguían paciendo la hierba alrededor del huso, que quedaba clavado en la tierra todo el tiempo que duraba su ausencia. Fue notorio el hecho de que nunca se las atacaron los lobos, a pesar de que la selva de Bouconne cercana era la guarida de fuertes bandas, que solían encarnizarse contra rebaños, niños y hasta labradores. Una secreta virtud parecía salir de su huso y tenerlos a raya.

Esta era la vida de Germana durante todo el año: en los fuertes calores del verano como en las recias heladas del invierno, cuidadosa y silenciosa, vigilaba su rebaño. Cuando cerraba la noche se recogía con él y se pasaba las noches durmiendo debajo de las escaleras del establo, junto a sus ovejas, tan cerca del Niño Dios en el aprisco de Belén como los pastores de Navidad. Por la mañana, cuando salía a los pastos, se llevaba en el delantal una ración de pan, no el mejor de casa por cierto: se le reservaban los mendrugos, y ella misma los iba a recoger en el arca, pan de la humillación voluntaria de la pequeña Cenicienta, que no aspiraba a más que al último lugar en casa. Este pan que se le consentía, como las migajas caídas de la mesa de los ricos, Germana lo compartía con los más pobres. En aquel entonces se viajaba a pie; ¡cuántos vagabundos, peregrinos y menesterosos en busca de pan iban y venían por los caminos pidiendo delante de las puertas y a la entrada de los pueblos! Germana los veía acercarse desde lejos, se iba hacia ellos y, abriendo su delantal, compartía con ellos el consuelo del pan y de su sonrisa. Quiso El Señor manifestar con un prodigio notorio cuán agradable era delante de Él la caridad de Germana.

Se aproximaba el término de su vida. Armanda, que tenía barruntos de la prodigalidad de la joven para con la gentuza, viéndola cierto día marcharse de casa con una provisión que abultaba más que acostumbraba, resolvió seguirla con un garrote en la mano, con ánimo de confundirla delante de testigos presenciales de su fechoría, hizo que parara delante de unos vecinos, tirándola bruscamente del delantal. y ocurrió el milagro: a los pies de la joven, desparramadas en el suelo, se le caían como llovidas del cielo unas flores silvestres. Los testigos contemporáneos tuvieron cuidado de añadir: Y no era la estación de las flores. Armanda, aterrorizada por el prodigio celeste, quería volver a mejores sentimientos. Vuelve con nosotros, te acomodaremos una buena habitación, comerás con nosotros. pero Germana rechazaba con suavidad sus propuestas. Tenía afición a su camaranchón: ¿acaso no era el mísero alojamiento en el que Jesucristo Nuestro Señor le había comunicado su consuelo y su alegría? Tan estupendo milagro ocurrió algunos años antes de su muerte; pero ya había sido glorificada por Dios delante de los vecinos del lugar. El párroco de Pibrac, don Guillermo Carné, se hacía lenguas de la santidad de la joven, tan devota a los oficios y tan caritativa con todos. Sabedor de las luces que Dios le deparaba en los misterios de la fe, le dio permiso para que diera la doctrina a los niños. Fue Germana una maravillosa catequista; acudían a ella las criaturas en los campos para oírla hablar de Dios, valiéndose de las cosas visibles para poner al alcance de sus oyentes los altos secretos de la realidad invisible, no de otra manera que Nuestro Señor cuando enseñaba a los corazones puros y sencillos en un maravilloso lenguaje de parábolas. A todos les inculcaba su ardiente amor a la Eucaristía, puesto que solía comulgar cada domingo, sin faltar en ninguna de las fiestas de la iglesia. Un día, pues, dirigiéndose a la parroquia cuando se preparaba a vadear el arroyo, se encontró con que las aguas salidas de madre le impedían el paso. Las gentes se reían de la beata. Pero Germana, con santo atrevimiento, se prepara a cruzar las aguas como solía. Y ocurrió el milagro: las aguas arremolinadas y sucias se apartan, dejándola pasar a pie enjuto. Volvió a reproducirse el prodigio después de la misa. La noticia se difunde en la comarca y cunde la voz de que la pequeña pastora del tío Lorenzo es una santa. En una canción popular muy divulgada aparece Germana: se la llama la violeta de Pibrac. Pero la Santa no hace caso de lo que dicen de ella; sigue con su vida oculta, aguantando con admirable paciencia sus miserias y trabajos, fiel a su condición humilde, de secreto martirio, hasta su muerte.

Un sacerdote de la diócesis de Auch, al hacer de noche el viaje a Toulouse, y dos religiosos que habían encontrado asilo en las ruinas de un antiguo castillo cercano a Pibrac, afirmaron que en medio de la noche habían visto doce formas blancas dirigirse hacia la llanura y levantarse después hacia el cielo haciendo escolta a una joven vestida de blanco y coronada de flores silvestres. Al entrar de madrugada en el pueblo, se enteraron de que había muerto en la noche una joven tullida tenida en fama por sus virtudes. Había muerto Germana Cousin en aquella noche de junio de 1601, sin ruido, sola, tal como había vivido, debajo de las escaleras del establo.

Fue enterrada en la iglesia de Pibrac, frente al púlpito, en la concesión que poseía su familia. En 1644, al enterrar una allegada de Germana, el sepulturero Guillermo Cassé descubre aterrorizado un cuerpo en perfecto estado de conservación casi a ras del suelo. Era el cuerpo de una joven que parecía haber sido enterrada el día anterior. La noticia se difunde en el pueblo. Los ancianos reconocen a Germana Cousin: su cuello lleva todavía las señales de sus lamparones, la mano derecha no se parece a la otra. Entonces vuélvense a contar los milagros ocurridos en vida de Germana; queda expuesto su cuerpo en la iglesia y se produce el primer milagro póstumo: la señora del castillo de Beauregard fue curada de un absceso del seno que ponía en peligro la vida de su recién nacido. En testimonio de gratitud hizo donación de un ataúd de plomo, en el que quedó depositada la preciosa reliquia del cuerpo de la Santa.

Iba a empezar una serie de milagros tan manifiestos, tan frecuentes y sonados, que hacen de Santa Germana una de las más grandes taumaturgas de todos los tiempos: paralíticos y ciegos, personas atacadas de abscesos infecciosos o de incurables llagas purulentas, enfermos y tullidos que se acercaban al sepulcro de Germana, se encontraban súbitamente curados durante la santa misa. Los expedientes en los que constan los primeros milagros fueron consultados en 1661 por don Jean Dufour, arcediano de la catedral de Toulouse, y más tarde, en 1700, por el párroco de la Dalbade; no obstante, tardaba el proceso de beatificación a pesar de las curaciones milagrosas, que no cesaban. Un legajo de documentos fue confiado en 1739 a un misionero apostólico en Mesopotamia para que lo entregase, a su paso por Roma, a la Sagrada Congregación de Ritos; dichos documentos debieron de extraviarse, puesto que nunca fueron remitidos a Roma. En 1793, en pleno período revolucionario, los miembros del Comité de Salvación Pública, queriendo llevar a cabo un designio sacrílego de sustraer los cadáveres a la devoción de las muchedumbres, se encarnizaron sobre el cuerpo de Germana, arrojándole en un foso de cal viva, mientras se mandaba el ataúd de plomo a Toulouse para que sirviera para la fabricación de balas. Pasada la oleada revolucionaria, se descubrió por segunda vez el cuerpo: apareció casi intacto, a pesar de haber permanecido durante años bajo la acción de la cal viva, Entonces se volvió a tratar del proceso de beatificación.

En enero de 1845 el expediente era entregado, por fin, a la Sagrada Congregación de Ritos. Gregorio XVI dio su firma dos días antes de morir para aprobar los trabajos de la Comisión apostólica. Fue Pío IX quien tuvo la alegría de proclamar Beata a Germana en 1854, y Santa en 1867. Al terminar el siglo no se contaban menos de cuatrocientos milagros realizados por la intercesión de la Santa. Para el proceso de beatificación sólo se retuvieron los cuatro más conocidos: en 1845 la casa de las religiosas del Buen Pastor, de Bourges, a quienes faltaba hasta el pan, debe a su intervención dos multiplicaciones milagrosas de pan y harina; en 1828 Jacquette Cathala, niña de siete años, fue instantáneamente curada de un raquitismo incurable; Felipe Lucas, niño de doce años, igualmente de una fístula en la cadera. Entre los numerosos milagros realizados por la intercesión de la Santa de Pibrac mentaremos el de que fue favorecida María Teresa de España en febrero de 1845. La esposa de don Carlos, que vivía exilada en Bourges, padecía de un hipo tan alarmante con congestión de la garganta, que los médicos habían abandonado toda esperanza de salvarla. Doña María Teresa se puso al cuello una medalla de la Santa, se durmió y despertó al día siguiente totalmente curada.

Las fiestas de la canonización se celebraron con un esplendor incomparable tanto en la capilla Sixtina como en la ciudad de Toulouse, en medio de un alborozo general, que destaca la gran popularidad que disfruta la Santa de Pibrac. Hoy en día la aldea de Santa Germana sigue siendo un centro de peregrinación donde acuden los fieles todos los domingos. Cuando se celebra la gran peregrinación anual el 16 de junio, la muchedumbre no cabe en la pequeña parroquia. Una basílica empezada a levantar a principios de siglo está todavía sin acabar. El actual párroco, superior de la Congregación de los Misioneros de los Campos, confía en que su terminación ha de ser obra de la devoción a la Santa, cuyo resplandor sigue iluminando las tierras de Languedoc, a las que tanto ha amado. Todo resulta maravilloso en la historia de Santa Germana. Dios ha revestido a la flor de los campos y el lirio de los valles de la gloria de los santos para manifestar una vez más al mundo cómo se complace en revelar a los humildes sus secretos misterios, ocultos en su seno desde los orígenes de la creación.

JACQUELINE KRYNEN Una pastorcita de Pibrac, aldea cercana de Tolosa, nacida en 1579; huérfana de madre a los dos años, cayó en manos de una madrastra desnaturalizada, y desde entonces entró Germana en la escuela del dolor. Bajo el pretexto de que podría ser un peligro para los hijos del segundo matrimonio, le confiaron a los seis años el rebaño, alejándola así del hogar. Comenzaron pronto los carismas divinos con aquella pastorcita, que pasaba los días en coloquios con el Dios del Sagrario, desgranando Pater y Aves en honor de María, siendo la admiración de los sencillos habitantes de Pibrac, pero también el objeto de las burlas de los mozalbetes descreídos y maliciosos, que veían en Germana, no un alma santa, sino un ser desheredado de la naturaleza. A la edad de veinte años voló a las mansiones del Esposo, 1601.

Germana de Pibrac, virgen (1579-1601)

Siglo XVI, el tiempo; el lugar: Francia, Languedoc, Toulouse, Pibrac. Humanamente, la vida le dio bien poco; hija de un padre campero acomodado, Maître Laurent, casado con Marie Laroche en terceras nupcias y que se murieron pronto; con treinta años de diferencia con su hermano mayor, Hugo, único heredero a la muerte de su padre común y bajo la tutela de Armanda Rajols, una cuñada que siempre la miró con desprecio quizá por las secuelas que le quedaron a Germana desde su nacimiento: una mano con parálisis, llagas fistuladas y cuerpo maltrecho.

La situación de la niña Germana en la vida de familia fue de abandono consciente, voluntario y mantenido; la excusa para no comer juntos ni dormir bajo el mismo techo era la de evitar contagios. La huerfanita sólo encontró cariño, comprensión y muchas cosas más en la sirvienta de toda la vida, la analfabeta Juana Aubian, que de verdad la quiso. Hizo de madre, cuidándola; era ella quien limpiaba y curaba sus persistentes heridas, ella le habló de Dios y del comportamiento compasivo de Jesús con los menos afortunados; y Juana le daba de comer y la metía en su cama para el sueño hasta el día que la familia decidió que ya había crecido y era mejor que se las apañara sola. A partir de esta decisión, Germana durmió cada noche en el hueco de la escalera que bajaba al establo, junto al ganado, sobre un jergón o camastro.

Estaba claro que ella no podía aportar mucho al trabajo del campo por su limitado cuerpo, pero acompañaría al ganado en sus salidas a pastar, estaría con las ovejas, cabras y vacas y lo traería a casa a la caída de la tarde. Además, podría llevarse el huso, pincharlo en la tierra y hacer algunos hilos de lana.

Así la vieron en el pueblo salir todas las mañanas con su sonrisa amable y el ganado. Todos conocían lo suficiente su ambiente familiar y sabían de los malos tratos que la arrinconaban como si estuviera apestada. ¿Podían hacer ellos algo? ¡Verlo! Y nada más; los derechos de los niños, la protección al menor y la cuestión social se inventaron más tarde.

El cura del pueblo, Guillermo Carné, sabía que era piadosa y delicada de conciencia, que asistía a la misa dominical y comulgaba cada domingo; sabía que sonreía siempre y no protestaba jamás por su situación  –harto aceptada–, y sabía también que era caritativa; sí, de los mendrugos de pan que sobraban en casa, con los que ella se alimentaba, daba a los más pobres, y junto con el pan duro les hacía compartir, si los veía por el campo, su compañía y sonrisa; hasta le dio el abbé  encargo para enseñar la doctrina a los niños cuando la vio bien preparada; y hablaba con tal entusiasmo de Jesús en la Eucaristía y de la Virgen Santísima que, además de instruirlos, los formaba. Todo ello era fruto de la acción divina en los ratos  –sin medida de tiempo–  pasados en la acción de gracias y contemplación mientras atendía su cometido entre el calor o frío del campo, donde se arrodillaba al sonar las campanas para el rezo del Ángelus.

Vida más escondida  y sencilla no podía pensarse. Sólo al final de ella sucedieron algunos hechos insólitos, esos que llaman milagros. Verás.

Sin ser tiempo de flores, salieron de su delantal un montón de ellas; fue el día que su cuñada Armanda quiso humillarla ante los vecinos del pueblo. Sospechaba de la generosidad de Germana; la vio salir con más bulto del acostumbrado camino del campo; ante testigos le pidió que le enseñara lo que ocultaba y al extender sus ropas, se habían convertido los mendrugos de pan en flores silvestres.

Otra vez fue al pasar el arroyo Coubert para asistir a la misa; iba crecido y el agua turbia; desde la otra orilla se reían los que la llamaban beata imaginándose el trabajo para la pobre tullida,  o gozando entre risas de su prevista marcha atrás; pero Germana hizo con naturalidad lo de todos los días y se separaron las aguas para volver a juntarse cuando ella pasó por el lecho seco.

Un día amaneció muerta, debajo de la escalera y sobre su jergón, sin dar ruido. Era Junio de 1601.

Cuando Dios se lució fue a partir de ahora. Al medio siglo de su muerte, menudo susto se llevó el sacristán-enterrador Guillermo Cassé cuando quiso preparar una de las tumbas para un difunto a enterrar y se encontró el cuerpo enterrado de una mujer recién muerta; era el incorrupto de Germana. Luego, cuando la Revolución, quisieron terminar con el cuento, metiendo el cuerpo en cal viva; pero, a los años, volvió a aparecer incorrupto a pesar de la cal. Decir Pibrac era traer a la memoria curaciones de todo tipo, parálisis, tumores, ciegos, enfermos, ulcerados... de modo instantáneo y mientras se celebra la misa. Más de cuatrocientos milagros consiguieran que fuera el centro de peregrinación y plegaria para el sur de Francia, hasta que pasó lo de Lourdes; ahora comparten la plegaria y la piedad.

Germana  –presentada por la iconografía como una joven radiante con cayado de pastora y su huso–   fue canonizada por el papa Pío IX, en el 1867. Es patrona de las pastoras.

Cierto que si se la ha proclamado santa es porque Dios lo quiso, como pasa con cada santo; pero en alguno se nota más. Repetidas veces se extraviaron los legajos y expedientes de la Cenicienta de Pibrac sin que lograran llegar a Roma. También en esta etapa tuvo que presionar el Señor para que al fin saliera. Para eso es Él quien manda.