Santos mexicanos. Párroco y coadjutor. De 51 y 27 años. Uno experto y otro comenzando. El párroco, colmado de virtudes; y el bisoño coadjutor aprendiendo heroicidades desde la raíz de su ordenación. El tiempo de las amenazas hacía de lo ordinario virtud.
Justino había nacido en Atoyac, Jalisco, diócesis de Ciudad Guzmán, el 14 de abril de 1877. Era el Párroco de Cuquío, Jalisco, archidiócesis de Guadalajara. Tiempo atrás había fundado la Congregación religiosa de las Hermanas Clarisas del Sagrado Corazón.
Su vida estuvo habitualmente marcada por la cruz, pero siempre se conservó amable y generoso. En cierta ocasión escribió: «Los que siguen el camino del dolor con fidelidad, pueden subir al cielo con seguridad». Cuando arreció la persecución, permaneció entre sus feligreses diciendo: «Yo entre los míos vivo o muerto».
Atilano, su coadjutor, vicario o ministro –que es lo mismo– en la misma parroquia de Cuquío, había nacido en Ahuetita de Abajo, perteneciente a la parroquia de Teocaltiche, Jalisco, diócesis de Aguascalientes, el 5 de octubre de 1901.
Se ordenó sacerdote cuando esto se consideraba como el mayor crimen que podía cometer un mexicano. Pero él, con una alegría que le desbordaba extendió sus manos para que fueran consagradas bajo el cielo azul de una barranca jalisciense donde se escondía el Arzobispo y el Seminario. Porque la clandestinidad no ha sido exclusiva situación de los primeros siglos del cristianismo.
Una noche, después de planear párroco y vicario su especial actividad pastoral, ejercida en medio de incontables peligros, en la clandestinidad y siempre a salto de mata, ambos sacerdotes se recogieron para descansar en una casa del rancho de 'Las Cruces', cercano a Cuquío. Ese sería el Calvario para los dos. En la madrugada del primero de julio de 1928 las fuerzas federales y el presidente municipal de Cuquío –autoridades militares y civiles– irrumpieron violentamente en el rancho y golpearon la puerta donde dormían el párroco y su vicario.
El Sr. Cura Orona abrió y con fuerte voz saludó a los verdugos: «¡Viva Cristo Rey!» La respuesta fue una lluvia de balas.
El padre Atilano, al oír la descarga que cortó la vida de su párroco, se arrodilló en la cama y esperó el momento de su sacrificio. Allí fue acribillado, dando testimonio de su fidelidad a Cristo Sacerdote, la madrugada del 1 de julio de 1928.
Poco antes había escrito: «Nuestro Señor Jesucristo nos invita a que lo acompañemos en la pasión».
Llevaba once meses de sacerdote el pacífico, alegre y servicial ciudadano.
A los dos sacerdotes los canonizó en Roma el papa Juan Pablo II, el 21 de mayo del Año Jubilar 2000.
¿Tendrán razón los que se empeñan en presentar al estamento eclesiástico, como dominante, aliado del poder constituido, hegemónico, feudalista, intolerante y violento? El anticlericalismo fanático está más emparentado con el odio a Dios y a su Iglesia; lo que pasa es que además de servirle los calificativos expresados como excusa, con frecuencia encuentran acogida en mentes débiles, envidiosas o enfermas. Así entiende la sensibilidad popular este aspecto del problema: ¡Calumnia, que algo queda!