Los peregrinos medievales que llegaban a Roma a venerar los sepulcros de los mártires empezaban preguntando por la basílica de los Santos Juan y Pablo en el monte Celio. Era de rigor comenzar por ella el recorrido de los santuarios romanos. Era la única iglesia erigida sobre tumba de mártires dentro del recinto de la ciudad. Los demás mártires habían sido enterrados en las afueras, por aquella ley de las Doce Tablas que prohibía la sepultura en el interior de la ciudad. Dios, que había rodeado a Roma con una gloriosa corona de tumbas de mártires —cantaba un prefacio antiguo—, quiso esconder en las entrañas mismas de la ciudad los miembros victoriosos de los Santos Juan y Pablo. El itinerario-guía, que orientaba a los peregrinos a través de los santos lugares, advertía, además, que la basílica que guardaba tan preciadas reliquias era "la propia casa de los mártires, convertida en iglesia después de su martirio".
A pocos metros del Coliseo arrancaba un suave repecho, el Clivus Scauri, que les llevaba rápidamente al espacioso atrio que abría sus pórticos delante de la basílica.
Debía de ser muy fuerte la emoción de los peregrinos al poner los pies en la casa de los mártires.
En torno a la figura de aquellos mártires, y con retazos de procedencia diversa, el tiempo había tejido, ya para el año 500, una leyenda sugestiva. Resulta difícil, hoy, señalar el núcleo de verdad que acaso contenga la leyenda y separar el filón de la escoria que le cubre. No faltan en ella, ciertamente, incongruencias y contradicciones históricas. Por eso la mayor parte de los críticos se inclinan hoy a negar todo crédito a las actas que nos refieren el martirio de Juan y Pablo. Pero está la voz de los monumentos, que nos cuentan a su manera, con su lenguaje de piedra y de pinturas, la historia de unos mártires que no pueden ser sino los mismos que la leyenda desfiguró.
Según las Actas, Juan y Pablo fueron oficiales del ejército, acaso legionarios de la famosa legión Jovia. Pasaron luego a la corte, como gentiles hombres de cámara al servicio del emperador Constantino y, más tarde, de su hijo Constancio. La hija de Constantino les dejó en herencia cuantiosas riquezas. Cuando Juliano ocupó el trono imperial e hizo pública su apostasía, los dos oficiales palatinos, fervientes cristianos, abandonaron la corte en señal de protesta y se retiraron a su casa del Celio, en Roma.
Conocemos hoy perfectamente las características de la casa a que alude la tradición. Excavaciones realizadas bajo el pavimento de la basílica celimontiana nos han revelado la disposición interior de aquella casa romana y gran parte de su decoración. Se trataba de un inmueble de vastas proporciones, que ocupaba una superficie de 2.250 metros cuadrados y treinta metros de fachada. En el monte Celio, famoso en aquel entonces por la suntuosidad de sus edificios, la grandiosa casa de los mártires encajaba perfectamente.
Encontramos en ella la misma distribución y el mismo gusto por la decoración que distinguían a las casas patricias romanas. La parte noble del edificio, destinada a habitaciones de los señores y de sus huéspedes, con sus amplias salas lujosamente decoradas con estatuas, revestimiento de mármoles, mosaicos y grandes pinturas murales, contrasta con la estrechez de los dormitorios de los esclavos. Muy espaciosas las salas de baño. En las bodegas se han desenterrado gran número de ánforas, cántaros y otras, vasijas donde se guardaban las provisiones de la casa. Dos de las ánforas llevan grabado el monograma de Cristo. Trece aposentos conservan todavía, mejor o peor, la decoración antigua. No serán obras de arte, pero denotan un gusto bastante depurado. Los temas mitológicos se combinan con paisajes y motivos ornamentales. Allí puede contemplarse el cuadro más grande que se conserva de la Roma antigua, pintado al fresco, sin que el color haya perdido todavía su viveza. Representa a Proserpina que vuelve del averno, acompañada de Ceres y de Baco. Una mano cristiana, en el siglo IV, extendió sobre la escena una capa de estuco. En otra sala, pintados al encáustico, diez efebos de tamaño natural, poco menos que desnudos y tocados con guirnaldas, sostienen con gracia un festón de hojas, mientras pavos reales, cisnes y otras aves se mueven entre sus pies y gran número de pájaros revolotean sobre su cabeza. Completa la decoración de la sala una inmensa cepa, que cubre la parte superior y toda la bóveda, y en cuyas volutas se encaraman geniecillos desnudos que van recogiendo racimos.
No faltan en la casa de Celio pinturas de inspiración cristiana, que demuestran que sus moradores, en el siglo IV, eran cristianos. En una de las salas, en medio de figuras de apóstoles y escenas alegóricas de vida pastoril, se levanta espléndida la Orante, vestida de dalmática amarilla, con un velo verde sobre la cabeza y los brazos extendidos en actitud de oración.
Una escalera de piedra ponía en comunicación la planta baja con los pisos superiores. La casa alcanzaba una altura de quince metros. Desde sus amplios ventanales podía gozarse de uno de los espectáculos más maravillosos de Roma. A pocos metros extendía sus grandes arcos de travertino el templo erigido en honor del emperador Claudio. Más allá, el Coliseo, los templos y edificios públicos del Palatino, del Foro y del Capitolio y las termas de Trajano y de Tito desplegaban al sol sus mármoles fulgurantes, Y, por encima de edificios y murallas, la mirada se perdía en las líneas onduladas de las colinas del Lacio y en los anchurosos horizontes del mar.
En aquella casa esperaban pasar Juan y Pablo los últimos años de su vida. Pero bien pronto empezaron a llegar noticias alarmantes de la actitud hostil del nuevo emperador. Su odio se ensañaba particularmente con los que habían servido más de cerca a su predecesor. Era, además, conocida su codicia del dinero. Trataba de apoderarse, por todos los medios, de las riquezas de los cristianos. En carta a Scévola escribía él mismo con ironía que la admirable ley de los cristianos quiere que sean éstos exonerados de las cosas de aquí abajo, a fin de "estar mas ágiles para subir al cielo y que por eso se dedicaba él a facilitarles el viaje despojándoles de sus bienes". Cuidaba mucho el Apóstata de que los cristianos fueran condenados siempre como enemigos públicos, sin que en la sentencia se reflejaran los motivos verdaderos.
No tardó en llegar a oídos del emperador la noticia de que Juan y Pablo socorrían todos los días en su casa del Celio a una turba de cristianos pobres, a cuenta de las riquezas que habían heredado de la hija de Constantino. Hízoles llamar a la corte repetidas veces con promesas lisonjeras. Mas ellos se negaron a servir a un emperador renegado que perseguía a los cristianos. Juliano pasó entonces de las promesas a las amenazas. Les conminó con la muerte como a enemigos públicos si en el plazo de diez días no renunciaban a su fe cristiana y volvían a los oficios de la corte.
Juan y Pablo se dispusieron a morir por Cristo. Como primera medida distribuyeron todas sus riquezas entre los pobres y se entregaron a obras de religión y piedad. Pasados los diez días de plazo, a la hora de cenar, se presentó en la casa del Celio Terenciano, capitán de cohorte, con un puñado de soldados. Dicen las Actas que encontró a nuestros héroes en oración. En nombre del emperador les instó por última vez a adorar una pequeña estatua de Júpiter que traía consigo. Era la estatua que los legionarios de la legión Jovia veneraban en sus cuarteles. Juan y Pablo se negaron resueltamente.
Al filo de la medianoche Terenciano los hizo decapitar en un rincón oscuro de la misma casa. Y, para evitar que fueran luego venerados como mártires, mandó abrir una zanja a toda prisa en el fondo de uno de los corredores, debajo de la escalera principal. Allí ocultaron los cadáveres. Ocurría esto en la noche del 26 al 27 de junio del año 362.
A la mañana siguiente Terenciano hizo correr en Roma la voz de que Juan y Pablo habían salido de la ciudad, desterrados por orden del emperador.
Exactamente un año más tarde, el mismo día y a la misma hora en que caían al suelo las cabezas de nuestros mártires, moría asesinado en Maronsa, cerca de Bagdad, Juliano el Apóstata. En Roma un grupo de posesos, entre ellos el hijo único de Terenciano, comenzó a revelar a voz en cuello la muerte de Juan y Pablo. Terenciano se vio obligado a indicar el lugar del enterramiento y los detalles del glorioso martirio.
Las Actas terminan con la historia de la transformación de la "casa de los mártires" en iglesia, por obra de los senadores Bizante y Pammaquio. Bizante es un personaje poco conocido en la historia de Roma. Sería él, probablemente, quien abrió al culto parte de la casa del monte Celio, después de convertir la planta baja en un pequeño santuario. Levantó un tabique frente al lugar de la sepultura, para protegerla de la devoción indiscreta de los visitantes. Pero dejó abiertas unas pequeñas ventanas o fenestrellae, para que los devotos pudieran contemplar la tumba y tocarla con retazos y otros objetos, que luego conservarían como preciadas reliquias. Decoró las paredes de aquel sagrado recinto con pinturas alusivas a los mártires. En el puesto de honor mandó pintar la figura de uno de ellos, en actitud de paz, a la entrada del paraíso, y a sus pies, venerándole, dos fieles postrados en tierra. Entre otras composiciones, dos escenas de martirio llaman poderosamente la atención. Una de ellas nos muestra a tres personajes, dos varones y una mujer, en el momento de ser conducidos a la presencia del juez, bajo la vigilancia de dos guardianes. La otra nos hace asistir a la ejecución de los mártires. Están los tres personajes de rodillas, los ojos vendados y las manos atadas a la espalda, esperando con la cabeza inclinada el golpe de la espada. El verdugo está detrás de ellos y, junto a él, otro personaje que parece estar presidiendo la escena. Es ésta una de las más antiguas y más dramáticas escenas de martirio que se conservan.
El pequeño santuario fue muy visitado por los devotos. Algunos dejaron en las paredes sus nombres y sus ruegos grabados con punta de hierro. La afluencia de visitantes fue creciendo y bien pronto aquel santuario resultó insuficiente. Decidióse erigir en aquel mismo lugar un santuario digno de la celebridad de que gozaban ya los santos mártires Juan y Pablo.
Costeó las obras el senador Pammaquio, personaje muy conocido en la Roma de fines del siglo IV. Pertenecía a la noble familia de los Furios. Fue amigo de San Jerónimo. Estudiaron juntos en Roma y se profesaron toda la vida mutuo afecto. San Paulino de Nola y San Agustín alabaron en sendas cartas la fe y piedad de Pammaquio. Solía éste acudir al Senado en hábito de monje. Se hizo célebre, sobre todo, por sus obras de caridad. Distribuyó íntegramente entre los pobres la herencia que le dejara su mujer Paulina. Fundó en Ostia el famoso xenodochium, abierto a los peregrinos que llegaban a Roma por mar.
La basílica que levantó en el Celio hizo también honor a su munificencia. Fueron abatidos los tabiques interiores de los dos pisos superiores. Se rellenó de escombros toda la planta baja, a excepción del locus martyrii. Y sobre veinticuatro columnas de granito negro apoyaron la espaciosa nave, bañada en la cálida luz que tamizaban setenta ventanas convenientemente distribuidas. Los itinerarios medievales la señalaban como basílica grande y muy hermosa. El pavimento y parte de los muros estaban revestidos de mármol blanco. A derecha e izquierda, a lo largo de toda la nave central, se sucedían escenas del Antiguo y Nuevo Testamento, que cantaban el triunfo del culto del Dios verdadero sobre el culto pagano. Aquellos cuadros reflejaban las preocupaciones de una época que acababa de asistir al fracaso de la última tentativa de restaurar el paganismo. Pero eran, al mismo tiempo, un elogio a los héroes de la fe, que con su martirio aseguraron la victoria del cristianismo.
La basílica de los Santos Juan y Pablo representa en Roma, que tantos monumentos singulares atesora, un ejemplar único de continuidad. Podemos seguir allí las transformaciones sucesivas de un palacio pagano del siglo II que, al abrazar sus dueños el cristianismo, se convierte en morada cristiana. La sangre de los mártires hizo de ella centro de peregrinación. Fue primero un humilde santuario, que la afluencia siempre creciente de devotos obligó a transformar en una basílica toda reluciente de mármoles y mosaicos. Cada generación ha ido dejando después en aquellos muros el testimonio de su piedad.
Sin preocuparse excesivamente del signo de interrogación que la crítica ha puesto, con razón, a los detalles que nos suministran las Actas, el pueblo cristiano seguirá venerando en el monte Celio, a los mártires, cuyos nombres recuerda la Iglesia Romana todos los días en el canon de la misa, entre los testigos más gloriosos de nuestra fe.
IGNACIO DE OÑATIBIA ALIRELA