21 de junio

SAN LUIS GONZAGA († 1591)

Fue Luis Gonzaga el mayor de los ocho hijos nacidos del matrimonio de Ferrante Gonzaga, marqueses de Castellón y condes de Tanasentena. Su nacimiento fue grandemente celebrado en la casa solariega de Castellón, a corta distancia de Villafranca y Solferino.

Lo que había de ser aquel pequeñuelo decíalo su entusiasmo por las armas ya desde la edad de cuatro años. Cubierta la cabeza con un pequeño morrión, defendido el pecho con garbosa coraza, lanza en la mano y espadín en la cintura, gozaba de pasar revista de parada al ejército de su padre.

Al disparar en Casale de Monferrato pesado arcabuz quemóse el rostro. Más tarde robó pólvora a los soldados del marqués y cargó temerariamente un cañón, cuya cureña, al retroceder por la reacción del disparo, estuvo a punto de aplastar al precoz artillerito.

En el campamento aprendió a repetir vergonzosas palabrotas que su ayo tuvo prontamente que corregir. El recuerdo de estas que él llamó toda su vida sus faltas le ofreció, de mayor, constante ocasión de humillarse ante Dios.

Descorazonóse el marqués al volver de su expedición a Túnez, cuando encontró a Luis demasiadamente dado a lo piadoso. Para poner coto al dominio que creía excesivo de la ascética en el corazón de su primogénito decidió enviarle a Florencia con Rodolfo, su segundo hijo, para que el atrayente fausto de la corte de los Médicis le curara.

Fue allí donde, en la iglesia de los servitas, ofreció con voto su pureza a la reina de la celeste corte y recibió de ella el don de conservarla intacta en sí y en otros. Su misión universal de guardián de la pureza en la juventud tiene allí su raíz. En los medios de defensa y preservación de la virtud angélica va tan adelante como pocos santos. Eran una providencial ayuda para la juventud que apoyada en él le había de seguir.

Se ha dicho que tanta precaución espiritual logró ensimismarle y convertirle en un misántropo. En contra de tal afirmación ofrecemos pruebas. Las numerosas cartas que en estas fechas escribía a su madre, doña Marta, demuestran con qué ilusión asistía a las corridas en el mismo palco del duque. Sus descripciones tan extraordinariamente minuciosas en los detalles son inexplicables si no gozara vivamente con la asistencia a tales espectáculos.

Fue más adelante, en Mantua, donde comenzó a sentir los primeros amagos del mal de piedra, que sería un filón más que su sabia técnica espiritual explotaría en orden a lo eterno.

Vuelto a Castellón, y en la intimidad de la vida familiar, empezó a escalar las cumbres de la unión con Dios. Horas pasaría extasiado en oración. Los criados atisbaban detrás de las puertas sus ratos de ocio a lo divino, puestos sus brazos en cruz y las rodillas sobre el frío mármol, los ojos en el crucifijo.

Pero no era su piedad pasiva y no más. Ya entonces enseñaba el catecismo a los pobres y atendía con sus visitas y limosnas a los menesterosos.

San Carlos Borromeo, cuando se encarga de prepararle para tomar por primera vez en sus labios el pan de los ángeles, queda maravillado al descubrir tan honda contemplación y un espíritu de mortificación tan varonil en cuerpo todavía tan joven.

De nuevo preocupado por las inclinaciones que estimaba demasiado espirituales de Luis, don Ferrante, gobernador entonces de Monferrato, le conduce a Casale para que, bajo su inmediata vigilancia, tome más alegre parte en torneos, festivales, bailes, juegos y paradas militares, tanto a pie como a caballo. Las conversaciones con caballeros y damas conseguirían alejar del corazón de su primogénito, pensaba él, su demasiada inclinación al trato con Dios.

Nada logró don Ferrante, ya que fue allí donde el ángel de la pureza formuló su decidido propósito de abrazar la vida religiosa, aunque sin decidir todavía en qué instituto. Allí visitaba a los padres capuchinos, el santuario de la Crea y a los padres barnabitas.

No creyó prudente, con todo, manifestar nada a su padre todavía; pero la decisión de abandonar el mundo fue para él desde este momento definitiva e irrevocable.

Al volver de Casale a Monferrato la proporción de sus penitencias aterró a su padre. Tres veces por semana se disciplinaba hasta derramar sangre. Fabricóse él mismo un cilicio con las estrellitas de las espuelas para los corceles y metía bajo sus sábanas astillas de madera para mejor martirizarse. Aquí también Luis cumplía una misión de ejemplaridad que había de arrastrar eficazmente a lo mejor de la juventud durante siglos.

No paró el marqués hasta conducirle a Madrid, corte entonces la más poderosa del mundo, donde esperaba que sus esplendores habían de hacer entrar en razón al fervoroso Luis. Trasladóse a bordo de una galera de Juan Andrés Doria.

Ofreció la ocasión soñada la invitación por parte de la emperatriz de Austria, hija del emperador Carlos V, viuda de Maximiliano II, a la marquesa de Castellón de que la acompañase como dama de honor. De sus cinco hijos, Luis y Rodolfo fueron escogidos para pajes de honor del príncipe Diego, hijo de Felipe II.

Placeres, honores, seducciones y glorias no lograron doblar la convencida y férrea voluntad de Luis, de modo que renunciara a su ideal de total entrega a Dios.

Si un día Luis forzará las puertas de una casa religiosa no habrá sido porque la suave brisa llevara allí su barca sin luchar con temporales.

Cierto que desde entonces le ayudará la mano en su timón de Nuestra Señora del Buen Consejo, quien el 15 de agosto de 1583, desde su altar, le invita claramente a ingresar en la Compañía de Jesús. Esta devota imagen que se veneraba en la iglesia imperial, hoy catedral, pereció abrasada en las sacrílegas llamas de julio de 1936.

Ya antes había pesado las razones que podían doblar su voluntad, en la indecisión de qué Instituto abrazar, a favor de la Orden de Ignacio. Dos de ellas más le vencían: la una, su celo por la salvación de las almas; la otra, el encontrar en ella cerrado el camino para cualquier dignidad eclesiástica.

Apenas tuvo decidido el extremo con su confesor, comunicólo a su piadosa madre, quien, lejos de desanimarle, se propuso ayudarle mediando con don Ferrante.

No era fácil alcanzar la victoria sobre un carácter tan tesonero como el del marqués, y menos después de haber concebido ilusiones tan numerosas sobre cuánto le había de ayudar su primogénito. Al primer intento de razonar su decisión no logró el joven Gonzaga sino verse arrojado coléricamente de su presencia.

Pasado algún tiempo creyó el marqués buen camino para el logro de sus ilusiones, sin quebrar totalmente las de Luis, invitarle a que se contentase con entrar en una Orden religiosa que admitiera dignidades eclesiásticas. Con ello no cerraba la puerta a los triunfos humanos que esperaba de las maravillosas cualidades que todos descubrían en el primero de sus ocho hijos.

La respuesta de Luis fue clara y terminante: Padre —contestó—, si yo ambicionara honores conservaría el marquesado que Dios, por ser yo el primogénito, me ha dado, y no dejaría lo cierto por lo que no podré apetecer ya en esta vocación. Deseo entrar en la Compañía de Jesús porque, entre otras cosas, me aleja de tales dignidades.

Nada pudo, ayudando a don Ferrante, su primo fray Francisco Gonzaga, ministro general de los franciscanos, quien, de paso en aquellos días por Madrid, intentó, pero sin éxito, que tomara su sobrino ruta más a gusto del marqués. Es más: convencido, de la divina vocación de Luis, aseguró a don Ferrante que el llamamiento de lo alto era tan claro que nadie debía imprudentemente oponérsele. Ello ayudó a lograr del orgulloso pero siempre cristiano Gonzaga la promesa de que daría pronto su autorización para la entrada en la religión que Luis ansiaba.

Cuando llegó el momento de cumplir la promesa dada, don Ferrante pensó que, enviándole a Mantua, Ferrara, Parma y Turín, Luis cambiaría sus fervorosos propósitos. Pero todo fue inútil.

Tampoco lograron domar aquella voluntad hercúlea personalidades movidas por el marqués con el mismo fin. Ni un muy eximio religioso, ni el arcipreste de Castellón, ni un devoto prelado lograron que cediese un palmo en su intento.

Al fin pudieron sobre la energía del marqués las muchas manchas de sangre sobre el pavimento de la alcoba de su primogénito, señales de sus penitencias.

Siguiéronse los numerosos expedientes para la renuncia del marquesado a favor de Rodolfo.

Con todo, hubo de partir Luis para Milán, donde durante ocho meses, con diecisiete años de edad, resolvería difíciles negocios de su padre con tal diplomacia que el marqués volvió de nuevo a la carga, aduciendo su avanzada edad, la inexperiencia de Rodolfo, la libertad que estaba decidido a concederle para cuanto se refiriese a su bien espiritual, y, sobre todo, el bien de todo género que podría hacer a manos llenas con el peso de su categoría social y su espiritual ejemplo.

Largo sería referir con detalles las muchas batallas que todavía ofrecería don Ferrante a Luis. Decíale que en partiendo dejaría de llamarle hijo, que estando él herido en el lecho terminaba de arrancarle la vida, y así de muchas maneras. Nada pudo contra la coraza de Luis, quien, entre lágrimas, defendía el castillo de un corazón enamorado de ideales altos.

Cuando el primogénito de los Gonzaga entraba en el noviciado de San Andrés de Roma, el marqués escribía al general, padre Claudio Aquaviva: “Hago saber a vuestra señoría reverendísima que le entrego lo que más quiero en este mundo y la mayor esperanza que tenía para la conservación de esta mi casa...

De las industrias que ama la Compañía de Jesús en la formación de sus hijos las preferencias de Luis recayeron en cuanto fuera especialmente humillante. Su categoría social y representación política ofrecían abundante orgullo que poder valientemente pisar por amor de lo eterno.

Luis manifestó la profundidad de su talento también entre los jesuitas. Muestra de ello fue el haber sido escogido por los superiores para sostener, conforme a la costumbre de entonces, en acto público la defensa de las tesis íntegras de la universa filosofía en presencia de tres cardenales y con general aplauso.

A la muerte de don Ferrante recurrió doña Marta a los superiores para que Luis acudiera a poner paz entre el duque de Mantua y el hermano de Luis, Rodolfo, a propósito del Estado Solferino. Logrólo a satisfacción de ambos.

Llevó también entonces a feliz término asunto más delicado. Habíase visto obligada doña Marta a abandonar su palacio, porque Rodolfo vivía en él con Elena Aliprandi, con general escándalo. Luis averiguó que en secreto estaban unidos en legítimo matrimonio y obligó a Rodolfo a que lo hiciera público, alejando de su ánimo los temores que había concebido de que este matrimonio sería desaprobado por los suyos.

La caridad que ardía en el corazón de Luis le había de llevar al martirio en forma juvenil, arengadora para su seguimiento de la juventud perezosa. Pasando horas y días junto a la cabecera de los apestados que inundaron Roma en el año 1591; cargando sobre sus débiles hombros sus agotados cuerpos; queriendo atender a cuantos necesitaban en aquellos angustiosos días de su maternal solicitud, le prendió en sus garras la enfermedad que terminó consumiéndole. Su amor a la Eucaristía le hizo concebir la idea de alcanzar del cielo su muerte para la fiesta del Corpus. El cielo casi se lo concedió, ya que murió en la madrugada del viernes siguiente.

De él dijo en su visión Santa María Magdalena de Pazzis: Asaeteó con dardos de amor al corazón del Verbo.

El águila valiente de los Gonzaga podía ya desde entonces mecerse con un nuevo vuelo sobre las verdes llanuras de Castiglione sin amedrentarse de superar las altas colinas que les dan sombra.

Doña Marta podría pronto dejar la airosa torre desde donde, melancólica, contemplaba la riente planicie del marquesado, para acudir a la beatificación en Roma de aquel Luis que la tierra, el papado y el cielo consideraban como la más galana joya de la brillante dinastía de los Gonzaga.

Durante días repicarían como reinas las campanas de Castiglione, se prolongarían los banquetes entre viejos tapices, los cañones atronarían el aire y las fuentes manarían néctar para los servidores del marquesado.

Los pórticos renacentistas de la antigua mansión señorial sentiríanse orgullosos de haber visto pasar bajo sus piedras aquel que llevaba al linaje Gonzaga a las máximas alturas de la gloria.

La ciudad apellidada al par alcázar, santuario y jardín ofrecía para su alcázar un capitán de la juventud; para su santuario, un santo inconfundible, y para su jardín, una flor cuyo aroma de pureza embalsamaría ambientes hasta entonces de repulsiva corrupción y podredumbre.

Si Luis ha pasado de moda para algunos sectores ¿no será quizá que para ellos no tienen sentido las armas de la fe, la aureola de la santidad y, sobre todo, la azucena de la pureza? JOSÉ LUIS DÍEZ O´NEILL, S.I.

Luis Gonzaga, confesor ( 1568-1591)

En pleno esplendor español, en la última decena del siglo XVI, un chico joven da la vuelta a la concepción de la vida que bulle con el Renacimiento; es luchador, peleón y con vocación de victoria, aunque el sentido y los modos no sean los sobradamente conocidos en el mercado.

Sus padres son los marqueses de Castiglione y condes de Tanasentena. Luis es el primogénito de ocho hermanos. Su padre es Don Ferrante y Doña Marta, su madre. Los Gonzaga fueron los dueños por cuatro siglos del ducado de Mantua; allí eran como unos reyezuelos llenos de prepotencia, cuya principal preocupación era mantener sus posesiones a cualquier precio, incluido el asesinato; un excelente recurso era mantener amigos en las cortes extranjeras. En ese ambiente se cría Luis entre los usos, bromas y chanzas de los soldados de su padre; viste de soldado a los cuatro años, juega con las armas, dispara cañones cuando tiene siete, se familiariza con la jerga de la soldadesca y aprende todos los tacos. Es el orgullo de su padre que ya escribía en su cabeza la novela sobre su hijo, viéndolo señor y sucesor suyo; sí, era preciso que aprendiera bien para hacer el día de mañana lo que habían hecho sus antepasados. Los Gonzaga reinaban como unos verdaderos tiranos, vivían en el desenfreno más absoluto, ahogaban en sangre las revueltas y levantamientos del pueblo sencillo cuando se levantaba porque ya no podía aguantar más; asesinaban a sus enemigos y no era infrecuente terminar del mismo modo que sus víctimas. De hecho, dos hermanos de Luis, Rodolfo y Diego, fueron asesinados por sus vasallos y a su propia madre, mujer buena y piadosa, la apuñalaron en una calle de Mantua.

Cuando regresó Don Ferrante de la expedición de Túnez encontró al muchacho demasiado pío; por eso lo mandó a Florencia para hacerle a tiempo una cura en la corte de los Médicis. Pero el chico, a sus once años, hizo a la Virgen una entrega completa de su vida, ligada con voto de continencia, en la iglesia de los servitas. No obstante, las cartas escritas a su madre testifican que asistía a las corridas y gozaba en ellas de lo lindo desde el palco del duque. Pero su conducta, extraña en un Gonzaga, hizo que los criados se dejaran llevar de la curiosidad y le expíen cuando vuelve a  Castiglione. Ven que se preocupa de los pobres, ayudándoles con limosnas; descubren que enseña catecismo a los ignorantes y, sobre todo, se asustaron al sorprenderlo en la habitación de su casa en éxtasis, ante un crucifijo, de rodillas en el mármol del suelo y con los brazos en cruz.

Don Ferrante, que por estas fechas es gobernador de Monferrato, no está nada tranquilo con lo que le cuentan de su primogénito. Procura aumentar su bizarría recomendando toda clase de fiestas, bailes, torneos, caballos y artes militares; intenta meterlo más en la sociedad y distraerle del trato con Dios por la conversación obligada con caballeros y damas. Pero el resultado fue la firme decisión de Luis de hacerse religioso  –aunque dudaba si capuchino o barnabita– y empezar a prepararse tomando tres días por semana disciplinas de sangre y fabricándose cilicios para mortificarse. Como aquello empeoraba la situación, ¿qué hacer? ¡A Madrid, lo mandó su padre en la galera de Juan Andrés Doria! Allá, en donde está la corte más poderosa del mundo.

Iban a complicarse las cosas, porque por entonces, a la marquesa de Castiglione, su madre, la nombraron dama de honor de la emperatriz de Austria, hija de Carlos V y viuda de Maximiliano II, y a dos de sus cinco hijos,  pajes del príncipe Diego, hijo de Felipe II; entre ellos estaba Luis. Parecía que a los planes teñidos de mundo de Don Ferrante todo eso venía como anillo al dedo; ahora sí que no podría eludir Luis los deberes de la vida palaciega plena de placeres, honores, seducciones y glorias. Lo inesperado fue que, en tal situación, al joven no se le ocurre mejor cosa que contar a su madre el insólito hecho de que la imagen de la capilla real, Nuestra Señora del Buen Consejo, el 15 de agosto del 1583, le ha aconsejado su ingreso en la Compañía de Jesús. Con esto se disipaban las dudas sobre el modo de realizar su entrega; precisamente en una familia religiosa en la que no cabían las aspiraciones a dignidades ni honores.

El tira y afloja que hasta ahora habían tenido el padre y el hijo, a partir de este momento se convirtió en una lucha sin cuartel. Y el marqués es hombre lleno de tesón, de orgullo, con talante férreo. Toca todas las teclas para poner trabas y dificultades. Primero pide a su hijo Luis un cambio de Orden; ruega que ingrese en una Orden en la que fueran compatibles las dignidades, aunque fueran eclesiásticas  –de nada sirvió que Luis le expusiera que si él quisiera títulos ya los tenía por ser su primogénito–. Busca la complicidad en su apoyo de fray Francisco Gonzaga, ministro general de los franciscanos, de otros religiosos, clérigos y obispos. Lo manda a Mantua, Ferrara, Parma y Turín con la esperanza de que algún enamoramiento lo haga cambiar. Todo aquello fue inútil. Se impone entonces un cambio de táctica, tocándole el corazón: pide compasión, con el recurso a motivos de avanzada edad; expone la inexperiencia de Rodolfo, su segundón; sacó a colación promesas de dejarle libertad para todo lo espiritual o religioso que quisiera, y  ni siquiera dejó atrás la consideración de que desde arriba podría hacer mucho bien. Por si fuera deficiente la batería de argumentos, al ver la resistencia y firmeza del joven Luis en sus determinaciones, pasa a la amenaza velada: dejaría de llamarle hijo, y le culpará de que su absurda postura terminaría por arrancarle la poca vida que le quedaba.

Aquello terminó como se esperaba. Iniciar los trámites, papeles interminables, para ceder sus derechos de herencia nobiliaria a favor de su hermano Rodolfo, y una carta de Don Ferrante escrita al general de los jesuitas, Claudio Aquaviva, diciéndole que se llevaba lo que él más quería.

Luis tenía entonces diecisiete años. Entra en los jesuitas donde hay misiones y no pueden ser prelados. Conocía sobradamente la historia de aquel pariente Gonzaga que había sido arzobispo a los ocho años y cardenal a los catorce. Fue un alumno brillante y destacado, novicio modelo que se prepara para su futuro ministerio con pasión y esperanza de ser útil a la Iglesia, siendo sacerdote y misionero.

No le dio tiempo. Hizo sus primeros votos en 1587 y recibió las ordenes menores en 1588. Tres años más tarde, se lo llevó la peste de Roma –contagiado– cuando heroicamente se entregaba sin descanso a remediar los males de los enfermos apestados.

Como el futbolista «suda la camiseta» en busca del título final, «sudó la sotana» Luis Gonzaga. No extraña su título de Patrón de la pureza de la juventud por su actitud de cristiano fuerte y decidido, ejemplo para aquellos que, sin negativismos, saben poner las cosas en su sitio al valorar lo positivo de la entrega.