Estas dos santas fueron dos hermanas que nacieron en Sevilla, en el seno de una familia muy modesta pero de firmes costumbres y sólida fe cristiana. En aquella época España era dominada por los romanos, y con ellos, la idolatría y la corrupción. Mientras tanto las dos hermanas se conservaban en santidad y pureza de costumbres, empleando todo su cuidado en conocer el Evangelio, en su propia santificación y en beneficio de sus prójimos. Todos los años celebraban los idólatras fiestas en honor de Venus, recordando la tristeza de ésta en la muerte de su adorado Adoni. Las mujeres recorrían las calles de la ciudad llevando al ídolo en sus hombros, importunaban a todos y les pedían una cuantiosa limosna para la festividad. Al llegar a la casa de Justa y Rufina, les exigieron adorar al ídolo; las dos santas se negaron y las mujeres, enfadadas, dejaron caer el ídolo rompiendo muchas vasijas. Las santas, horrorizadas por ver en su casa un ídolo, cogieron el ídolo y lo hicieron pedazos, provocando la ira de los idólatras que se lanzaron contra ellas.
Diogeniano, prefecto de Sevilla, las hizo prisioneras, las interrogó y las amenazó con crueles tormentos si persistían en la religión cristiana, a la vez que les ofrecía grandes recompensas y beneficios, si adolatraban a los ídolos. Las santas se opusieron con gran valor a las inicuas propuestas del Prefecto, afirmando que ellas sólo adoraban a Jesucristo. El Prefecto mandó que las torturasen con garfios de hierro y en el potro, creyendo que cederían ante los tormentos, pero ellas soportaban todo con alegría y sus ánimos se fortalecían a la vez que crecían las torturas. Mandó entonces a encerrarlas en una lóbrega cárcel y que allí las atormentasen lentamente con hambre y con sed. Pero la divina Providencia les socorría y sustentaba con gozos inefables, según las necesidades del momento, provocando el desconcierto de los carceleros. Luego, el Prefecto quiso agotarlas obligándoles a seguirle descalzas en un viaje que él iba a hacer a Sierra Morena; sin embargo, aquel camino pedregoso era para ellas como de rosas. Volvieron a meterlas en la cárcel hasta que murieran. Santa Justa, sumamente debilitada, entregó serenamente su espiritu, recibiendo las dos coronas, de virgen y de mártir. El Prefecto mandó lanzar el cuerpo de la virgen en un pozo, pero el obispo Sabino logró rescatarlo.
El Prefecto creyó que, estando sola, seria más fácil doblegar a Rufina. Pero al no conseguir nada, mandó llevarla al anfiteatro y echarle un león furioso para que la despedazase. El león se acercó a Rufina y se contentó con blandir la cola y lamerle los vestidos como un corderillo. Enfurecido el Prefecto, mandó degollarla. Asi Rufina entregó su alma a Dios. Era el año 287. Se quemó el cadáver para sustraerlo a la veneración, pero el obispo Sabino recogió las cenizas y las sepultó junto a los restos de su hermana. Su culto se extendió pronto por toda la iglesia. Famoso y antiquísimo es el templo de Santa Justa en Toledo, el primero de los mozárabes.
Uno de los modos en que los fabricantes de cerámica obtienen beneficios es a través de la producción en masa. Hora tras hora, día tras día, sus factorías sacan miles y miles de tazas y platos, todos exactamente iguales. Aunque la producción en masa signifique que puedes reemplazar cualquier artículo que rompas con uno de idéntico aspecto, significa también que toda individualidad se pierde. Dos piezas de cerámica trabajadas a mano rara vez tienen la misma apariencia. Aunque puedan estar hechas de la misma arcilla y tener el mismo brillo, cada una de ellas es un poquito diferente. Antes de la invención de las modernas cadenas de montaje, toda cerámica, incluso la que se producía en cantidad, era hecha a mano.
Las Santas Justa y Rufina eran mujeres cristianas que vendían cerámica en la España del siglo cuarto. Como valoraban sus artículos, no quisieron permitir que se vendieran para sacrificios paganos. Como resultado, toda su cerámica fue rota y ellas mismas fueron ejecutadas.
Cada uno de nosotros es tan individual como una pieza cerámica hecha a mano. Incluso gemelos idénticos, lo más iguales que puedan llegar a ser dos seres humanos, tienen sus propias huellas dactilares y personalidades distintivas. Eres único. Nunca ha habido y nunca habrá otra persona como tú, con tus talentos y capacidades, tus sueños, tus esperanzas, tus dones. Eres una creación irrepetible del alfarero divino. Valórate a ti mismo como un tesoro.
-Santas Justa y Rufina. Naturales de Sevilla, de humilde linaje. Su padre era alfarero, y gentil, y tenía su casa en el barrio de Triana. Diogeniano, gobernador de la ciudad, las obligó a renunciar la religión cristiana, mas ellas persistieron firmes en la fe, aunque se las atormentó en el caballete y azotó con garfios de hierro. Tampoco la obscuridad de la cárcel las acobardó. Debiendo hacer un viaje y atravesar la Sierra Morena, Diogeniano les mandó que, descalzas, siguiesen a su caballo; mas revocando esta orden, a las pocos días de caminar se las volvió a la cárcel. Santa Justa sobrevivió poco a los tormentos a que la sometieron en la cárcel, y expiró. El obispo Sabino dio sepultura a su cuerpo. Santa Rufina, en cambio, fue arrojada a las fieras en el anfiteatro; éstas la respetaron y se postraron a sus pies; pero los tiranos le rompieron la cabeza, moliéndola a palos y Diogeniano ordenó quemar su cuerpo, s. III.
La acción se desarrolla en el marco de la ciudad de Sevilla.
Justa y Rufina vienen presentadas, desde la lejanía del siglo III y con el agradecimiento de los reconocidos sevillanos posteriores a ellas en la fe y en el tiempo, como pobres y virtuosas. Su oficio es el de alfareras; allá están con su torno de madera, girando con los pies la mesa y rozando hábilmente con las manos la húmeda arcilla hasta que, ya moldeada, se ha convertido en vasija utilitaria o jarrón de ornamento, dispuestos para el horno.
En Sevilla mandan ahora los romanos fuertes y guerreros. Pero son idólatras y han traído a la ciudad, con la paz, todos los vicios de una ciudad dorada y opulenta. Los cristianos notan que hay una ola más de corrupción y desenfreno.
Justa y Rufina viven y respiran según el Evangelio. Así lo aprendieron en su casa porque sus padres se bautizaron de los primeros. Con el producto de su trabajo honrado viven ellas y benefician al prójimo; la gente comenta que su caridad va con mano larga y también eso se nota por los miserables que salen de su casa con un puchero lleno de algo caliente para calmar al estómago y restaurar las fuerzas.
La fiesta de Salambó –que ese es el modo de llamar a Venus– vino a alterar su tranquila y laboriosa existencia. Han salido las damas nobles por las calles, llevando a hombros su estatua; van remedando gritos y lamentos, fingen gemidos y ademanes de dolor imitando la angustia de Venus que llora la muerte de su enamorado Adonis.
A su paso está organizado un petitorio para costear la fiesta y hacer más brillante la solemnidad de los sacrificios. Cuando llegan a la altura de la casa-tienda-taller de Justa y Rufina y pedirles limosna para los festejos, las dos hermanas se niegan al unísono a cooperar con el culto pagano. Además se despachan a gusto –¡pues buenas eran aquellas hermanas de Trajana, hoy Triana, puestas en jarras!– hablando de Dios, de Jesucristo el Señor, de la falsedad de su ídolo, obra del demonio, sin vida ni poder, aborrecible y despreciable. Hasta tal punto –cuentan las crónicas– se enervaron las ilustres damas paganas, que dejan caer la estatua llevada en andas y su descuido hizo que, tanto los cacharros en venta como el ídolo portado, acabaran hechos pedazos en el suelo.
Ahora, como venganza, son acusadas de sacrílegas ante Diogeniano que es el que preside en Sevilla, como gobernador de la Bética, y que se propone darles un castigo ejemplar. Fue Triana, fuera de la ciudad y al otro lado del río, el lugar de su juicio y condena. Pudieron mantenerse firmes en la fe del bautismo a pesar del ecúleo o caballete y de los garfios de hierro; las meten en la cárcel para debilitar con hambre sus fuerzas por fuera y por dentro; también las obligan a caminar descalzas por malos terrenos, pero resisten sin claudicar a pesar de los pies sangrantes. Justa muere en la cárcel por su debilidad y arrojan su cuerpo muerto a un pozo para impedir que los cristianos le dieran culto. A Rufina le reservan la muerte en el anfiteatro de Itálica para que un león la destrozara; pero con asombro pudieron ver los paganos que la fiera se volvió mansa y se echó a su lado. La orden de Diogeniano salió tajante de su boca y el verdugo le rompió el cuello. Su cuerpo lo quemaron.
Dicen que luego, el obispo Sabino, reverente, recuperó las cenizas y los restos de las hermanas.
Pronto comenzó el culto a las mártires sevillanas. Son testigos el código Veronense y los templos que muy pronto se levantaron en su honor. En los breviarios antiguos se reza que san Leandro se enterró en Sevilla en la iglesia de las santas Justa y Rufina.
Entre las iconografías de Justa y Rufina destaca el grupo escultórico del siglo XVIII del sevillano Duque Cornejo que se venera en un altar de la catedral hispalense. La sacristía de la misma catedral tiene a las santas en un cuadro de Goya que las representa no jóvenes, sino como dos matronas, con un león a sus pies. También en el Museo Provincial de Bellas Artes de Sevilla está resumida pictóricamente la historia de su vida y de su fidelidad a la fe cristiana inmortalizadas por Murillo; el pintor quiso dibujarlas en el lienzo con las palmas martiriales y entre la cacharrería de su oficio, predicando el patronazgo de las dos mártires sobre la ciudad con el anacrónico símbolo de sostener ambas con sus manos a la Giralda. Los artistas son así.