5 de julio

SAN MIGUEL DE LOS SANTOS († 1625)

Los santos van delante. Son ejemplo y espuela para caminar. Viven en todos los climas y florecen en todos los siglos. Los santos son muchos. Cada tarde el santoral trae una brazada de espigas doradas, sin agotar con el año sus reservas. En el día 6 de julio la Iglesia ha abierto una hornacina para destacar las virtudes heroicas de San Miguel de los Santos, el Extático.

Vich, una de las más antiguas y célebres ciudades de Cataluña, le vio nacer el 29 de septiembre de 1591, fiesta de San Miguel Arcángel. De él tomó su nombre. En la alborada del 10 de abril de 1625 dormía su último sueño en Valladolid, de cuyo convento era superior. En treinta y tres años tendió la escala y subió raudo de la tierra al cielo. Barcelona, Zaragoza, Pamplona, Madrid, Sevilla, Baeza, Salamanca, Valladolid son los puntos claves de su itinerario. Baeza y Valladolid fueron principalmente el campo de sus actividades apostólicas. En todas partes por donde pasó dejó, sin embargo, algo de Dios, como dejan los santos.

Digamos que a San Miguel, preclaro hijo de la Orden de la Santísima Trinidad, se le puede admirar pero no se le puede seguir. Su marcha es vuelo, no andadura. Los modestos peatones no lograremos darle alcance.

Digamos también que es hijo de su siglo, el Siglo de Oro de la mística. Le resultan familiares las cimas de la contemplación sin adherencias iluministas y asienta la perfección sobre el cumplimiento del deber y el servicio de la caridad. Sus escritos:

Breve tratado de la tranquilidad del alma y El alma en la vida unitiva (octavas), no desmerecen de la Subida del Monte oLas Moradas.

Digamos, por fin, que nació ya disparado hacia las cumbres. El Beato Miguel de los Santos —leemos en el decreto de canonización— fue uno de aquellos verdaderos amantes de la virginidad que, a semejanza de Elías, Eliseo y Juan, como afirma el Crisóstomo, solamente se diferencian de los ángeles en que tienen un cuerpo mortal. Cálido elogio otorgado por la Iglesia en el momento de auparle al supremo honor de los altares.

La virginidad brota encantadora en el huerto de la familia cristiana. Enrique Argemir, por dos veces consejero de la ciudad, y Montserrat Margarita Mitjana, padres de Miguel, supieron labrar un hogar reciamente cristiano y ejemplar. Al aire de la salmodia mariana con la recitación del oficio parvo y el rosario en familia, y el canto solemne de las Completas los sábados en la iglesia de la Rotonda, donde padre e hijo reemplazaban a los sacerdotes cuando el rigor de la estación o los achaques de la edad les impedían asistir, nació en el niño un amor entrañable a la Madre de Dios y a la virginidad. La estima de la castidad se adelantó a la razón, pues, sin contar los seis años, en el convento de madres dominicas hace voto a los pies de la Virgen de guardarla siempre. Voto que renovará poco después ante la imagen de Nuestra Señora de la Guía. Y como rúbrica de la sinceridad de sus deseos, antes que despierten los estímulos de la concupiscencia, desgarra sus carnes tiernas en un zarzal, aprovechando el descuido de sus deudos y queriendo emular —dice— el gesto de San Francisco de Asís.

Miguel es un eremita frustrado. Por dos veces huyó de la ciudad. ¿Hacia dónde y para qué? Como a tres leguas del lugar se alza el Monseny, montaña solitaria santificada según se dice por San Segismundo, rey de Borgoña, cuya historia posiblemente oyó contar a sus mismos padres. Con soledad, penitencia, oración y silencio piensa levantar una muralla que defienda su virginidad. Alma contemplativa, sabe interpretar el lenguaje de Dios en el campo callado, en la torrentera clamorosa, en la cresta bañada de luz. Con una vida austera y penitente acompañará mejor al Señor en su Pasión y expiará los excesos de los pecadores. De los pecadores, por los que, desde niño —depone su hermana Magdalena en el proceso—, rezaba diariamente una oración y no podía terminar sin llorar copiosamente. Le falló el golpe las dos veces, y hubo de reintegrarse a la casa paterna, conservando como recuerdo de aquella travesura ingenua y fervorosa un amor acrecentado a la penitencia y maceración. Desde entonces se dará maña para usar y esconder un manojo de sarmientos y una piedra que utiliza cada noche como jergón y cabezal.

Dios llamaba. Miguel, escapándose, no acertó a descifrar la llamada. Rectifica. Ahora mendiga asilo en todos los conventos de Vich. Demasiado niño, atrae, pero no convence. Prefieren esperar. El Pobrecillo de Asís recibirá las quejas porque no quiso admitirle entre sus hijos. Por fin, a los doce años, ingresa en el convento de Barcelona de los trinitarios calzados. La vida la encuentra excesivamente blanda para su carácter rigorista, y se iluminan sus ojos cuando un fraile, de paso en la casa, le habla de la reforma que está en sus comienzos. Solicita y obtiene licencia, y en Pamplona recibe el hábito de la rama de los descalzos. Se encuentra centrado y a gusto. Va más allá de lo que las reglas piden. La celda apenas la necesita. Cuando la campana levanta a los frailes de sus lechos, a Miguel le sorprende en el coro. Allí ha dormitado ligeramente en los descansos de la oración. Es el fraile observante y fervoroso. Vive lo que más tarde escribirá: Sin sosiego, en quietud andar procure. Frecuentemente la oración le sube tanto que le deja suspendido en éxtasis: el Extático. Y para encenderle en fuego de amor todo sirve: la conversación, el estudio, el trato con Dios, la contemplación de la naturaleza...

Estudiaba en la universidad de Salamanca. El maestro Antolínez explicaba el tratado de la Encarnación, y el comentario teológico recaía sobre la gratitud que debemos los hombres a la sangre de Cristo. Fray Miguel da tres saltos y se mantiene como un cuarto de hora elevado en el aula. Se hace un silencio denso, impresionante. El maestro, cruzando los brazos, comenta: Cuando un alma está muy llena del amor de Dios difícilmente puede esconderlo. Dios traicionó la humildad de su siervo, pues desde aquel día profesores y alumnos acuden a él con problemas de espíritu.

Ruidoso también, y en Salamanca, el éxtasis de Carnaval. Dolorido por los excesos de tales fiestas, improvisó una procesión que, saliendo del convento de los trinitarios, se concentró en la plaza de San Juan. Allí el padre Marcos predicó sobre la vanidad del mundo. Fray Miguel cayó en éxtasis, que impresionó y entusiasmó tanto a la muchedumbre, que le llevó en brazos a la próxima iglesia, sintiéndose tocados los oyentes de compunción y prometiendo hacer confesión general de sus pecados. Fray Miguel, tan honrado por Dios y por los hombres, se mantiene, sin embargo, comprensivo y no pierde de vista la tierra y los prójimos. En carta a sus hermanos les suplica que no se olviden, por amor de Dios, de Jacinto (el hermano menor) y miren mucho por él, porque, según he entendido, han mirado poco, de lo cual he tenido harta pena. ¡Cómo se revela el corazón fresco de los años de la infancia! Durante su estancia en Baeza dos religiosos poco edificantes se dieron maña para hacer llegar al provincial de la Orden una acusación tan grave como falsa. La maniobra triunfó y a fray Miguel le costó diez meses de prisión. Los amigos le rogaban que se defendiera. Eso toca a Dios —respondía—. A mí toca conformarme con su voluntad. Al fin se hizo la luz y fray Miguel fue el mejor defensor de sus acusadores.

Hábilmente sabía esconder su talento nada común entre los pliegues de una modestia y sencillez encantadoras. Durante mucho tiempo se le creyó útil para orar, pero no para gobernar. A voces se proclamaba él ignorante, incapaz y pecador. Y con la misma humildad con que se refugiaba en la celda o cruzaba avergonzado entre la muchedumbre después de los éxtasis, como delincuente que hubiera sido sorprendido en plena fechoría, con el mismo gesto rechazaba cualquier insinuación de puestos o cargos. En 1622 el padre vicario general, en el Capítulo general de la Orden, le propone para superior del convento de Valladolid. Los cuatro definidores se oponen, y sólo ante la insistencia del padre vicario transigen con una fórmula de compromiso: al superior se le dará un vicario que, prácticamente, lleve el peso del gobierno. Los hechos demostraron que se bastaba el superior y le sobraba el vicario, acreditando sus dotes de gobierno nada comunes: delicadeza exquisita, suavidad en el mandato, comprensión, sentido sobrenatural, entrega total a la casa y a los súbditos, talento práctico, celoso defensor con la palabra y la conducta de la exacta observancia y de la puntualidad, conciencia de la propia responsabilidad..., todas estas cualidades hacían amable la obediencia y el cumplimiento de la ley. El superior era la norma viva de pobreza, abstinencia, vigilia, equilibrio interior y dominio exterior, sin que el fracaso ni el éxito pudieran quebrar la sonrisa de sus labios y la fortaleza de su espíritu.

No menos ejemplar a la hora del sacrificio. La misa de San Miguel llegaba después de una doble preparación: espiritual, por la oración, y corporal, por el ayuno y penitencia. No solía gastar menos de una hora. Los oyentes se enfervorizaban. Aquellos momentos largos, morosos, con los brazos extendidos, terminaban frecuentemente arrancando su cuerpo de la tierra y dejando entrever en el rostro la alegría del espíritu. Al volver en sí, las acometidas del amor eran en ocasiones tan fuertes que, víctima de la misma enfermedad, gemía con la esposa del Cantar: Confortadme con pasas, recreadme con manzanas, que desfallezco de amor. Otro tanto sucedía orando ante el Santísimo u oyendo hablar del amor de Dios.

Por eso brilla más su virtud. A quienes le estimulaban al ministerio de la predicación, ordenado sacerdote, respondía que no empezaría a predicar hasta los treinta años, y que a los treinta y tres, como el Señor, se iría al cielo. Efectivamente, así fue. A la predicación no se consagró de manera habitual hasta los treinta años. Y siempre fue para él ministerio difícil y enojoso. El retraso obedeció, quizá, a que sus éxtasis no siempre arrancaban comentarios laudatorios en ambientes eclesiásticos y seglares. Y como se producían igual en el altar que en el púlpito, que en la conversación y en la visita, por prudencia convendría no forzarle a manifestarse en público. La dificultad nacía de la concentración y abstracción de sentidos, que entorpecían el manejo de la anécdota, el dato, los argumentos, y, más que nada, la memoria frágil, que le obligaba a encorvarse sobre los manuscritos horas y aun días y noches enteras. Pero, convencido que era voluntad de Dios, predicaba y cosechaba fruto copioso. Su oratoria era sólida, conmovedora y muy llana, Y los sermones seguían una doble orientación: el temor y el amor. Para despertar el primero volvía porfiadamente sobre los novísimos. Para acrecentar el amor predicaba con suavidad perfumada sobre la Eucaristía, la gloria del cielo y el amor de Dios. Las conversaciones pregonaban la fuerza de sus razonamientos. Otro tanto sucedía en el confesonario o a la cabecera de los enfermos. Los acontecimientos hicieron el mejor panegírico de su competencia como superior, de su prudencia como consejero y su acierto como director de almas.

Y si con San Buenaventura creemos que Dios no suele otorgar tan altos carismas sino a los que recorrieron el camino en jornadas apretadas de oración, austeridad y humildad, ya que la unión extática bordea las cumbres adonde se puede llegar sin dejar la tierra, tendremos que concluir que San Miguel de los Santos vivió muy pronto en las cimas de la contemplación, y que, pese a su juventud, nuestra Santa Teresa de Jesús no habría dudado poner en su mano la llave de la séptima y octava mansión.

San Miguel de los Santos hizo suyo aquel principio paulino: Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios.

LIBRADO CALLEJO

San Miguel de los Santos, Vich, 1625

Nació en Vich en 1591. A la edad de dieciséis años se retiró a una caverna para hacer penitencia: de su retiro le sacó su padre, que le obligó a casarse con una virtuosa doncella. Miguel le presentó tales razones para disuadirle, que no sólo no le impidió seguir su género de vida, sino que le permitió entrar en los Trinitarios de Barcelona. En 1607 hizo los tres votos en Zaragoza. Gobernó como superior algún tiempo la casa de Padres Trinitarios de Valladolid, y en ella falleció en 1625, a la edad de treinta y tres años.