El día 9 de octubre de 1954 moría en Corinaldo una pobre mujer de pueblo. Los periódicos del mundo entero publicaron la noticia con gran relieve. ¿Quién era la señora Assunta, a quien la gente solía llamar mamá Assunta, para que mereciese el interés de la prensa mundial? ¿Qué hazañas había realizado para que el Ayuntamiento de su pueblo decretase funerales públicos y la gente tapase con una pirámide de flores su ataúd? Assunta Goretti era una viejecita de ochenta y ocho años, que no sabía leer ni escribir, pero que poseía esa sabiduría superior de los que conocen y viven el Evangelio. El año 1943, al correr al refugio porque las sirenas daban la alarma de aviación, se rompió una pierna y desde entonces quedó inválida. Estaba sentada en un carrito. A pesar de lo cual mereció que Su Santidad el Papa la recibiese en el Vaticano con los honores concedidos a los príncipes y jefes de Estado. Los periodistas de todas partes solicitaban sus manifestaciones y, aunque quería pasar desapercibida de todos, era una de las figuras más populares de nuestro siglo.
¿Quién era esta mujer singular? La madre de una niña mártir, la única persona que ha tenido la dicha de presenciar la canonización de su propia hija.
Fue el 24 de junio de 1950. Como los peregrinos venidos de todos los confines no iban a caber en la basílica de San Pedro, el Papa canonizó a Santa María Goretti en la plaza inmensa delantera a la basílica. Se calcula que medio millón de personas presenció aquella tarde la ceremonia emocionante. No se recordaba nada igual en los anales de Roma.
La historia de Santa María Goretti es hoy sabida de todos. Incluso ha sido llevada a la pantalla, aunque con esa manía del cine de retocar y deformar los hechos.
Era una familia de pobres campesinos italianos. Un matrimonio compuesto de ambos esposos, Luis Goretti y Assunta Carlini, y cinco hijos. La segunda es María, que nació en Corinaldo el 16 de octubre de 1890.
Pero en Corinaldo no encuentran manera de ganarse la vida, a pesar de poseer allí unas tierrecillas. Y emigran. Primero a Colle Gianturco, y al cabo de dos años a Ferriere di Conca, a once kilómetros de Nettuno. Allí se instalan como colonos del conde Mazzoleni.
Aquel terreno era entonces en extremo malsano. Eran las regiones pantanosas del Agro Pontino. El mosquito que transmite la malaria acechaba insidiosamente a los Pobres labriegos. Así Luis Goretti murió al poco tiempo de aposentarse su familia en Ferriere. Y quedaron solos Assunta y sus cinco hijos, el mayor de los cuales apenas tenía trece años.
—Animo, mamá —decía María, la mayor de las niñas—. ¿Por qué tienes miedo? ¡Ya vamos siendo grandes! Basta que el Señor nos dé salud. Saldremos adelante, saldremos. Assunta trabajaba en el campo, como un hombre. Siempre había trabajado, porque quedó huérfana de pocos años. Trabajaba y educaba a sus pequeños. Desde que éstos aprendían a hablar les enseñaba a hacer la señal de la cruz y a rezar las primeras oraciones y los rudimentos de la doctrina cristiana.
Marietta atendía a todo, lavaba a sus hermanitos menores, iba por agua, preparaba la comida, cosía.
Nunca tuvo amigas, pues las ocupaciones de la casa no le dejaban tiempo para jugar.
Pero es que sobre los deberes de la propia familia recaían también sobre ella la obligación de atender a otras dos personas que vivían en la misma casa y eran aparceros en las faenas agrícolas, Juan Serenelli y su hijo Alejandro, mocetón de unos veinte años. La casa tenía dos dependencias separadas, pero la escalera y la cocina eran comunes para ambas familias.
Alejandro no era mal muchacho; pero empezó a darse a lecturas deshonestas que emponzoñaron su alma. Y el que hasta entonces había mirado con indiferencia a la hija mayor de la señora Assunta, empezó a fijarse demasiado en la chiquilla.
No porque ésta diese motivo alguno. Todos están acordes en afirmar, y así lo ha declarado después repetidamente el mismo Alejandro, que María Goretti era muy modesta y miradísima en el vestir. Era una niña —todavía no llegaba a los doce años—, pero algo desarrollada, quizá más de lo que pudiera esperarse de su edad. Y en el corazón de Alejandro Serenelli se encendió una brutal pasión.
Dos veces la tentó. Al principio, la pequeña ni comprendió el alcance de lo que Alejandro pretendía; pero vio que era algo malo. Y resistió fuertemente arrojando al tentador, a pesar de su edad y su vigor. Alejandro se sintió despreciado y vencido por Marietta.
Volvió al asalto por tercera vez. Era la tarde del 5 de julio de 1902. Alejandro ha pensado bien todas las cosas. Abajo su padre, la señora Assunta y todos los de la casa, se encuentran trillando habas en la era. Arriba, en el descanso de la escalera, María Goretti cose una camisa que Alejandro le había mandado urgentemente remendar con el secreto designio de que la muchacha quedase sola en alguno de los aposentos.
Marietta se intranquiliza cuando ve llegar a Alejandro. Está sobre ascuas; sabe lo que el joven brutal quiere y verse a solas con él la atemoriza. Cose apresuradamente. El mocetón la llama: —María, ven acá.
—¿Para qué? ¿Qué quieres? —Tú ven acá.
—No. Si no me dices qué quieres, no voy.
Alejandro la toma violentamente por un brazo, le tapa la boca con la mano y, venciendo la resistencia de la pobreta, da una patada a la puerta y la cierra.
La débil fuerza de una niña que no ha cumplido doce años vencerá las fuerzas del muchacho de veinte. Grita Marietta: —¡No! ¡No!... ¡Es pecado!. ¡No, no! ¿Qué haces, Alejandro?... ¡Vas al infierno!...
El mocetón, viendo que nada consigue, coge un hierro afilado que tenía a punto y se ensaña con su tierna víctima, que prefiere la muerte antes que pecar. Hasta catorce heridas que traspasan su vientre y el pecho pudieron apreciar los médicos que después la reconocieron.
Al fin acuden los familiares. Loca de dolor pregunta a su hija la señora Assunta: —Marietta mía, ¿qué ha sucedido? ¿Quién ha sido? Dime, dime...
—Fue Alejandro.
—¿Por qué te hizo esto, hija mía? —Porque me quería hacer las cosas malas y yo no quería.
Y exacto, quedó intacta la tierna virgencita, conforme a la confesión del mismo asesino y al testimonio de los médicos.
A las cinco horas una ambulancia lleva a la pobre hija al hospital de los hermanos de San Juan de Dios de Nettuno. Por la misma carretera dos carabinieri llevan esposado a Alejandro Serenelli. Distinto fruto de la educación que Assunta Goretti y Juan Serenelli dieron a sus hijos.
Poco pudieron hacer los médicos del hospital. Sin embargo, intentaron la laparotomía o apertura del vientre pasa poder operarla. Y sin darle anestésico; dos horas de atroz martirio. Marietta coge entre sus manos la medalla de la Milagrosa que siempre llevaba al cuello.
Le preparan al viático, que recibe como un ángel. Le sugieren que perdone al asesino, y contesta al punto: —Sí, le perdono por amor a Jesús, y quiero que venga también conmigo al cielo.
Algunas horas más tarde moría la niña entre delirios, en los que se le oía defenderse contra Serenelli e invocar a la Virgen Santísima.
La muerte de Marietta llenó de estupor a toda la comarca. Sin distinción de público acudieron todos a su entierro.
Treinta años después fue desenterrado su cadáver y llevado a una capilla en la basílica de Nuestra Señora de las Gracias, de Nettuno. Miles de fieles rezan ante aquellos restos de una virgen cristiana, la Santa Inés del siglo XX, como la llamamos hoy.
El heroísmo de Santa María Goretti no fue improvisado. Los actos de hermosas virtudes de que dio prueba antes de su muerte —preferir la muerte al pecado, perdonar a su asesino, soportar con paciencia sobrehumana una operación sin cloroformo y la sed abrasadora que luego siguió—, todo esto era consecuencia de una vida santa, a la que venía preparándose con el ejercicio constante de las virtudes cristianas en un ambiente lleno de fe, de trabajo y de privaciones.
Assunta enseñaba a sus hijos el catecismo, les infundía el horror al pecado, les acostumbraba a la oración. Su hogar era pobre; tenían lo justo para vivir, la madre había de pasar la jornada fuera, en los trabajos del campo. Y Marietta lo hacía todo en casa con la formalidad de una persona mayor. Y todavía encontraba tiempo para rezar el rosario en sufragio de su padre muerto. Y reunía a sus hermanitos y les enseñaba la doctrina y rezaba con ellos. Y hasta consolaba a su madre: —No tenga cuidado, mamá: verá cómo salimos adelante.
Marietta estaba más crecida de lo que sus años podían exigir. Con su pelo castaño, sus ojos negros y su tez fresca y rosada era una muchacha sana de cuerpo y espíritu. La modestia era su principal virtud; ha declarado siempre unánimemente su madre.
Nunca fue presumida, pues además vestía las ropas usadas que le daba una vecina.
Así, con oración, modestia y trabajo, se preparó esta santita para llegar a ser canonizada en la plaza de San Pedro un 24 de junio de 1950.
El desgraciado confesó de pleno su crimen. Y se arrepintió de aquel acto de locura una tarde de verano.
Condenado a treinta años de cárcel, mereció que le rebajasen su condena en tres años por su buen comportamiento. Hoy sirve como criado y hortelano en el convento de capuchinos de Ascoli.
La niña le había perdonado en el hospital. Pero, como el mismo Serenelli ha manifestado después, ya cuando Marietta se retorcía en el suelo apuñalada con el punzón de hierro, le dijo: —No es nada, Alejandro... Yo te perdono.
Por eso la señora Assunta perdonó también al criminal. Fue una escena que sólo puede darse entre cristianos. Estaba de criada del señor cura de Corinaldo la madre de María Goretti cuando la noche de Navidad de 1938 llamaron a la puerta de la casa rectoral. Abrió la señora Assunta y un hombre le dijo: —¿Me reconoce usted, señora Assunta? —al tiempo que bajaba los ojos.
—Sí, Alejandro; te recuerdo.
—¿Me perdona? —suplicó el infeliz, que llevaba en el rostro las trazas de veintisiete años de cárcel.
—Si Dios te ha perdonado, Alejandro, ¿cómo no te he de perdonar yo? Aquella noche la pasó en la casa del párroco, y juntos, la madre y el asesino de su hija, se acercaron a comulgar en la Misa del Gallo.
Y siempre, cuando hablaban de Serenelli, la señora Goretti no consentía que le tratasen mal.
—¡Está tan arrepentido! Y habiéndole perdonado Marietta, ¿cómo no le voy a perdonar yo? Es cierto que ha cometido un pecado enorme; pero Dios ha sabido sacar bien de tanto mal.
Un lugar de Italia, una joven bien desarrollada de doce años, la brutalidad de un joven vecino convertido por la pasión en un monstruo de la naturaleza animal, mucha sangre, catorce puñaladas y una muerte. Son los ingredientes que harían las delicias de un empedernido guionista de culebrón interminable televisivo, prorrogable hasta el hastío; la trama que pondría a funcionar a pleno rendimiento las neuronas del columnista hambriento de sensacionalismos, seguro de que sus lectores agotarían la tirada ese día. En un santoral, esos elementos juntos suenan a tiempos remotos y expresados en la leyenda dorada o en la fábula. Pero todo ello ha sido en plena edad contemporánea.
Y conviene decir desde el principio que hay cosas que sólo pueden darse entre los cristianos. Me refiero al perdón que se da por Dios; porque Él perdonó antes y enseñó a hacerlo. En la historia que refleja la hagiografía presente perdonaron la víctima y –lo que es más difícil– perdonó también la madre de la víctima.
En Corinaldi (Ancona, Italia) viven Luis Goretti y Assunta Carlini; forman una familia pobre con sus hijos. Por dificultades económicas, –no había para comer– tienen que emigrar a Colle Gianturco y de allí a Ferriere di Conca donde se asientan como colonos en las malas tierras pantanosas del conde Mazzoleni. Murió pronto el padre y dejó a su viuda con cinco hijos que alimentar y cuidar; el mayor tenía trece años.
Mamá Assunta –que murió, viejecita de ochenta y ocho años, el 9 de octubre de 1954, pasada la mitad del siglo XX, en Corinaldi (Ancona, Italia), después de pasar años sentada en una silla de ruedas en donde la puso la rotura de su pierna cuando buscaba el refugio para huir de las bombas en 1943– no sabía leer ni escribir, pero poseía esa sabiduría superior de los que conocen y viven el Evangelio. Enseñó la señal de la cruz a sus hijos, las primeras oraciones y lo que ella misma aprendió; tenía el don de la honradez, disfrutaba del amor y temor de Dios que la lleva a transmitir a los suyos horror al pecado. Trabajadora de siempre en la pobreza. Sus enraizados principios cristianos la movían a reunir a la familia al fin de día para rezar el rosario por el alma de su difunto esposo y padre.
Vivían en el caserío de la finca compartido con los Serenelli, padre e hijo; habían adquirido el compromiso de atenderlos. La casa tenía dos habitaciones separadas con escalera y cocina común.
María es la mayor de las niñas; nació en Corinaldi el 16 de octubre de 1890; ahora cuida de la casa mientras la madre trabaja en el campo como si fuera un hombre en las faenas duras para ganar el pan; Marietta va a por agua, limpia a los hermanos pequeños, hace la comida, cose y remienda, pocos juegos y ninguna amiga porque el día no da para más; quizá las circunstancias le forjaron antes de tiempo un carácter maduro y alegre. Meses atrás animaba a la madre con la advertencia de que ya se van haciendo grandes y que tienen salud. Saldrán adelante.
Aquel día 5 de julio de 1902, estaba sola en la casa, precisamente cosiendo una camisa de Alejandro, hijo del viudo Juan, mocetón de veinte años, que había comenzado a fijarse demasiado en la chiquilla. Entiende que algo va mal al notar que Alejandro ha entrado en la casa durante el tiempo de labor y al oír el patadón en su puerta. Intentó violarla. Se resistió María con todas las fuerzas que pudo, con protesta y repetida negación: «No, no, no... es pecado... ¡Es pecado!... ¿qué haces, Alejandro?... ¡Vas a ir al infierno!». Viendo el sofocado Alejandro que nada consigue, toma el hierro afilado preparado para intimidarla, y 14 puñaladas en el vientre y en el pecho contaron los médicos al operarla en el hospital de los Hermanos de San Juan de Dios de Nettuno, a las cinco horas de los hechos, con el vientre de Marieta abierto para conseguir lo imposible en las aquellas eternas dos horas de operación sin anestesia que fue un calvario. Muriéndose la niña con la medalla de la Milagrosa que siempre llevaba al cuello entre las manos, recibió el Viático y no sólo perdonó a Alejandro, sino que expresó el deseo de que fuera al cielo con ella, después de haber contestado que todo sucedió porque «Alejandro me quiso hacer cosas malas y yo no quería».
Hubo estupor e indignación en todo el contorno que se hizo presente en el entierro. Aquello coronaba la vida de virtudes cristianas, practicadas en un entorno muy pobre pero lleno de fe, de austeridad y de trabajo, aderezado con la oración, donde había crecido hasta los doce años una muchacha sana de cuerpo de alma, con horror al pecado, y que prefirió morir antes que ofender a Dios.
Treinta años después de la muerte de María Goretti se trasladaron sus restos a la basílica de Nuestra Señora de los Gracias de Nettuno.
La madre estuvo presente en la ceremonia de la canonización de su hija; un hecho insólito en la historia conocida. Y también desconocida por los anales romanos la masiva afluencia de fieles en la Plaza de San Pedro –medio millón calculado–, delantera de la basílica corazón de la Cristiandad gobernada en ese momento por Eugenio Pacelli. El día 24 de junio de 1950, el papa Pío XII canonizó a María Goretti.
¿Alejandro? ¿El hijo de viudo que se dejó cegar por una brutal pasión? Pues lo detuvieron, confesó el homicidio, y lo condenaron a treinta años de cárcel de los que redimió tres por buen comportamiento. Pero quiso y supo pedir perdón. La noche de la Navidad del 1938, ya indultado y libre, fue a preguntar a mamá Assunta por su disposición al perdón; juntos comulgaron en aquella misa del gallo. Luego fue criado y hortelano en los capuchinos de Ascoli.
A algunos puede sonar ridículo la canonización de una muchacha que se deja matar por guardar la pureza del cuerpo en el siglo de la exaltación del sexo como consecuencia de una visión zoológica potenciada desde la ciencia deudora de Freud; en cambio hay otros que tienen un sentido del cuerpo y de la vida humana que se expresa en términos de sagrado y esta visión es irrenunciable. A los primeros no les importa en absoluto un comportamiento a lo animal, como los burros o los perros. Los segundos, no; como Marieta, arrostran el peligro en su cuidado y defensa. Ah, eso sí, no es sólo cuestión de opiniones, la verdad tiene sus derechos.