Pasó su niñez y juventud en un ambiente cargado de intrigas políticas y dinásticas, y en 1077, Ladislao ocupó el trono de Hungría. Inmediatamente fueron negados sus derechos reales por su hermanastro Salomón, quien tomó las armas contra él, pero fue derrotado en el campo de batalla por el soberano húngaro.
Su piedad tan fervorosa como bien equilibrada se expresaba en su celo por la fe, en el escrupuloso cumplimiento de sus deberes religiosos, en su estricta moral y en la austeridad de su vida. Se había despojado de toda ambición personal, y sólo por su sentido de la obligación, aceptaba la dignidad que le habían echado sobre las espaldas. Dentro del propio territorio de Hungría, el rey tuvo que soportar numerosas invaciones por parte de tribus bárbaras a quienes vención triunfalmente y entregó todos sus esfuerzos para que ellos conociecen el cristianismo.
A solicitud suya, la Santa Sede reconoció como dignos de veneración al rey Esteban I, a su hijo Emeric, así como a Gerardo, el obispo mártir. Falleció en Bohemia, a principios del año 1095 cuando sólo tenía cincuenta y cinco años de edad.