Su nombre trae a la memoria el de Pedro en el momento histórico de plantar la Iglesia en Roma con la palabra y la sangre. Bien pronto el príncipe de la Iglesia engendró para Cristo al senador romano Pudencio, y con él a sus hijas Pudenciana y Práxedes, según atestiguan las actas. Fue en su casa donde por primera vez ondeó la cruz, guión y cifra de una fe que descuaja los montes y de una esperanza que busca la inmortalidad. Hasta ayer el senador ha errado por un desierto sin caminos, palpando en las tinieblas sin luz. Hoy la cruz es camino y es luz vertida torrencialmente en su alma por el bautismo y en su hogar por la incorporación a la Iglesia. Junto a la cruz se alza el ara, y sobre el ara se acuesta el Cordero que, con mano temblorosa, sacrificará el pescador de Galilea. Prudencio vio con alegría íntima cómo su morada se trocaba en cenáculo de la nueva Ley.
La historia nos dice que los primeros lugares del culto cristiano eran las mansiones de los miembros mejor acomodados, los cuales ante la ley figuraban como propietarios en épocas en que a la Iglesia no se la reconocía, como corporación, título alguno de propiedad. Los nombres de las más antiguas iglesias titulares de Roma, como la iglesia de San Clemente, la iglesia de Santa Cecilia y la iglesia de Santa Pudenciana; conservados hasta nuestros días, pregonan los nombres de sus propietarios primitivos. Los mismos Hechos de los Apóstoles se adelantan a consignar diferentes reuniones litúrgicas en casas privadas. Y las circunstancias de otras ciudades y lugares eran similares a las de Jerusalén y Troas. Más tarde, creciendo el número de cristianos, se impusieron los templos propios, pasando la propiedad de los mismos, al menos desde mediados del siglo III, a las comunidades como tales. Santa Práxedes rogó y obtuvo que la casa paterna fuera consagrada después como iglesia con el título de Pastor.
Aunque históricamente no nos consta, nos hace ilusión imaginarnos aquella mansión señorial a la usanza romana: con los dos patios, el atrio, el peristilo, alrededor de los cuales estaban los aposentos. Posiblemente uno de los patios se transformará en lugar de reunión, y las dependencias anexas se conservarán para la custodia de objetos y libros y habitación del obispo. Cada uno de aquellos lugares conservaba el recuerdo perfumado del paso del Vicario de Cristo y primer obispo de Roma. Su diseño sirvió como esquema arquitectónico para levantar las primeras basílicas, y la designación domus ecclesiae, tan familiar en la época preconstantiniana para designar el templo, autoriza a creer que entonces las iglesias no diferían esencialmente de la forma y distribución de la antigua casa privada.
La familia del senador Pudencio fue levadura que fermentó una masa pagana y reventó en un ambiente enrarecido y hostil. Las tinieblas eran demasiado densas y el credo cristiano se abría paso lentamente, penosamente. Era el momento del pusillus grex discutiéndole al demonio sus conquistas y desalojándole de sus posiciones en lucha heroica por la verdad. Muchos caían, y del polvo de sus huesos nacían nuevos servidores del Dios verdadero. Hacerse cristiano era sacar entrada para el martirio. La Iglesia se debatía en la clandestinidad con un enemigo siempre al acecho y manejando con refinamiento todos los resortes: autoridad, astucia, soborno, dinero, pasiones, desesperación, El arrojo de los mártires, la valentía de los apologistas, como San Justino, y la honradez de quienes vivían haciendo bien y morían bendiciendo, amando, perdonando... eran las únicas armas que apoyaban las ideas renovadoras del cristianismo. En este clima de lucha y heroísmo, de persecución y de rabia, despertó Práxedes a la vida.
Su misma cuna se vio mecida en la iglesia de la comunidad cristiana. Allí pudo sorprender el latido íntimo del pastor, San Pío I, y la difícil situación de la Iglesia. Asumía con entusiasmo los servicios de prevenir y aderezar cuanto los actos de culto exigían. Le resultaba familiar la voz del Vicario de Cristo y guardaba en su corazón, ilusionada, su palabra de vida. Tan cerca de Dios, saltó la chispa, y Práxedes sintió quemársele las entrañas en fuego divino. Pensó que ella misma podía ser ofrenda, como la hostia que el Papa alzaba en sus manos al celebrar. Pensó que su corona mas brillante habría de comprarla con la moneda preciosa de la virginidad. Desde aquel día fue virgen de Cristo, por Cristo y para Cristo.
Todo el arte de los sacrificios —escribió Platón en El banquete— no tiene otro fin que conservar el amor. Le está encomendado cuidar del amor entre los hombres y los dioses, y producirlo. El cristiano, Práxedes, corrigiendo al filósofo, diría que el fin del sacrificio es comprar el amor de Dios. Y a cualquier precio. El amor de Dios es el tesoro escondido en el campo. Y cuando por la fe se descubre el lado más fino, más delicado de ese amor, el cristiano lo vende todo, renuncia a todo y sale ganando en la operación. El amor de Dios es amor virginal. Por ese amor la virgen no da algo, se da a sí misma. No divide su corazón. Consagra la unidad servida por la integridad de alma y de cuerpo. Por la fe descubrió Práxedes el misterio de la virginidad. Muy temprano entendió lo que dejó consignado Baruc: Las estrellas fueron llamadas de la nada por el Señor, y exclamaron: Henos aquí. Y lucieron para Él con alegría. Llamada Práxedes a la luz, como una estrella lució siempre para Él. Su lámpara nunca se extinguió. Repetidas veces golpearon su puerta mendigos del amor. Para todos, siempre, invariablemente, tuvo la misma respuesta: Alguien se adelantó y ninguno de vosotros le iguala. Amándole soy casta, estrechándole vivo limpia: entregándome a Él no mancillo mi virginidad. ¡Qué bien comprendió Práxedes que la virginidad es fruto exquisito de nuestra religión, que nace en la misma Trinidad, baja a la tierra en brazos del Verbo y se revela a la humanidad en el misterio de una maternidad virginal! La virginidad cristiana no se impone. Se resuelve en un campo de absoluta libertad y consciente valoración. El fiat de Práxedes a Cristo brindándole la virginidad es libre, consciente y meritorio como el de María para la maternidad. La virginidad realzó la limpieza de sangre, claridad de ingenio, nobleza y hermosura de Práxedes. Penetró en la bodega del Esposo y bebió hasta embriagarse del mejor de sus vinos.
San Vicente de Paúl podría inspirarse en los gestos caritativos de la virgen Práxedes para escribir aquella página luminosa a las Hijas de la Caridad: El fin principal para el que Dios las ha llamado es para honrar a nuestro Señor sirviéndole corporal y espiritualmente en la persona de los pobres, unas veces como niño, otras como necesitado, otras como enfermo y otras como prisionero. Para el Apóstol de la Caridad los pobres pasan a ser nuestros señores.
Práxedes mantiene abiertas las puertas de su casa día y noche. Su casa será escuela, y asilo, y hospital, y templo, y lugar de refugio para los perseguidos. Saben los cristianos de Roma que a su sombra están defendidos y guardados. Acuden a ella para reanimar la fe que vacila, seducidos por promesas tentadoras o aterrados por las torturas. Es catequista ardiente e incansable que los lleva al sacerdote o a la Eucaristía para devolverles una fe que perdieron o empujarles con mayor entusiasmo a la lucha. Su actuación abarca el cuadro completo de la misericordia corporal y espiritual. Si los cristianos se ven impedidos de acudir irá ella a su encuentro. Las cárceles, los lugares de tortura y de hacinamiento la vieron a diario y se estremecieron con su sonrisa, con la fuerza de su palabra y con la ternura de su corazón virginal. Práxedes no rastrea como serpiente; vuela como águila hasta las mismas regiones del sol. Demostró que la virgen ha de ser lámpara —la pintura es evangélica— siempre encendida, siempre ardiendo por la caridad interior hacia Dios, y por la caridad exterior hacia los prójimos, miembros débiles, enfermos tarados de Cristo. De su patrimonio hizo dos partes: la una para el servicio del Señor y la otra para alivio de los pobres. Su vida entera, su tiempo, su ilusión, su dinero..., todo giraba en esa órbita sobrenatural.
El emperador Antonino Pío sorprendió en la casa de Práxedes, con el presbítero Simetrio, a otros veintidós cristianos, a los cuales, sin previo proceso, mandó degollar. La Santa los envidió y con santa osadía argumentaba al tirano, como luego públicamente lo haría el apologista San Justino: Si encontráis todo esto razonable, respetadlo; si lo juzgáis ridículo, despreciadlo; pero no condenéis a muerte a los hombres inocentes que no han hecho ningún daño.
La copa se había colmado y Práxedes retornaba a su Dios, como una estrella que lucirá desde entonces en otro hemisferio. Era el 21 de julio del año de gracia 159. Las reliquias, en su mayor parte, se guardan en la iglesia de su título. Una parte de ellas pasó a Mallorca, donde reciben veneración.
LIBRADO CALLEJO