Monje del siglo XII escandaloso en la penitencia que quizá no le hacía falta personalmente, pero que fue purificadora para reinos, fundador empedernido de monasterios y torbellino en las conversiones de las gentes.
Italiano. Debió nacer en la ciudad piamontesa de Vercelli, entre Turín y Milán; hacia los catorce años inició una vida errante; murió a los cincuenta y siete años. Pero antes, levantó monasterios donde impuso la regla de san Benito; sus monjes visten de blanco y aprendieron de él una especialísima devoción al trabajo manual; el principal, donde murió, se llamó Monte Virgine; allí tocó a Dios entre oraciones largas, penitencia increíble, y cantos de alabanza; ese fue el cimiento, la base, para que después de bajar del monte pudiera dar a Dios a la gente de los llanos con la doctrina santa, con la fuerza y convicción necesaria para que descubrieran lo importante. Fue en Monte Virgine –pedestal para la Madre de Dios– donde se le unieron los primeros discípulos en el macizo apenino.
La estampa que llevaba por Palermo era suficientemente estrafalaria para llamar la atención y conseguir que su llegada a la ciudad no pasara desapercibida. Iba acompañado de un burro y le seguían unos cuantos monjes blancos; hasta aquí no tenía por qué ser tan notoria la comitiva, pero es que lo conocían demasiado bien por las noticias de sus milagros, por lo que decían de sus visiones y por lo que se comentaba sobre sus terribles penitencias; en esto último no había invención, cualquiera que quisiera fijarse lo tenía ante sus ojos descalzo y llevando, como si fuera un preso peligroso, los pies atados con cadenas.
El mismo rey Rogerio tenía ganas de conocerlo. Hasta la corte llegaban los comentarios de las rarezas y grandezas del santo; pero a un rey no se le puede convencer fácilmente, por más que tuviera en su corte algún personajillo importante que en alguna ocasión salió trasquilado por sus frivolidades y echara pestes contra Guillermo. Por fin, un día se lo llevaron, y al verlo descalzo, con grilletes y encadenado, se dio cuenta de que no le habían exagerado. Le contó el monje que las cadenas las llevaba desde hacía cinco años y que así había peregrinado a Santiago; le explicó que no era tan gran penitencia, si se pensaba en nuestro Señor azotado, coronado de espinas y clavado en la cruz, o en la malicia del pecado. De la entrevista salió ganando algo; como refirió al rey el inconveniente que tenían las cadenas –eran llamativas y además, terminaban rompiéndose–, Rogerio le hizo pasar a su sala de armas y le ofreció lo que quisiera de lo que había allí; Guillermo eligió una loriga de armadura para que hiciera de ropa interior bajo su hábito y un capacete de hierro para la cabeza bajo la cogulla. Se los puso y ya no se los quitaría jamás.
Tuvo que defender la pureza y dar buen ejemplo.
Fue con motivo de una especie de apuesta que hicieron en el castillo sobre la santidad del monje. Inés, una dama fresca de la corte pujaba por su capacidad para llevarle al pecado. Con todo descaro y con un plan bien trazado fue a ver al eremita y a tentarlo. La vio venir Guillermo y leyó sus perversas intenciones; le siguió el juego, aunque con otra intención; mandó a sus monjes levantar una pira de leña en la plaza del convento y ya, encendida, se arrojó en medio, mientras pedía a Inés que se echara en sus brazos. Del fuego se libró milagrosamente ileso; la desdichada mujer había roto en llanto, llena de miedo, de vergüenza, de pena, y arrepentida. Con el paso del tiempo acabaría monja, abadesa del monasterio que Guillermo levantó frente al palacio real de Palermo.
Tentar a los santos de verdad es meterse en un lío; porque ya se sabe: Deus non irridetur, que más o menos se traduce: «con Dios no se juega».