4 de julio

SANTA ISABEL, REINA DE PORTUGAL († 1336)

Según parece más probable, nació a principios de 1270, hija del rey Don Pedro III de Aragón y de la reina Doña Constanza. ¿En qué lugar? ¿En Zaragoza? ¿En Barcelona? No sabemos de fijo. Se casó en 1282 con Don Dionís, rey de Portugal, firmando el diploma matrimonial en latín. Esta frágil criatura de cabellos dorados y doce años incompletos no adivinaba, seguramente, la misión que Dios le reservaba en la agitada vida peninsular de aquellos tiempos, misión religiosa, política, social y humana de primera clase.

Nieta de Jaime I el Conquistador, biznieta de Federico II de Alemania, de ellos heredó la energía tenaz y la fuerza del alma. Pero se caracterizaba, sobre todo, por la bondad inmensa y el espíritu equilibrado y justo de Santa Isabel de Hungría, su pariente cercana. Como dice la leyenda medieval de su vida, escrita por una mano contemporánea de la reina santa, ella era una mujer llena de dulzura y bondad, muy inteligente y bien educada.

El viaje a Portugal fue largo y dificultoso, pues los guerreros rodeaban los caminos de entonces, poco seguros. En junio de 1282 se encontraba en Trancoso con el rey Don Dionís, a quien veía por primera vez.

El Libro que habla de la buena vida que hizo la reina de Portugal, Doña Isabel de Portugal, al que llamaremos leyenda primitiva, y las Crónicas de los siete primeros reyes de Portugal, trazan vigorosamente el retrato moral de esta mujer extraordinaria, que al indomable Don Alfonso IV el Bravo tan cariñosamente amó.

Le gustaba la vida interior y el trabajo silencioso. Ayunaba días incontables a lo largo del año, se conmovía por los errantes, rezaba por su Libro de horas, cosía y hacía bordados en compañía de las dueñas y doncellas, y distribuía limosnas a los necesitados, sin olvidarse del gobierno de su casa (la casa de la reina era un mundo). Todo esto lo hacía intensamente y esta intensidad nos da medida de su vida.

A los veinte años nació Don Alfonso IV el Bravo, que fue su cruz y el gran amor de su existencia. Caso único en la primera dinastía portuguesa, la vida de este hombre fue pura y no estará descaminado descubrir aquí la influencia de la madre, y tal vez un complejo de repugnancia por las aventuras amorosas, influenciado por los dolores, que él veía padecer a Santa Isabel, medio abandonada por el marido.

Pero era discreta esta joven reina. Obligaba al hijo a obedecer a su padre (¡él era el rey!), fingía no saber nada, de lo de Don Dionís y al hablarle de eso cambiaba la conversación o empezaba a rezar y a leer sus libros. El rey se arrepentía o tapaba sus pecados lo más que podía. Y ella, muy mujer, pero cristiana hasta la medula del alma, criaba los hijos ilegítimos del marido. De esta forma todos se maravillaban de ver esta niña con tanto juicio y dominio de sí misma.

En la política peninsular de entonces su poder moderador se hizo sentir profundamente, ya en las guerras entre reinos cristianos que habían de formar la España moderna, ya en las desavenencias interminables de Don Dionís con el hermano y el hijo turbulento. Daba a su dueño la razón, procuraba explicarle el derecho y la verdad. Y no siempre era fácil convencerle. En estos momentos sombríos y cargados de destino hacia el alma de esposa, de madre y de reina, aunque dulce en el habla, jugaba heroicamente todo por todo, llegando a ser desterrada lejos del rey.

Un odio fuerte enraizaba en el alma del infante, a punto de tratar a su padre como a un extraño. Y no era solamente la familia real la que estaba desunida, eran millares de familias divididas por ambos partidos, odiándose implacablemente, quemando casas y talando campos. Para rehacer la paz, deshecha en cada momento, Santa Isabel se puso en camino de Coimbra. Luchaba por lo que modernamente llamamos arbitraje. Nada de guerras. Que la sentencia sea dada por el juez. Este es su curso. Que las tropas se alejen y, si el infante tuviese alguna razón, que el rey se la dé.

Ahora era junto a Lisboa, donde los soldados de Don Dionís y del infante iban a empezar una guerrilla más sin fruto. Apresuradamente, Santa Isabel subió a una mula y, sin nadie a su alrededor, pasó como una mujer cualquiera entre las huestes enemigas.

Recordó al hijo sus juramentos pasados, le pidió que no hiciese daño a su padre, habló con Don Dionís y volvió al infante por segunda vez. Y la tempestad se apaciguó pausadamente. Es una pena que se haya perdido casi toda la correspondencia, fuera de pocas cartas. De éstas recordamos una que le envió al rey Don Jaime, almirante de la Santa Iglesia de Roma. Otra se destinaba al rey Don Dionís, y nos da medida exacta de angustia de esta mujer, que amaba igualmente al marido que al hijo y los veía siempre en guerra: No permitáis —escribe ella— que se derrame sangre de vuestra generación que estuvo en mis entrañas. Haced que vuestras armas se paren o entonces veréis cómo en seguida me muero. Si no lo hacéis iré a postrarme delante de vos y del infante, como la loba en el parto si alguien se aproxima a los cachorros recién nacidos. Y los ballesteros han de herir mi cuerpo antes de que os toque a vos o al infante. Por Santa María y por el bendito San Dionís os pido que me respondáis pronto, para que Dios os guíe.

Los años fueron pasando, Don Dionís enfermó de viejo, como dice el cronista anónimo. Lleváronlo a Santarém y Santa Isabel, una vez más, fue su humilde enfermera, hasta que el rey entregó su alma a Dios. Entonces la reina se sintió más lejos de este mundo. Volvería a hacer paces, a entrar en relaciones, a encaminar como podía la tormentosa política de la península Ibérica, pero su propósito estaba tomado. Púsose un velo blanco y el hábito de Santa Clara, aunque libre de votos religiosos, conservando lo que era suyo, como dice ella, para construir iglesias, monasterios y hospitales. Era una resolución antigua, ya conocida del hijo y de su confesor, fray Juan de Alcami. Como antes (y todavía más, pues era ahora más libre para darse a Dios y a los pobres), se entregó a la vida interior y dio largas a su sentido cristiano de función social de riqueza.

En sus viajes veía a los pobres sentados a las puertas de las villas y de los pueblos. Distribuía vestidos, visitaba a los enfermos poniendo en ellos sus manos sin darle asco, y los entregaba a los médicos. Frailes menores, dominicos y carmelitas, monjitas medio emparedadas en los conventos religiosos, los que venían desde España pidiendo limosna, a todos ella daba alguna cosa. En suma: no quedaban desamparados ni presos que de su limosna no recibiesen parte. Besaba los pies de las mujeres leprosas. Junto a sí criaba muchas hijas de hidalgos, caballeros y gente más humilde. De ellas, unas se casaban, otras se metían monjas, conforme Dios quería, llevando todas una dote. Y Santa Isabel ponía en todo un cariño especial, un gesto de inefable delicadeza. Per ejemplo, a las novias que ella casaba les prestaba una corona de piedras amarillas, y el tocado y el velo, para que estuviesen más guapas. Era una actividad de estadista competente y de bienhechora social. Por donde pasaba y veía hospitales, iglesias, puentes o fuentes en construcción en seguida ayudaba. Se interesaba por todas las obras, dirigió la construcción del convento de Santa Clara de Coimbra, hablaba con los operarios, les decía cómo tenían que hacer las cosas, y ellos se quedaban asombrados de sus conocimientos.

Como todos los cristianos de la Edad Media iban a Santiago de Compostela, allí se dirigió ella sin dar explicaciones a nadie, pues su marido ya había muerto. El arzobispo celebró misa y Santa Isabel ofreció al patrono de España la más noble corona de su tesoro, velos, paños bordados, piedras preciosas y la mula con su manto de oro y plata. Al volver a Portugal traía consigo el bordón y la esclavina de los peregrinos, para aparecer peregrina de Santiago.

En un día caliente de verano la oyeron decir que la guerra iba a estallar entre Don Alfonso IV, rey de Portugal, y el rey de Castilla. Eran su hijo y su yerno. El calor era tremendo. Aun así la reina, cansada de años y de trabajo, se puso en camino. Esta vez el camino de Estremoz era como de muerte. Con un dolor agudo apareció una herida en el brazo y tuvo también fiebre. Junto a su cama estaba su nuera doña Beatriz, Entonces vio pasar como una dama con vestiduras blanca. ¿Tal vez Nuestra Señora? ¿Le subió la fiebre? Es posible. Pero revela un alma que pensaba en el otro mundo. El jueves siguiente confesóse, asistió a misa y con gran devoción y muchas lágrimas recibió el cuerpo de Dios. Volvió a la cama. La noche caía. Dijo a Don Alfonso IV que fuese a cenar, siguiendo la costumbre que tienen las madres de cuidar a los hijos como si siempre fuesen pequeños. Sentía que la hora estaba al llegar. ¡Mucho había ya rezado en su vida! Había visitado centenares de iglesias, había asistido a incontables fiestas eucarísticas. Sabía latín, conocía de memoria los himnos litúrgicos, a punto de corregir a los clérigos cuando ellos se equivocaban. No nos extrañemos oyéndola recitar a la hora de la muerte los versos latinos de Maria, mater gratiae, etc. La voz se consumía cada vez más, pero ella continuaba rezando, hasta que nadie la entendió; y así rezando acabó su tiempo. Cumpliríase lo que ella tanto pedía a Dios: murió junto al hijo. Y nada tan conmovedor como el amor indestructible de esta Santa que nadie vio enfadada con aquel hijo bravo y duro de cerviz. Fue esto en el castillo de Estremoz el 4 de julio de 1336.

En siete jornadas, a través de las planicies abrasadoras de Alemtejo y de Extremadura, llevaron su cuerpo al convento de Santa Clara de Coimbra. Y allí quedó a lo largo de los siglos, rodeado de una aureola de milagros. Algunos de ellos legendarios, como el milagro de las rosas, que no viene en la leyenda primitiva. Otros verdaderos. Al canonizarla el 25 de mayo de 1625, Urbano VIII confirmaba la voz antigua del pueblo rodeando de una gloria inmortal una de las más perfectas mujeres de la Edad Media.

MARIO MARTINS, S. I.

Isabel de Portugal, reina (1270-1336)

La hija de don Pedro III de Aragón y de la reina doña Constanza fue una de las mujeres más perfectas de la Edad Media; supo cumplir ejemplarmente  –y hasta conciliarlos–  los deberes de esposa, de madre y de reina en una muy agitada vida peninsular con difíciles entresijos políticos, religiosos, militares, sociales y humanos.

Su vida se entresaca de dos fuentes principales: la primera, anónima de un autor contemporáneo, se llama «El libro que habla de la buena vida que hizo la reina de Portugal doña Isabel de Portugal» y la segunda es «Crónica de los siete primeros reyes de Portugal».

Como datos firmes tenemos que nació a principios del 1270, sin que se pueda decir con exactitud el lugar, que se casó con el violento don Dionis de Portugal cuando sólo tenía 12 años y que con veinte tuvo a su hijo Alfonso IV  –bien llamado el Bravo–, amor y cruz de su existencia.

Su hijo contempló las repetidas infidelidades del padre  –esas que su madre llevaba en silencio–; fueron tantas y de talante tan innoble que llegó a aborrecer el hijo al padre y a tratarle como un extraño. Isabel fingía no saber nada de los desvaríos de don Dionis, vivía medio abandonada de su marido, que parecía arrepentirse de sus pecados y los tapaba como podía, pero a Isabel le tocaba cuidar de los hijos bastardos de su esposo.

Las fuentes la muestran siempre con talante de mujer enérgica, tenaz, con espíritu equilibrado, sentido de justicia y una inmensa bondad. Y así ha quedado en la memoria del pueblo que la llama la Reina Santa ¡Todo un monumento vivo a la paciencia!

Muchas veces intentó mediar –y medió–  en innumerables problemas políticos; sobre todo los que tenía don Dionís con su hermano y con su hijo rebelde. Por eso se la ve tan clara como exigente ante el rey a la hora de hablar, sin ceder nada en el respeto que debía como esposa a su marido ni callar de qué parte estaban el derecho y la verdad. Fue esa actitud la que le llevó a verse desterrada lejos de don Dionís. Medió en Coimbra entre las tropas del hijo y las del padre, pidiendo el arbitraje de un juez, para eliminar el peligro inmediato de guerra. Y junto a Lisboa, donde atravesó en solitario las líneas enemigas, disfrazada y montada en una mula, para evitar una inútil batalla, hablando personalmente y volviendo a dar respuestas entre los dos responsables directos que eran el hijo y el padre.

Cuando enfermó don Dionis lo llevaron a Santarem; Isabel estuvo junto a la cabecera de su marido hasta que entregó el alma a Dios, y ella misma le dio personalmente los cuidados que iba necesitando.

Ya viuda (1325), quiso vestir el velo blanco y el hábito de las clarisas; así cumplía un antiguo deseo conocido por su hijo y por su confesor, fray Juan de Alcami, sin que hiciera profesión de votos religiosos y manteniendo lo que eran sus propiedades. Con ellas construyó monasterios, como el de las clarisas de Coimbra, en donde tomó parte dando orientaciones personales concretas a pié de obra. Con sus propios bienes atendió a los pobres mostrando inagotables caridades, construyó hospitales, y gustaba de dotar a las mozas pobres con una generosidad exquisita a la hora del casamiento. Daba de lo suyo.

No faltó la cita que dictaba la moda del tiempo al hacer su peregrinaje con bordón y esclavina a Santiago de Compostela; allí ofreció al santo la mejor de sus coronas y otros ricos presentes.

Como corrían las voces de que iba a estallar la guerra entre don Alfonso IV, ya rey de Portugal, contra el rey de Castilla  –los jefes de ejército eran su hijo y su yerno–,  se puso camino de Estremoz, agotada por ayunos y penitencias, y con fama de santidad, para intentar la mediación que ya se había hecho habitual en su vida. Enfermó gravemente con los calores de aquel terrible verano seco. Y hasta dicen que bien pudo ser la Virgen aquella Señora que vió pasar cuando estaba tan enferma; eso que algunos llaman sueño, otros visión, y los listillos delirio por la fiebre; en fin, algo que sólo sabremos en el cielo. «Confesó, recibió con muchas lágrimas el cuerpo de Dios», volvió a la cama para seguir rezando y acabar así su tiempo. Fue en el castillo de Estremoz el 4 de julio de 1336.

Tras un viaje de siete días depositaron su cuerpo muerto en el convento de Santa Clara de Coimbra, Santa Clara-a-Velha. Allí hubo milagros; unos legendarios y otros ciertos.

La canonizó el papa Urbano VIII, confirmando la antigua voz del pueblo, el 25 de mayo de 1625.

La que llaman Reina Santa, incansable en el logro de la paz y en obras de misericordia, es Patrona de Coimbra y de todo Portugal.

SANTA ISABEL, REINA DE PORTUGAL († 1336)

Realeza y Santidad Hoy la historia y ejemplo de Isabel de Portugal (1271-1336) nos afecta, por su grandeza y cercanía. No toda nobleza humana se aleja y huye de la nobleza de hijos de Dios.

Isabel era hija de Pedro III de Aragón; nieta, por parte de padre, de Jaime I el conquistador; y sobrina-nieta, por parte de madre, de santa Isabel de Hungría (de la que tomó el nombre).

Educada en castillos-palacios de Aragón, a los doce años ya fue entregada en matrimonio al rey de Portugal, don Dionis, que era un tipo muy distinto de ella en moral y delicadeza. Se le abría camino de flores y espinas, gloria y humillación.

Tuvo con don Dionis un hijo, el único suyo, pero hubo de sobrellevar la amargura de que otros muchos hijos de su marido fueran bastardos.

En dos ocasiones, el hijo legítimo se rebeló contra su padre. No se entendían ni toleraban. En ambas ocasiones ella se presentó como mediadora en la batalla, como un ángel de Dios, ángel de paz y hogar.

Cuando el esposo murió, ella, en edad de 54 años, se dedicó totalmente a los pobres durante once años, bajo el hábito de terciaria franciscana.

Era piadosa peregrina de Santiago de Compostela, adonde acudía con sus pobres.

¡Qué belleza de santa! Con ejemplares de mujer como ella, el mundo se llenaría de vida y esperanza.

ORACIÓN: ¿Oh Dios!, tu creas la paz y amas la caridad; tú concediste a Isabel la gracia de ser conciliadora de personas enfrentadas¸ a imitación suya, haz también de nosotros instrumentos de concordia, paz, amor, esperanza. Amén.