Juan Fisher, el hijo de un modesto mercero de Beverley, en el condado de York, llega con catorce años a la universidad de Cambridge. Al punto se adivina la fecundidad de su porvenir académico. Hay en el muchacho talento para la especulación y enteriza superioridad moral. Con ello se encaramará desahogadamente por la doble escala intelectual y administrativa. Y así a los grados sucesivos de bachiller, maestro y doctor en teología acompañan paralelamente las dignidades de master de su colegio mayor (Michaelhouse) y de vicecanciller de la Universidad. Pero más importante y existencialmente decisiva iba a ser otra elevación otorgada a Fisher, por privilegio, a la edad de veintidós años: la consagración sacerdotal, que sellaría irrevocablemente su trágico y luminoso, destino. A partir de este momento el sacerdote y el universitario se hermanan y condicionan en Fisher de por vida.
La madre del rey Enrique VII, viuda por tercera vez, cansada ya de una vida de azares palaciegos junto a tres monarcas, opta por colocar el resto de sus días bajo la dirección del brillante académico y sacerdote de indiscutida hondura espiritual, Juan Fisher. Este encuentro no sólo había de resultar ganancioso para el alma de lady Margaret, sino que debía repercutir fértilmente en el desenvolvimiento de la Universidad, en la que la noble dama decide invertir gran parte de su fortuna. Dos nuevas cátedras de teología con el nombre de su fundadora, lady Margaret, aparecen en Oxford y Cambridge, esta última regentada, naturalmente, por Fisher. Dos nuevos Colleges —de Cristo y de San Juan— van a surgir en Cambridge bajo la tenaz dirección del joven eclesiástico, que, a la edad de treinta y cinco años, es nombrado canciller de la Universidad y en noviembre de este mismo 1504 obispo de Rochester.
Fisher se aplica infatigable a la doble tarea. Su labor pastoral en la diócesis no se reduce a una lejana su pervisión simbólica, sino que entra a fondo en los problemas de su clero y alcanza personalmente a los menesterosos. Pero, profundamente percatado de la importancia, religiosa y apostólica en última instancia, del saber científico, urge desde su puesto de canciller la seriedad de los estudios. Recuerda con vergüenza la Universidad de sus tiempos de estudiante, con una biblioteca de solo 300 volúmenes y sin enseñanza alguna de griego y hebreo. En adelante estas lenguas sabias se integrarán en los programas universitarios y el propio Fisher, rozando los cincuenta años de edad, comenzará a familiarizarse con sus gramáticas, supliendo así la deficiencia y estimulando a otros con su ejemplo. Nunca debía abandonar la dedicación al estudio. La riqueza de citas contenidas en sus obras da cuenta de su contacto personal con la espléndida biblioteca, una de las más selectas de su tiempo, que pacientemente fue reuniendo en su palacio, para legarla más tarde a la Universidad.
Sus producciones no son las de un dilettantede la Cultura, sino instrumentos rigurosos de sus preocupaciones sacerdotales. Entre sus primeras inquietudes estaba la serpeante difusión de la recién nacida herejía luterana. Y así cuatro obras le colocan a la vanguardia de la apologética antiprotestante. La defensa del sacerdocio y la de la Eucaristía, contra Ecolampadio, suscitan dos nuevas obras a su pluma. Los escasos sermones que de él nos quedan —entre ellos las oraciones fúnebres de Enrique VII y de lady Margaret— son, sí, piezas clásicas de la elocuencia sagrada de su tiempo, pero al mismo tiempo modelos de austeridad y espíritu sinceramente religioso. Su prestigio intelectual contaba con el indiscutible apoyo de una vida santa, parca en el descanso y recia en la penitencia; despegada de ataduras terrenas, con la meditación insistente de la muerte que una calavera le ponía de continuo ante los ojos. Santo Tomás Moro pudo decir de el que era un hombre ilustre, no sólo por la vastedad de su erudición, sino mucho más por la pureza de su vida, y Erasmo —amigo suyo y por él invitado a las cátedras de Cambridge—sostenía que no había en el país hombre más culto ni obispo más santo.
Juan Fisher sintió siempre con gran agudeza los problemas de la Iglesia. Nos quedan páginas suyas cargadas de preocupación. Su plegaria es: Señor, pon en tu Iglesia fuertes y poderosos pilares, capaces de sufrir y soportar grandes trabajos —vigilia, pobreza, sed, hambre, frío y calor—, que no teman las amenazas de los príncipes, la persecución, ni la muerte... Así quería a los demás, como lo manifestó su acre censura de la relajación del clero en el sínodo convocado por el cardenal Wolsey en 1508. Pero, sobre todo, conforme a este ideal configuraba su propia vida.
Cuando Enrique VIII alega la nulidad de su matrimonio con Catalina de Aragón, la palabra de Fisher, desconocedora del temor a los príncipes, salta valiente en defensa de su validez e indisolubilidad recordando a sus adversarios que ya Juan el Bautista murió en similar conflicto con la irritación de un monarca. Más adelante, en su condición de miembro de la Cámara de los Lores, arremete contra ciertas medidas anticlericales o hace añadir una cláusula fatalmente restrictiva al nombramiento de Enrique VIII como Cabeza de la Iglesia en Inglaterra. Una tal firmeza, en el punto mismo en que otros colegas se doblaban a la voluntad regia, tenía que arrastrar sobre sí la persecución: cárcel por dos veces, intentos anónimos de asesinato, calumnias para complicarle en el asunto de una visionaria... Por fin llegará la prueba decisiva: el juramento de Supremacía, que viene indirectamente a reconocer la potestad de Enrique VIII sobre la Iglesia de Inglaterra, independizándola de Roma. Juan Fisher y Tomás Moro se niegan en redondo a prestar tal juramento. ¿Que otros lo hacen? Fisher responde a Cromwell: A ellos debe salvarles su conciencia; a mí, la mía.
Fiel al imperativo de su conciencia, rectamente ajustada a la ley de Dios, Fisher ingresa prisionero en la Torre de Londres. Se le despoja de su título episcopal y Rochester queda declarado sede vacante. El papa Paulo III no se intimida y envía al agotado cautivo el capelo de cardenal. Ante esto Enrique VIII pierde el control de sus palabras: Ese capelo se lo pondrá sobre los hombros, porque lo que es cabeza no ha de tenerla para recibirlo. El 17 de junio de 1535 es condenado a muerte. Lloran algunos jueces, pero nadie osa doblegar la voluntad del furioso monarca.
El sueño del cardenal en la víspera de la ejecución es sereno, más prolongado incluso que de costumbre. ¿Por que alterarse? Para el camino del cadalso no olvida protegerse del frío con una esclavina de piel, como si fuera de paseo. El libro de los Evangelios será su compañero en este camino último. Semicadáver ya por el ayuno y los sufrimientos, el anciano sube las gradas del patíbulo. Las postreras palabras del famoso orador anuncian que va a morir por Cristo y su Iglesia, y suplican una oración de la muchedumbre expectante, a fin de que él persevere firme en este trance decisivo. No le resta sino entonar el Te Deum, mientras el hacha, de un solo golpe, pone punto final al sufrimiento. La cabeza, cuyo corte ascético y, mirada profunda nos ha conservado el lápiz de Holbein, sube a lo alto de un palo, como lección de escarmiento, para los transeúntes del Puente de Londres, hasta que, quince días más tarde, otra cabeza, egregia también de santidad y martirio, venga a ocupar su puesto: la del canciller Tomás Moro.
Como siglos antes Tomás, arzobispo de Canterbury, víctima de la pasión de un rey Enrique, vuelve Juan Fisher a rubricar en tierra inglesa los derechos de Dios y de su Iglesia con el más hermoso y fecundo sello del cristianismo: a costa de su vida.
JORGE BLAJOT, S. I.