17 de julio

LOS MÁRTIRES ESCILITANOS († 180)

El día 17 de julio del año 180, al comienzo del reinado de Cómmodo, el desdichado hijo y sucesor de Marco Aurelio, fueron ejecutados en Cartago un grupo de mártires procedentes de Scili, pequeña población de Numidia, en el Africa proconsular romana.

Eran gente humilde, doce en total, de los cuales cinco eran mujeres. Serían probablemente artesanos o trabajadores del campo, sin que tengamos de ellos más noticias que las escuetas que nos han transmitido las actas de su martirio. Todo hace suponer que fueran parientes entre sí, o tal vez matrimonios, pero no tenemos referencia exacta de tales extremos.

El documento de su martirio es de los más emocionantes de la antigüedad cristiana, que nos recuerda en su misma sencillez a los Evangelios. Resulta milagroso que haya podido conservarse, pues durante la persecución de Diocleciano fueron sistemáticamente destruidos los archivos cristianos y perecieron muchísimas de las actas auténticas de martirio. Estas a que nos referimos contienen el proceso proconsular estenográfico, tomado verbalmente por los notarios imperiales. Se trata de un texto irrecusable, que todo él rebosa verdad.

Procesos semejantes debieron de hacerse muchísimos. Las persecuciones sufrieron grandes alternativas, desde Nerón a Diocleciano. Unas veces arreciaban, otras aflojaban, permitiendo épocas de respiro, en que podía organizarse la vida religiosa con cierta seguridad.

La legislación romana era un tanto ambigua en lo referente al cristianismo, y por este tiempo se regulaba por el rescripto de Trajano, que prohibía buscar a los cristianos — conquirendi non sunt—, pero obligaba a las autoridades a formarles proceso cuando se presentaba contra ellos una denuncia suscrita en regla, dado que las delaciones anónimas no habían de ser tomadas en consideración. Ya se comprende que en una situación tan precaria, sujeta además a los rumores y calumnias que corrían entre el populacho sobre supuestos crímenes y costumbres nefandas de los cristianos, la vida de éstos estaba pendiente de un hilo, que con suma facilidad se quebraba cuando el procónsul o gobernador de provincias se dejaba exceder en su celo o compartía la inquina del vulgo contra ellos.

Porque lo extraño del caso es que, reconociendo en principio la legislación la honradez de los cristianos, al prohibir que se les buscase —a los criminales se les busca y persigue, argüía con lógica Tertuliano— en cambio, si eran delatados por tales, se les condenaba a pena de muerte, aunque obtendrían sentencia absolutoria si apostataban de su fe.

De esta forma los procesos contra los cristianos revestían unas características peculiarísimas, que no tenían parangón con otros delitos que fueran llevados a los tribunales. La sola confesión del reo, sin más necesidad de testigos, era motivo suficiente de condenación, salvo que se retractase de su crimen. Esto daba lugar a un forcejeo entre el presidente del tribunal y el cristiano, no carente de emoción, que en el caso que nos ocupa es destacadísimo, pues hasta se llega a conceder a los cristianos un plazo para que piensen y recapaciten, lo cual se hace constar asimismo en la sentencia La terquedad del cristiano de mantenerse firme en su fe, que no cedía ante la tortura ni ante la muerte, debía ser incomprensible para el juez pagano. A algunos de éstos se les ve naturalmente honrados, y que proceden con disgusto en tan enojosos procesos, en los que, finalmente, eran ellos los vencidos y los mártires los campeones. Por lo general se quedaron en lo exterior, sin comprender toda la grandeza de los mártires, como el mismo Marco Aurelio, que, siendo un alma noble, de ética tan elevada que su pluma puede parecernos cristiana, persiguió duramente a los fieles tomando a fanatismo su desprecio de la vida.

Pero también hubo almas mejor dispuestas que llegaron a la verdad del cristianismo a través de la entereza de los propios mártires, superando los prejuicios y leyendas que corrían acerca de su baja moralidad. La comparación era bien patente: así no morían los criminales, que además tenían ganada la libertad con un sencillo gesto de echar unos granos de incienso ante la estatua del emperador o formular por escrito o verbalmente una retractación.

Tales procesos, siendo públicos, se prestaban también a una propaganda de la nueva religión. El mártir era etimológicamente el que daba fe, el que confesaba en público su doctrina y el que a menudo la rubricaba con su sangre, con lo que el testimonio resultaba del todo excepcional.

Los fieles no desaprovechaban la ocasión. Así hacían, junto con la confesión de su fe, una exposición de la misma, justificando sus creencias y la imposibilidad de retractarse de ellas. A las llamadas a la cordura de los jueces paganos contestan siempre que no pueden obedecer. Ellos acatan las leyes del Imperio, pagan los tributos, son ciudadanos respetuosos con las autoridades constituidas; pero no pueden acatar la religión oficial, que comportaba el culto al emperador y a la diosa Roma, o sea, la divinización del Estado. Esto constituía su crimen, que lo era de lesa majestad y estaba castigado con pena de muerte.

Sin embargo, como los cristianos en su vida ordinaria no eran peligrosos se les dejaba en paz, siempre que no mediase delación formal o que los tumultos del populacho, tantas veces provocados por los judíos, no aconsejasen una táctica de rigor. En general, la política del Imperio para con el cristianismo fue contemporizadora, recordándonos en algunos aspectos la de ciertos Gobiernos anticomunistas de nuestros días.

Al evocar el martirio de los doce cristianos de Scili quisiéramos rendir un homenaje a otros muchísimos mártires anónimos de entonces. El cristianismo había penetrado ya profundamente en todas las capas sociales, había alcanzado no sólo las ciudades mejor comunicadas, adonde llegarían primero los predicadores evangélicos, sino también los municipios, y los pagos o aldeas. En Africa el centro de irradiación debió ser Cartago, puerto comercial de primer orden. Este grupo compacto de cristianos de Scili, bien instruidos en su fe, bien seguros de su religión, no serían improvisados; constituirían una comunidad cristiana con culto normal, con adoctrinamiento metódico, donde se leían entre los fieles, las epístolas de Pablo, varón justo.

Como estos núcleos los había ya a finales del siglo II por todo el Imperio y eventualmente habían de pagar su tributo de sangre. Los de Scili son un caso en que han llegado a nosotros noticias ciertas del martirio de un grupo importante. ¿Cuántos otros fueron también víctimas de la persecución? Dios lo sabe, en cuya presencia no hay héroes anónimos; pero, así como las naciones levantan monumentos a los soldados desconocidos, al traer aquí las actas del martirio de los fieles escilitanos honramos a todos aquellos cuyos nombres ignoramos y a los que en conjunto invocamos en las letanías diciendo: Todos los santos mártires, rogad por nosotros.

Dicen así, copiadas literalmente, las tales actas: En Cartago, siendo cónsules Claudiano por primera vez y Presente por segunda, el día 16 de las calendas de agosto comparecieron en la sala del tribunal Esperato, Nartzalo, Cittino, Donata, Secunda, Vestia.

El procónsul Saturnino dijo: Aún estáis a tiempo de lograr el perdón de nuestro señor el emperador si es que entráis en cordura.

Esperato dijo: Nunca hemos hecho ningún mal ni hemos perpetrado delito; jamás hemos maldecido y aun hemos dado gracias del mal recibido. Ya ves, pues, que honramos a nuestro emperador.

El procónsul Saturnino dijo: También nosotros somos religiosos, y nuestra religión es bien sencilla, y juramos por el genio de nuestro señor el emperador, y rogamos por su salud, lo cual también vosotros deberíais hacer.

Esperato dijo. Si tranquilamente prestas oídos te expondré el misterio de la sencillez.

Saturnino dijo: Dado lo mal que empiezas a despotricar contra nuestros dioses, no esperes te preste oídos, lo que debéis hacer es jurar por el genio de nuestro señor el emperador.

Esperato dijo: Yo no conozco como máximo el imperio de este siglo, sino que más bien sirvo a aquel Señor a quien no ha visto ni puede ver con sus ojos hombre ninguno. No he cometido hurto; si algo compro, también pago los impuestos, y eso porque reconozco a mi Señor y al Emperador de los reyes y de todas las naciones.

El procónsul Saturnino dijo dirigiéndose a los demás: Dejad de tener las creencias de éste.

Esperato dijo: Las creencias son malas cuando incitan al falso testimonio o a cometer homicidios .

Saturnino, el procónsul, dijo: Mirad, dejad este género de locura.

Cittino dijo: No tenemos miedo si no es a Nuestro Señor que está en los cielos.

Donata dijo: El honor a César como a César, pero el temor sólo a Dios.

Vestía dijo: Soy cristiana.

Secunda dijo: Yo también lo soy y quiero seguir siéndolo.

El procónsul Saturnino dijo a Esperato: Y ¿tú continúas en ser cristiano.

Esperato dijo: Soy cristiano.

Y todos reafirmaron lo que él.

Saturnino dijo: ¿Queréis un plazo para reflexionar?.

Esperato dijo: En asunto tan justo no ha lugar a deliberación.

El procónsul Saturnino dijo: ¿Qué traéis en ese estuche?.

Esperato dijo: Unos libros y las cartas de Pablo, varón justo.

El procónsul Saturnino dijo. Os doy un plazo de treinta días para que reflexionéis.

Esperato respondió de nuevo: Soy cristiano.

Y lo mismo respondieron los demás.

Entonces el procónsul Saturnino leyó el decreto en la tablilla: Esperato, Nartzalo, Cittino, Donata, Vestia y Secunda, y los demás que han confesado haber vivido como cristianos, a causa de que, habiendo sido invitados a seguir el uso de Roma, lo han rehusado obstinadamente, se determina que sufran la pena de espada.

Esperato dijo: Demos gracias a Dios.

Y Nartzalo: Hoy ya mártires estaremos en el cielo. Gracias a Dios.

El procónsul Saturnino mandó anunciar por pregón: Esperato, Nartzalo, Cittino, Veturio, Félix, Aquilino, Letancio, Genara, Generosa, Vestia, Donata, Secunda sean conducidos al suplicio.

Todos dijeron: Gracias a Dios.

Así terminan las actas del martirio, con ese Deo gratias unánime de los doce mártires, como si la Iectura de la sentencia provocara en ellos parte un suspiro de alivio, parte un grito de triunfo.

Una mano cristiana añadió a los protocolos oficiales esta coletilla: Así todos juntos fueron coronados del martirio y reinan con el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos.

Realmente, no necesita apostillas tan bello documento. El procónsul Saturnino, el primero que desencadenó en Africa la gran persecución, según Tertuliano, pudo aprender laconismo y entereza de aquellos humildes cristianos que tuvo en su tribunal. Hablan con mesura, sin fanfarronería, pero con dignidad. Conservan todas las viejas virtudes romanas, que eran orgullo de este gran pueblo, pero sublimadas con la nueva religión. ¡Qué noble la frase de Secunda: ¡Lo que soy, eso quiero ser! Hay en la breve y rotunda afirmación de esta mujer una firmeza inconmovible. Por eso les sobraron a todos los treinta días de plazo. En causa tan justa no había lugar a deliberación.

Al responder con tal aplomo y seguridad aquellos sencillos aldeanos, sin sentirse cortados ante la pompa de la sala del tribunal del procónsul, nos parece percibir la profecía de Cristo: Cuando os lleven a juicio no andéis pensando las palabras que debáis decir; mi Padre os pondrá en los labios las palabras que no podrán replicar vuestros adversarios.

Sí, es el procónsul el derrotado a pesar de dictar sentencia condenatoria. Sólo ante el triunfo pronunciamos frases de agradecimiento, y los mártires de Scili dijeron todos a una: Gracias a Dios.

Las reliquias de estos mártires fueron conservadas en una espléndida basílica que posteriormente se levantó en su honor, en Cartago, y donde algunas veces predicó San Agustín. Después fueron transportadas a Lyón y en el siglo IX a Arlés, donde se supone que reposan actualmente.

CASIMIRO SÁNCHEZ ALISEDA