A mediados del siglo XVII el párroco de Lalouvesc, aldea perdida entre las nieves del mediodía francés, escribía en su libro parroquial: Este último día de diciembre de 1640, hacia la media noche, ha muerto en mi habitación y sobre mi cama, en la que había estado enfermo seis días, el reverendo padre Juan Francisco de Regis, jesuita del Puy.
Efectivamente, seis días antes, el 26 de diciembre, aquel hombre, hasta entonces aparentemente insensible al frío, a la fatiga y al ayuno, había caído sin conocimiento, rodeado de una inmensa turba de gentes que le apretujaban esperando a que los confesase. Toda la mañana la había pasado, aconsejando, consolando y absolviendo, en ayunas.
A las dos les dijo la misa, y a continuación siguió confesando hasta caer desmayado.
Este accidente fue una revelación asombrosa para los lugareños. Resultaba que el padre santo no era un ángel, sino un hombre como ellos, a pesar de los prodigios de todo orden que estaban acostumbrados a ver realizar a aquel religioso grandote y flaco. Así sucumbía a sus cuarenta y tres años de edad, agotado hasta el extremo en el ejercicio de su ministerio, el hombre del que Pío XII, poco antes de ser elegido papa, afirmaría: Si hay un santo a quien pueda invocársele como a patrón de las misiones rurales en tierras de Francia, éste es San Juan Francisco de Regis.
Los primeros años de la vida de nuestro santo no tienen especial relieve. Nace el 31 de enero de 1597 en Foncouverte, pueblecillo situado entre Narbonne y Carcasonne, en el seno de una acomodada familia campesina, y en el colegio es un chico, como tantos otros, que juega y estudia. Treinta años antes las guerras de religión habían asolado el país. Los hugonotes habían asesinado a los sacerdotes, destrozado las imágenes, a la vez que robaban y profanaban los templos, cuando no los destruían. A las persecuciones se siguió un ambiente de profunda renovación católica, marcadamente en la devoción a la Virgen y a la Eucaristía, que influyó para siempre en Juan Francisco de Regis.
A los diecinueve años aquel joven alegremente equilibrado y querido de todos por su encanto natural fuera de lo corriente, empieza a no sentirse a gusto. Nota aversión por las cosas del mundo. Y súbitamente cae en la cuenta de que la santidad, para él, no será accesible viviendo en el ambiente mundano. El sendero de su vocación religiosa comienza a deslindarse. Siente la llamada a alabar a Dios, pero no en una abadía cercana, muchas veces visitada y en la que no pocos monjes son parientes suyos. En su entrega, ahora como después, no busca facilidades personales. Su vocación le impulsa a la Compañía de Jesús, y su alabanza a Dios será ganando almas en el apostolado directo.
Pasan los años de noviciado y estudios, oscuros al exterior, pero luminosos para su alma. Su entrega a la gracia es generosa. En ese ambiente de oración, penitencias y humillaciones voluntarias, su alma de apóstol se va perfilando con pequeños escarceos de catequesis y sermones. Al tiempo de comenzar su teología en Toulouse, 1628, la peste se apodera de la ciudad. Hay que acogerse a la campiña. Y allí, en una casa de campo convertida en escolasticado, es en donde Juan Francisco comienza a sentirse devorado por la prisa en llenar su tarea apostólica.
Varios jesuitas son destinados a atender a los apestados, nuestro estudiante reclama con insistencia ese puesto para él. Pero siempre recibe igual respuesta: El ministerio de cuidar de los apestados es sólo para los sacerdotes, que pueden mejor que los otros, cuidando los cuerpos, sanar las almas. La peste sigue haciendo estragos entre enfermos y enfermeros. En tres años morirán víctimas de la caridad, por atender a los apestados, 87 jesuitas. Su deseo persiste más intenso a la vez que una paz inmensa llena su alma. El fogonazo de su prisa lo va madurando ante el sagrario. La explosión llega el día en que ingenuamente manifiesta que se siente culpable, no de haber concebido unas aspiraciones excesivas, sino de haber sido demasiado lento en engendrarlas y harto cobarde en procurar su cumplimiento. Puesto que para atender a los apestados es preciso ser sacerdote, conjura a su superior para que se le ordene cuanto antes, y con toda sencillez le ofrece en recompensa aplicar por él treinta misas, por considerarle uno de sus mayores bienhechores.
Las filas de los sacerdotes se han aclarado mucho con la epidemia. Urge el enviar refuerzos a esas regiones arrasadas antes por los hugonotes y ahora por la peste. Los superiores acceden, pero al mismo tiempo le señalan que la posibilidad de alcanzar la profesión solemne de cuatro votos quedará seriamente comprometida al alternar los estudios con un apostolado prematuro. Para Regis no era despreciable la profesión solemne; pero en la balanza de valores, su anhelo por hacer venir a Dios a la tierra, en sus manos, cada día, y su prisa por enviarle al cielo las almas que le pusiera en su camino, pesaba incomparablemente más. En la fiesta de la Santísima Trinidad, a los treinta y tres años de edad, decía su primera misa. Terminada su formación, pasa nueve meses en un diminuto colegio supliendo a un profesor enfermo. En adelante, los ocho años que aún le quedan de vida será catequista y misionero rural.
Los caminos que nos llevan a Dios son tan numerosos y variados como lo somos las personas que los recorremos. En estos caminos se da la misma diversidad física y moral que existe entre unos hombres y otros. Los hombres ignoramos si Dios marca igual distancia a recorrer, igual cima a escalar para todos, porque no lo podemos medir. En cambio, lo que sí podemos apreciar es que en la carrera de la santidad hay velocidades y tensiones diferentes. En este aspecto diremos que Juan Francisco de Regis llevaba el motor muy revolucionado. El fervor de su espíritu había encontrado un cuerpo fuerte, que lo podía secundar. Sus contemporáneos afirman con toda seriedad que “realizaba él solo el trabajo de diez buenos operarios“. En cuarenta y tres años de vida, veinticuatro como religioso, diez como sacerdote y ocho como catequista y misionero, logró que la voz popular le calificara unánimemente con el nombre de santo. Y tanto mereció en ese corto espacio de tiempo a los ojos de Dios, que el abogado de su causa de beatificación, refiriéndose a las declaraciones de sus contemporáneos, pudo afirmar: Todos estos testimonios deben tener tanto mayor peso para la Sagrada Congregación cuanto que los franceses, nadie lo ignora, no pecan, de ordinario, en estas materias por exceso de credulidad. Es por lo que, ante tantos prodigios y milagros evidentes, una especie de soplo divino y nacional parece levantarlos para proclamar la gloria de Dios y la santidad de su servidor.
Comienza a misionar la región de Montpellier y Sommiéres, espiritualmente destrozada por el calvinismo. En seguida su predicación llama la atención. No dice sólo lo que sabe, sino que lo que dice parece que lo ve, aunque se trate de los más profundos misterios. Al oírle, al mirarle predicar, los corazones se sentían tocados, y las lágrimas de los más recalcitrantes corrían. No obstante, su oratoria no era florida. Un predicador de fama, Guillermo Pascal, que le oyó, nos declara: ¡Cuán vanas son nuestras preocupaciones en pulir y adornar nuestros discursos! Las muchedumbres corren a escuchar las simples catequesis de este hombre y las conversiones se producen, mientras que nuestra esmerada elocuencia no obtiene ningún resultado o es de escasa duración.
Esta atracción extraordinaria por escucharle nunca decayó. Años más tarde, en Puy, sus catequesis serán sonadas de verdad. En el proceso de beatificación afirmaron sus promotores que el milagro está en que en una gran ciudad un hombre de aspecto miserable, siempre vestido de remiendos, sin ningún talento oratorio, que no decía nada fuera de lo ordinario, de un estilo mediocre y grosero, manifestara un tal soplo del espíritu divino, que arrastrase a Dios todas las almas, No faltaron oradores de fama que, movidos por la celotipia, avisasen a su padre provincial de que el padre Regis, por santo que fuera, deshonraba a su ministerio por las inconveniencias y trivialidades de su lenguaje. El púlpito cristiano exige una mayor dignidad. Al día siguiente acusador y provincial fueron a escucharle mezclados entre la masa. El superior quedó impresionado, declarando al acusador simplemente: “Quiera el cielo que todos los sermones fueran impregnados de esta unción. El dedo de Dios está ahí. Si yo habitase aquí, no perdería ninguno de sus sermones”.
Sus servicios como misionero son reclamados más al norte, en el Vivarais, región montañosa y refugio casi inexpugnable de la herejía. Desde hace más de un siglo la diócesis de Viviers rara vez había tenido obispo, y, si lo tuvo, no pudo visitar su diócesis a causa de las guerras religiosas. Todos los beneficios estaban en poder de los hugonotes, y del conjunto de las iglesias diocesanas sólo tres quedaban en pie. Sólo había veinte sacerdotes para toda la diócesis, con una formación teológica reducidísima, ya que para ordenarlos sólo se exigía entonces tres meses de seminario antes de cada orden mayor. Como cabe suponer, la corrupción de costumbres era espantosa. Los ministros de Dios, en lugar de remediarlo, lo fomentaban con su vida libertina y los seglares que se decían católicos no tenían de ello más que el nombre.
Fue aquella una misión de desbroce para preparar la visita del obispo. La confirmación no se daba sólo a los niños, sino a gentes de todas las edades. El poder de seducción sobrenatural del padre Regis comienza a manifestarse entonces. Fue famosa la conversión de una célebre mujer hugonote, irreducible hasta entonces a todos los intentos. Bastó con que el padre le dijera al verla: Bueno, amiga mía, ¿no quiere usted convertirse?, para que ella respondiera con agrado: Me lo pide usted con tanta gracia...
La atención de nuestro misionero se fijó, ante todo, en convertir y santificar a los sacerdotes. El celibato eclesiástico dejaba en muchos casos bastante que desear. A los que vivían según los deberes de su estado, los reforzaba en su virtud y los elogiaba delante del obispo. A los otros trataba de convertirlos humilde y respetuosamente siempre en privado. Si, pasado un tiempo, ni con ruegos ni amenazas venían a mandamiento, los abandonaba a la justa severidad del prelado.
La sanción de alejar a los viciosos produjo cierto descontento, que se tradujo en acusaciones sobre que su predicación estaba llena de sátiras e invectivas sangrantes, que sembraban el desorden en las parroquias. Esto último era cierto. Venía a romper el orden establecido malamente.
Monseñor De Suze tenía el temperamento fuerte. Hijo de noble familia de militares, estaba mejor constituido para mandar un ejército que para dirigir una diócesis. Juan Francisco no se defiende de las acusaciones. Recuerda que su regla le invita, por amor a Cristo, a sufrir como oprobios, falsos testimonios e injurias sin haber dado ocasión para ello. Se contenta con manifestarle que dadas sus pocas luces, no duda de que se le habrán escapado muchas faltas. Las controversias entre los obispos de Francia y los religiosos en general habían llegado en esta época al paroxismo. Las quejas calumniosas que llegan hasta Roma afectan vivamente al padre Vitelleschi, entonces padre general de la Compañía de Jesús, a causa de esa situación difícil. La conducta de Juan Francisco fue calificada de indiscreta, con muestras de simplicidad, e indicándose a su superior que no bastaba con apartarle de aquella misión, sino que debía ser castigado en proporción a su falta.
El vicario general de la diócesis hizo ver su error al obispo; este, impulsivo, pero recto, hizo llamar inmediatamente al padre, y en público le dio grandes muestras de aprecio, exhortándole a combatir siempre el vicio con igual discreción. Espontáneamente volvió a escribir al padre general, pero esta vez para hacerle grandes alabanzas del celo, prudencia e inmensa caridad de su súbdito, al que sólo reprochaba el prelado el prodigar su salud, sin preocuparse de los avisos. Dios permitió la humillación de su siervo por la calumnia, pero para dejar mas patente su virtud ante los superiores al no haber querido defenderse. Su fama había sido públicamente restablecida, pero su humildad le mantenía en la convicción del fracaso. Se le había aconsejado tanto la discreción y la prudencia para lo sucesivo, que cualquiera que no fuese tonto comprendería que se le consideraba desprovisto de tales virtudes. Su carácter fogoso y noble se acomodaba mal con esa prudencia humana, hija de una sociedad avejentada.
Sus ideales de apóstol se fijan ahora en el entonces Canadá francés. El evangelizar a los algonquinos, iroqueses y hurones resultaba tremendamente duro y heroico, debido a la pobreza de la misión, inclemencias del país, falto de civilización, y a la posibilidad próxima del martirio; pero allí todo era nuevo, sin límites ni celotipias. Después de mucho orar y de convencerse de que no es el despecho del fracaso, sino el deseo del martirio, lo que le impulsa, pidió ese destino. Las respuestas a sus sucesivas instancias fueron siempre esperanzadoras; pero, a pesar de los deseos del padre general de enviarle, la misión era muy pobre para poder mantener a más misioneros. Cinco años más tarde morirá Juan Francisco, y su Canadá serán las montañas del Vivarais, y sus verdugos su propio celo y su ilimitada caridad.
Y comienza la época cumbre de Regis. Con el ideal puesto en la esperanza de ir pronto a romperse en el Canadá y a morir allí mártir, empieza a misionar las aldeas perdidas entre picachos y nieves. De tal manera se entregó sin reservas, que pronto aquellos rudos aldeanos le apellidaron unánimemente el santo. Pecadores endurecidos que lloran públicamente sus pecados, enemistades ancestrales que desaparecen, libertinajes que se suprimen, fervores que renacen, ésa es la estela que señala su paso en medio de masas de montañeses que recorren muchas millas para venir a escucharle y a confesarse con el padre santo. Las facilidades del apostolado no las buscaba para su persona, sino en orden a sus prójimos. Sus catequesis sorprendentes en Puy y sus audaces obras sociales en la ciudad las realizaba en los hermosos días de primavera y verano. Entonces el recorrer las montañas no hubiera dejado de tener su encanto para él, nacido en el campo. Pero era ésa la época de cosechar las reservas para los crudos días invernales.
En la ciudad sus catequesis congregan de ordinario a cinco mil personas, que invaden hasta los altares laterales de la iglesia más capaz para escucharle. A la predicación une las obras de caridad. Pronto se le llama el padre de los pobres. Organiza la caridad, pero él mismo mendiga de puerta en puerta. Las chabolas le son familiares y corren de boca en boca curaciones y prodigios realizados en favor de los pobres. Lucha sin descanso contra la prostitución y los seductores, y no sin dificultades funda un asilo de arrepentidas. Cada una de ellas es una conquista que resuena en la ciudad, mezclándose en el relato los insultos, bofetadas y bastonazos que el padre ha recibido por su rescate. Pero la cruz más pesada de esta época tal vez sea la obediencia a su rector, hombre pusilánime, que, asustado por los comentarios de “Ios prudentes”, restringe el celo y regula estrechamente la caridad del padre. La obediencia es perfecta; pero a veces la lucha interna le causa fiebre. Tras la prueba, Dios le da otro rector que le apoya en sus santas locuras.
No nos ha dejado ningún escrito sobre su vida interior este auténtico contemplativo en la acción. Hombre de gran austeridad y penitencia, que pasaba gran parte de la noche en oración, tras de jornadas inverosímiles de viajes a pie, predicando y confesando de continuo, sin reparar en la comida o el descanso. Hombre endiosado que no tenía más que a Dios en la boca, a Dios en el corazón, a Dios delante de los ojos, que veía a Dios en todas las cosas, que predicaba, no lo que sabía, sino lo que veía. Hombre de una fe extraordinaria, capaz de provocar los milagros hasta lo increíble. Y hombre, en fin, que supo dejar hacer a Dios en él maravillas. Ante un hombre tan grande nos quedamos un poco descorazonados para imitarle; pero pensemos que esas maravillas no las hizo él. Estoy cierto de que el más asombrado era el propio Juan Francisco de Regis al contemplar la grandeza de Dios al trasluz de su miseria humana.
JOSÉ ANTONIO MATEO, S. I.
La tensión entre los católicos y los calvinistas franceses –los que recibieron el nombre de hugonotes–, alimentada por los intereses políticos de la Casa de Valois y la Casa de Guisa, fue aumentando en Francia; estallará la guerra civil en el siglo XVI y se prolongará durante el siglo XVII.
En uno de los períodos de paz en que se despierta el fervor religioso con manifestaciones polarizadas en torno a la Eucaristía y a la Santísima Virgen, en nítido clima de resurgimiento católico, nace Juan Francisco en Fontcouverte, en el 1597, de unos padres campesinos acomodados.
Cuando nació, ya había pasado la terrible Noche de san Bartolomé del 1572 en la que miles de hugonotes fueron asesinados en París y en otros lugares de Francia, con Coligny, su jefe. Y faltaba un año para que el rey Enrique IV, ya convertido al catolicismo, promulgara el Edicto de Nantes que proporcionaría a los hugonotes libertad religiosa casi completa.
Juan Francisco decidió entrar en la Compañía de Jesús. Estaba comenzando los estudios teológicos, cuando se declara en Touluose la terrible epidemia de peste del año 1628. Hay abundantes muertes entre enfermos y enfermeros hasta el punto de fallecer 87 jesuitas en tres años; y como hacen falta brazos para la enorme labor de caridad que tiene ante los ojos, no cesa de pedir insistentemente su plaza entre los que cooperan en lo que pueden para dar algo de remedio al mal. Se hace ordenar sacerdote precisamente para ello, aunque su decisión conlleve dificultades para la profesión solemne.
Este hombre es tan de Dios que, cuando la obediencia le manda desempeñar su ministerio sacerdotal en la región de Montpellier, se hace notar por su predicación a pesar de que su estilo no goza del cuidado y pulcritud que tienen los sermones y pláticas de otros predicadores. Tan es así que, ante el éxito de multitudinaria asistencia y las conversiones que consigue, grandes figuras de la elocuencia sagrada van a escucharle y salen perplejos del discurso que han escuchado por la fuerza que transmite a pesar de la pobreza de expresión. Alguien llegó a decir que «se creía lo que predicaba». De hecho, llegó a provocar celotipias entre los oradores de fama hasta el punto de llegar a acusarle ante su padre provincial declarando que deshonraba el ministerio de la predicación por las inconveniencias y trivialidades que salían de su boca. ¿Por qué el santo suscita envidia precisamente entre los más capacitados que él? ¿Por qué la envidia de los demás es casi consustancial al santo? ¿Cómo es posible que se dé tanta envidia precisamente entre los eclesiásticos? Son preguntas a las que no consigo dar respuesta adecuada.
Quiso ir al Canadá a predicar la fe; pretendía ir con deseo de martirio; hace gestiones, lo solicitó a sus superiores que le prometieron mandarlo, pero aquello no fue posible. Su Canadá fue más al norte de Francia, en la región del Vivarais, donde vivió el resto de su vida. Allí fue donde se pudo comprobar más palpablemente el talante de aquel religioso grandote y flaco que con su sotana raída y parcheada buscaba a las almas. La región era el reducto inexpugnable de los hugonotes que habían ido escapándose de las frecuentes persecuciones. La diócesis de Viviers se encontraba en un deplorable estado espiritual; la mayor parte de los puestos eclesiásticos se encontraban en mano de los protestantes; sólo veinte sacerdotes católicos tenía la diócesis y en qué estado. La ignorancia, la pobreza, el abandono y las costumbres nada ejemplares habían hecho presa en ellos. Le ocupó la preocupación de atenderles y esto volvió otra vez más a acarrearle inconvenientes, ya que algunos que no querían salir de su «situación establecida» le culparon ante el obispo de rigorismo excesivo y de que su predicación –llena de sátiras e invectivas– creaba el desorden en las parroquias; y la calumnia llegó hasta Roma desde donde le recomiendan los jefes prudencia y le prohíben exuberancia en el celo. Creyeron más fácilmente a los 'instalados' que al santo. ¿Por qué será eso?
Si los sacerdotes estaban así, no es difícil imaginar la situación de la gente. A pie recorre sube por los picos de la intrincada montaña, camina por los senderos, predica en las iglesias, visita las casas, catequiza, convence y convierte. Allí comienzan los lugareños a llamarle «el santo» y se llenan las iglesias más grandes de gente ávida de escucharle. Organiza la caridad. Funda casas para sacar de la prostitución a jóvenes de vida descaminada. No le sobra tiempo. Pasa noches en oración y la labor de confesonario no se cuenta por horas, sino por mañanas y tardes. Así le sorprendió la muerte cuando sólo contaba él 43 de edad: derrumbándose después de una jornada de confesonario, ante los presentes que aún esperaban su turno para recibir el perdón. Cinco días después, marchó al cielo. Era el año 1640.
Y «si hay un santo a quien pueda invocarse como patrón de las misiones rurales en tierras de Francia, este es san Juan Francisco de Regis», lo dijo Pío XII.
¿Sucedió hace un siglo? ¿Ocurrió quizá ayer por la tarde? ¿Ha salido en los periódicos de esta mañana la noticia de que un sacerdote francés ha sido asesinado en China? ¿O quizá mañana? ¿O siempre? Es una vieja historia. Desde el anciano Ignacio, el de Antioquía, comido por los leones, hasta el sacerdote que quizás ahora está muriendo en una cárcel de cualquier parte, la cadena de sacerdotes pasando de mano en mano la antorcha de la fe, manchada en sangre, no muere nunca, hasta el fin. Francisco Regis Clet fue un eslabón. Nadie ha dicho que tú o yo no podamos ser otro.
Francisco Regis Clet fue un paúl francés. Francisco Regis Clet fue durante catorce años profesor de teología de un seminario. Durante un año fue director de novicios. Durante veintisiete años fue misionero en China. Desde hace ciento veintiocho años es un habitante del cielo. No fue obispo. No fue predicador de Notre Dame. No murió joven, ni fue un santo arrollador en los que el brazo de Dios obra a modo de relámpago. Apenas hizo nada que no pueda hacer un profesor de seminario. Pero tuvo el coraje de subir paso a paso hasta la cumbre.
Siempre quiso ser mártir, pero no murió mártir hasta los 72 años. Murió sin prisa, año a año, en Europa y en China, pensando siempre: Para mí, vivir es Cristo, y morir, una recompensa. Una recompensa cuando Dios quiso, y mientras tanto evitó la muerte que dejaría a muchos cristianos sin sacerdote, huyó de las persecuciones chinas, se refugió con sus cristianos en las montañas, se escondió en los pozos y en las cuevas, huyó de casa en casa.
Una mañana, disfrazado de comerciante, con una vasija de aceite en la mano, Regis Clet salía de la última casa que le había servido de refugio. Aquella noche alguien le llamó mientras dormía: ¡Francisco, Francisco, que vienen los soldados, levántate! Francisco siguió dormido. Entonces ese alguien le tiró del brazo.
De: manera que están los perseguidores a la puerta y tú duermes tan tranquilo.
Se levantó de la cama. No vio a nadie. (¿Será el ángel?) Celebró la misa, se disfrazó y abrió la puerta para escapar. Allí estaban los soldados. El cristiano renegado que venía con ellos dijo: Ese es.
Francisco se adelantó.
,Amigo, ¿a qué has venido? Sabía muy bien que ningún lugar de prendimiento, aunque sea Ho-nan, allá en China, está muy lejos de Getsemaní. Ni tampoco está muy lejos del Calvario aquella cruz de Hou-pe donde murió dos años después.
El 17 de febrero de 1820 los soldados de la prisión de Hou-pe entraron en la celda donde estaba el padre Clet con el sacerdote nativo Chen. Dijeron a Clet: Síguenos.
¿Me volveréis de nuevo aquí?, preguntó Clet.
Los soldados callaron. Entonces el padre Chen les miró.
Decid, la verdad. Los europeos no temen la muerte.
La verdad es que no ha de volver.
El padre Clet pidió unos momentos para hablar con su compañero del que recibió por última vez la absolución sacramental. Quisieron darle unos vestidos nuevos para ir al suplicio por estar ya viejos los que llevaba. No voy al suplicio como un mártir, contestó, voy como un penitente. Antes de salir se volvió hacia los cristianos que lloraban tras él, diciendo: No abandonéis jamás la fe. Y salió.
Apenas había amanecido. En Pekín, a muchas leguas de allí, tampoco había amanecido ni amanecería en todo el día, ni al día siguiente. Durante tres días estuvo la ciudad envuelta en tinieblas cerradísimas que muchos atribuyeron a castigo por el asesinato de Clet. En Hou-pe apenas había amanecido. Un grupo de soldados conducía hacia las afueras de la ciudad a un viejecito de setenta y dos años, mal vestido, con su barba blanca demasiado larga, encorvado y gastado, pero sonriente. Llegaron al campo de los ajusticiados. Había allí una cruz, no muy alta. Sólo lo preciso para que un hombre pudiese morir en ella estrangulado. Clet, después de haber estado un momento arrodillado junto a ella, levantóse diciendo: Podéis atarme ya. Y le amarraron. Con las cuerdas, bajando desde el cuello, le sujetaron las manos a la espalda, y le ataron los pies, uno sobre otro.
Ya no quedaba más que morir. Pero, en China, morir estrangulado es morir tres veces. El verdugo aprieta tres veces el cuello para hacer regustar el tremendo sabor de la muerte. Los cristianos pagaron a los verdugos para evitar que el suplicio fuese tan cruel con este pobre anciano. Pero fue inútil. El verdugo apretó hasta el límite de la muerte y soltó. Un momento más de vida para volver a morir. Un instante más para volver a ver los setenta y dos años de vida que se van.
Dicen que al morir la vida aparece junta y más clara. Toda la vida como es, como un suspiro que dice el salmo. Francisco Regis Clet había reunido ahora, como en un puñadico, todo lo que quedaba de su vida, todos los recuerdos. En su prisión, cuando volvía al calabozo despedazado, hecho polvo después de las torturas de los interrogatorios, Francisco Regis Clet no dormía. Rezaba y recordaba durante toda la noche, arrodillado en un banquillo. Una noche el carcelero le vio así, sólo y despierto y aún sangrando. ¿Qué prodigio, preguntó a la mañana siguiente, qué prodigio quería obtener este anciano que ha pasado de ese modo en vela toda la noche? El prodigio de morir por Cristo, de ofrecerle todo lo que había sido su vida. Otro carcelero puso una cadena sobre el banquillo para que no se arrodillase. Pero él hizo como si no se diese cuenta y se volvió a arrodillar allí, rezando Y recordando.
Ahora, desde el umbral de la muerte, lo tiene todo fresco en la memoria, todo junto para ofrecérselo a Dios. Desde la soga de estrangulado puede ver allá lejos, más allá de estas montañas de China, mucho más allá de lagos y bosques, la dulce Francia, y aquella ciudad de Grenoble, al pie de los Alpes, donde nació el 19 de agosto de 1748. Puede recordar a su padre, comerciante de tejidos, a su madre, Claudina Bourquy. Recordar su despedida para ingresar en el seminario de la Congregación de la Misión de Lyon. Su ordenación sacerdotal en 1773, sus años de profesor de teología en Annecy, donde era llamado biblioteca ambulante. Su marcha a París para la Asamblea General de la Congregación, y su nombramiento de director de novicios. Y aquella noche del 12 al 13 de julio, cuando las turbas que hicieron la Revolución Francesa asaltaron la casa de San Lázaro a las dos de la madrugada. Él, con los demás sacerdotes se había refugiado en las casas cercanas. Cuando volvieron al día siguiente sólo encontraron lo que queda después de una tormenta, un montón de muebles y altares destrozados en medio de unas paredes desnudas. Y muy cerca de allí un cuerpo en su ataúd. El cuerpo de Vicente de Paúl. Cuando las turbas, gritando, derrumbándolo todo, se encontraron de repente ante el cuerpo de San Vicente de Paúl, callaron. Allí estaba el padre de los pobres, el hombre del pueblo, el único corazón de Francia que podía detener todas las revoluciones del hambre y del odio. Y dejando las hachas y descubriendo las cabezas, cargaron el ataúd y en un silencio de muerte lo transportaron a la próxima iglesia.
Francisco se acuerda de Vicente de Paúl. Siempre ha vivido bajo su luz. Hace ya veintinueve años, poco después del asalto a San Lázaro, besó por última vez sus reliquias.
¡Tantas cosas sucedieron hace veintinueve años! ¡Qué lejos quedó Francia desde entonces! ¡Qué lejos su casa, su familia, su hermana María Teresa! María Teresa, la hermana mayor, había sido como una madre para los hermanos pequeños de la familia Clet. Francisco era el décimo de los quince hermanos. Son emocionantes las cartas de despedida entre los dos hermanos, antes de embarcarse Francisco para China. María le escribió llorando que no les abandonase para siempre. Francisco contestó: Aprovecho la noche que precede a mi salida para contestar a tu tiernísima carta. Ya esperaba yo que tu constante y dulce cariño hacia mí no te había de permitir obedecer a la invitación que te hacía de que no intentaras quebrantar mi proyecto... Las cosas han avanzado demasiado y no me arrepiento en modo alguno de mi conducta. No por falta de amor hacia ti, sino porque creo que en esto sigo los designios de la Providencia hacia mí. Todo el cariño más puro y más fuerte que puede contener el pecho de un hombre se levantó entonces en el corazón de Francisco. Hace falta haber sufrido este género de pena para comprenderlo. María Teresa era para él el amor de su madre muerta, el amor de la familia, el hogar, toda su infancia personalizada en una persona. Era la parte que en su vida había cabido al amor humano. Pero la voluntad de Dios estaba más allá del mar. A pesar de todo, allí se iría, pues. No se vieron al despedirse, no se habrían de volver a ver en la vida. Pero no importa. Unos momentos antes de embarcarse le escribió de nuevo: ... Ruega al Señor que me haga cumplir exactamente su obra. Comunica otra vez mis afectos a mis queridos hermanos, así como también a mi cuñado y sobrinillos. Encomiéndame a las oraciones de mi tía, de la carmelita, y persuádete de que por muy apartado que de ti me halle, jamás te olvidaré. Y cruzó el mar, dejándolo todo detrás, dejando su tierra que amaba como un francés ama a Francia, dejando cuarenta y tres años, media vida, detrás. Ahora estaba en China, ahora iba a morir. Pero, por muy apartado que de ti me halle, jamás te olvidaré.
Después de un noviciado de costumbres y usos chinos, marchó a la misión del Kiang-si. Pero el lenguaje chino no se aprende en un día. Francisco necesitó toda su paciencia y tesón para aprenderlo. Enseguida marchó al Hou-Kouang, subdividida en las provincias de Hou-pe y Ho-nan, donde había diez mil cristianos diseminados, refugiados en las montañas por causa de la persecución de 1784, y por miedo a los Peisien-kiao, bandas de sublevados contra el emperador. Y para tantos cristianos a veces cinco sacerdotes, a veces tres, a veces sólo el padre Clet, caminando de monte en monte, disfrazado. Para ponernos al abrigo de una sorpresa, escribe, hemos formado, en unión de nuestros cristianos, campos fortificados en las cumbres de los montes. Y ni aun esto bastaba, porque los revolucionarios venían a cualquier hora quemándolo todo. Así, escribió Clet: Han visitado mi casa y se han llevado cuanto han querido; pero no la han incendiado. La casa tiene dos cuartos e invadieron el primero mientras yo me estaba tranquilamente en el segundo. No tenían más que abrir la puerta y me hubieran prendido. Pero no abrieron, sino que se entretuvieron en beberse el vino que encontraron, y después se marcharon. En medio del peligro salía hacia grupos de cristianos que hacía veinte o treinta años no habían visto un sacerdote. Y en los días de descanso confesaba durante nueve o diez horas seguidas, y al final todavía conservaba su buen humor para decir: Aquí hay algunos cristianos tibios, pero gracias a Dios no existen filósofos ni mujeres teólogas.
A todos los rincones llegaba la fama de su abnegación, sabiduría y santidad, y era considerado como el oráculo de los misioneros de China, según testimoniaba muchos años más tarde otro mártir de China, el Beato Gabriel Perboyre. Si un día libraba del demonio a una mujer con sólo tocarle con la estola, otro día conseguía una lluvia torrencial después de haberse puesto a rezar a petición de los cristianos, y de haberla anunciado. Un día, navegando por el río, le dijo el barquero: Si no se levanta un viento favorable que nos aleje de la orilla, le reconocerán y prenderán. No había el viento suficiente para hacer temblar la hoja de una flor de loto. Pero, de improviso, mientras rezaba, se levantó un viento que alejó la barca de la costa... Volvía otro día a casa y unos paganos le esperaban en un recodo del camino para abalanzarse sobre él y despojarle de cuanto llevaba. Pero no pudieron moverse de espanto al verle venir rodeado de luz y avanzando sin pisar el suelo.
Bueno, ya estamos en el fin. Cuánto ha tardado en llegar. ¡Hacerse viejo en los escondrijos, vivir sabiendo que el mandarín ha ofrecido tres mil tails y la condecoración nacional por la cabeza de uno! ¡Y todavía en estas circunstancias tener valor y humor para escribir desde su escondite: No deseo de las cosas de aquí abajo más que un buen reloj de bolsillo, pues de los que me enviaron hace dos años sólo uno está medianillo. Los otros se adelantan una o dos horas al día; de pronto fueron asaltados de una calentura intermitente que los condujo a la muerte! ¡Santo Dios! No deseo de las cosas de aquí abajo más que un buen reloj de bolsillo. A los setenta años, perseguido, a punto de ser capturado y estrangulado tener serenidad y coraje para decir que no desea de las cosas de aquí abajo más que un buen reloj de bolsillo. Nunca entenderemos la maravilla de sublimidad y sencillez de que está hecho un santo.
Quizá ahora, ahora que está atado y a punto de ser estrangulado, entre sus pobres ropas, lleva su buen reloj de bolsillo. Desde ahora ya no importará que el reloj se atrase o se adelante, ¿verdad? Ya todo es lo mismo, Todo está cumplido. Los veinte meses de prisión también. Y todos sus tormentos.
Pero a pesar de todo, aún se puede sonreír, aún está sonriendo, esperando a que el verdugo apriete definitivamente. Siempre ha sonreído, pase lo que pase. Hasta entre los tormentos y los interrogatorios, de rodillas ante el tribunal. Mientras el tribunal estaba distraído, dijo un día el padre Lamiot, que acababa de llegar encadenado, al padre Clet: ¡Ánimo! me encomiendo a vuestras oraciones. ¿Cómo estáis? Entonces Clet sonrió: Ya no sé hablar francés, ni latín, ni chino.
Y, al verles sonreír, les separaron.
C'est tout . Sencillo y emocionante. De tanta sencillez que podría hacer llorar. Pero el verdugo no llora; el verdugo aprieta. La pobre garganta ya no resistirá más. Es la garganta de un profesor de seminario y la garganta de un apóstol y la garganta de un habitante de las catacumbas. Eso, la garganta de un cristiano. Ahora ya no sabe hablar ni el francés del seminario, ni el chino de las misiones, ni el latín de las catacumbas. Ahora ya no puede hablar. Sólo sonríe.
... Más allá de las montañas está Francia. Más allá de las nubes está Dios...
El mandarín dio la señal. El verdugo le apretó por tercera vez la garganta, sin miedo, hasta el fin. Francisco Regis Clet sonrió. Eso es, sonrió. Y murió.
LUIS GALLÁSTEGUI, C. M.