26 de julio

SAN JOAQUÍN y SANTA ANA

Abuelos de Jesús, padres de la Virgen María

SAN JOAQUÍN

(Antiguo Testamento) Es inútil buscar en la Sagrada Escritura una huella, siquiera fugaz, del abuelo materno de Jesús. Las genealogías que San Mateo (1, 1) y San Lucas (3, 23) incluyen en sus Evangelios dibujan a grandes rasgos el árbol genealógico de Jesús, tomando por puntos de referencia los cabezas de familia, desde San José, su padre legal, hasta Adán, pasando por David y Judá. La línea materna, en cambio, queda silenciada. Ante este problema, y en la necesidad de dilucidar la cuestión de la ascendencia de María, Padres de la Iglesia oriental tan venerables como San Epifanio y San Juan Damasceno no tuvieron reparo en echar mano de una añeja tradición en la que se contienen diversas noticias acerca de los abuelos maternos de Jesús. Por otra parte, el hecho de que tantas veces encontremos representaciones pictóricas y escultóricas alusivas a los primeros años de María, quien aparece reclinada en los brazos de su madre, Santa Ana, y a escenas de la vida pastoril de San Joaquín, a quien se presenta como padre de María, lo mismo en mosaicos bizantinos del Monte Athos que en tablas de la escuela valenciana o castellana, atestigua la raigambre y el favor de que ha gozado en la cristiandad la piadosa tradición que hace a San Joaquín y Santa Ana padres de María y abuelos de Jesús.

Dicha tradición fue recopilada en la Edad Media por Jacobo de Vorágine y Vicente de Beauvais, quienes se encargaron de difundirla por el Occidente, pero ya en el siglo VI había sido aceptada oficialmente por la Iglesia oriental, refrendada como estaba por escritos venerables, cuya antigüedad llega a remontar el siglo II. En todos los datos que dicha tradición recoge acerca de la vida de San Joaquín descansa un fondo de verosimilitud que no puede ser turbado por el carácter apócrifo de los documentos escritos en que están contenidos. Pero ellos no constituyen, naturalmente, un cimiento inconmovible, sobre el que se pueda edificar históricamente la vida del augusto abuelo de Jesús. Junto al nombre comúnmente aceptado de Joaquín (que significa el hombre a quien Yahvé levanta), se encuentran otros más raros como Cleofás, Jonachir y Sadoch, que no son sino variantes sin importancia de los documentos escritos. Una curiosa tradición retransmitida por los cruzados hace nacer a San Joaquín en Séforis, pequeña ciudad de Galilea. Otros dicen que fue Nazaret su ciudad natal. San Juan Damasceno dice que su padre se llamaba Barpanther. Según el Protoevangelio de Santiago, apócrifo, que se remonta a las últimas décadas del siglo II en su núcleo primitivo, contrajo matrimonio con Santa Ana a la edad de veinte años. Pronto se trasladaron a Jerusalén, viviendo, al parecer, en una casa situada cerca de la famosa piscina Probática. Gozaban ambos esposos de una vida conyugal dichosa y de un desahogo económico que les permitía dar rienda suelta a su generosidad para con Dios y a su liberalidad para con los prójimos. Algunos documentos llegan incluso a decir que eran los más ricos del pueblo y dan incluso una minuciosa relación de la distribución que hacía San Joaquín de sus ganancias.

Sólo una sombra eclipsaba su felicidad, y ésta era la falta de descendencia después de largos años de matrimonio. Esta pena subió de punto al verse Joaquín vejado públicamente una vez por un judío llamado Rubén al ir a ofrecer sus dones al Templo. El motivo de tal vejación fue la nota de esterilidad, que todos por entonces consideraban como señal de un castigo de Dios. Tal impacto causó este incidente en el alma de San Joaquín, que inmediatamente se retiró de su casa y se fue al desierto, en compañía de sus pastores y rebaños, para ayunar y rogar a Dios que le concediera un vástago en su familia. Mientras tanto Ana, su mujer, había quedado en casa, toda desconsolada y llorosa porque a su condición de estéril se había añadido la desgracia de quedar viuda por la súbita desaparición de su marido. Después de cuarenta días de ayuno Joaquín recibió una visita de un ángel del Señor, trayéndole la buena nueva de que su oración había sido oída y de que su mujer había concebido ya una niña, cuya dignidad con el tiempo sobrepujaría a la de todas las mujeres y quien ya desde pequeñita habría de vivir en el templo del Señor. Poco antes le había sido notificado a Ana este mismo mensaje, diciéndosele, además, que su marido Joaquín estaba ya de vuelta. Efectivamente, Joaquín, no bien repuesto de la emoción, corrió presurosamente a su casa y vino a encontrar a su mujer junto a la puerta Dorada de la ciudad, donde ésta había salido a esperarle.

Llegó el fausto acontecimiento de la natividad de María, y Joaquín, para festejarlo, dio un banquete a todos los principales de la ciudad. Durante él presentó su hija a los sacerdotes, quienes la colmaron de bendiciones y de felices augurios. Joaquín no echó en olvido las palabras del ángel relativas a la permanencia de María en el Templo desde su más tierna edad, e hizo que, al llegar ésta a los tres años, fuera presentada solemnemente en la casa de Dios. Y para que la niña no sintiera tanto la separación de sus padres procuró Joaquín que fuera acompañada por algunas doncellas, quienes la seguían con candelas encendidas.

Estos son los detalles que la tradición cristiana nos ha transmitido acerca de la vida de San Joaquín. Todos ligados, naturalmente, al nacimiento y primeros pasos de María sobre la tierra. Si es verdad que buena parte de los referidos episodios deben su inspiración a analogías con figuras del Antiguo Testamento y al deseo de satisfacer nuestra curiosidad sobre la ascendencia humana de Jesús, no lo es menos que todos, en conjunto, ofrecen una estampa amable y altamente ejemplar del padre de la Virgen, que ha sido forjada por muchos años de tradición y que goza del refrendo autorizado de la Iglesia.

AURELIO DE SANTOS OTERO

SANTA ANA

(Antiguo Testamento) Empecemos por afirmar que nada sabemos sobre la santa madre de la Virgen María, Nuestra Señora. Nada rigurosamente histórico. Los cuatro, evangelios canónicos, con su sobriedad característica, guardan absoluto silencio sobre los padres de María. Ni siquiera sus nombres nos han transmitido.

Si algo queremos saber acerca de ellos tendremos que acudir a los evangelios apócrifos, ingenuos relatos urdidos por la imaginación fervorosa de los primeros cristianos para completar con ellos los silencios de los evangelios canónicos. En estos escritos -no reconocidos por la Iglesia como revelados- resulta difícil entresacar la verdad del error, aunque bien pudiera ser que gracias a ellos haya llegado hasta nosotros algún dato auténtico silenciado por los cuatro evangelistas. Así, pues, con ingenua sencillez de niños, escuchemos lo que los apócrifos nos han transmitido acerca de la santa mujer que mereció ser la madre de Nuestra Señora y la abuela de Nuestro Señor.

Vivía en aquellos tiempos en tierras de Israel un hombre rico y temeroso de Dios llamado Joaquín, perteneciente a la tribu de Judá. A los veinte años había tomado por esposa a Ana, de su misma tribu, la cual, al cabo de veinte años de matrimonio, no le había dado descendencia alguna.

Joaquín era muy generoso en sus ofrendas al Templo. Un día, al adelantarse para ofrecer su sacrificio, un escriba llamado Rubén le cortó el paso diciéndole: No eres digno de presentar tus ofrendas por cuanto no has suscitado vástago alguno en Israel.

Afligido y humillado, Joaquín se retiró al desierto a orar para que Dios le concediera un hijo. Mientras tanto Ana se vestía de saco y cilicio para pedir a Dios la misma gracia. No obstante, los sábados se ponía un vestido precioso por no estar bien, en el día del Señor, vestir de penitencia. Estando así en oración en su jardín suplicaba a Dios con estas palabras: ¡Oh Dios de nuestros padres! Óyeme y bendíceme a mí a la manera que bendijiste el seno de Sara, dándole como hijo a Isaac.

Al decir estas palabras dirigió su mirada al árbol que tenía delante y, viendo en él un pájaro que estaba incubando sus polluelos, exclamó amargamente y con repetidos suspiros: ¡Ay de mí! ¿A quién me asemejo yo? No a las aves del cielo, puesto que ellas son fecundas en tu presencia, Señor.

La humilde súplica de Ana obtuvo una respuesta inmediata de lo Alto. Un ángel del Señor se le apareció anunciándole que iba a concebir y a dar a luz, y que de su prole se hablaría en todo el mundo. Nada más oír esto prometió Ana ofrecerlo a Dios al instante. Al mismo tiempo Joaquín recibió idéntico mensaje en el desierto, por lo cual, lleno de alegría, volvió al punto a reunirse con su esposa.

Y se le cumplió a Ana su tiempo y al mes, noveno alumbró. Cuando supo que había dado a luz una niña, exclamó: Mi alma ha sido hoy enaltecida. Y puso a su hija por nombre Mariam.

Al cumplir su primer año Joaquín dio un gran banquete presentando su hija a los sacerdotes para que la bendijeran. Mientras tanto Ana, dando el pecho a la niña en su habitación, componía un himno al Señor Dios diciendo: Entonaré un cántico al Señor mi Dios porque me ha visitado, ha apartado de mí el oprobio de mis enemigos, y me ha dado un fruto santo. ¿Quién dará a los hijos de Rubén la noticia de que Ana está amamantando? Oíd, oíd, las doce tribus de Israel: Ana está amamantando. Y, dejando la niña en su cuna, salió y se puso a servir a los comensales.

Joaquín quiso llevar a la niña al Templo del Señor para cumplir su promesa cuando la pequeña cumplió dos años. Pero Ana respondió: Esperemos todavía hasta que cumpla los tres años, no sea que vaya a tener añoranza de nosotros. Y Joaquín respondió: Esperemos.

Por fin a los tres años fue llevada la pequeña María al Templo, donde el sacerdote la recibió con estas palabras: El Señor ha engrandecido tu nombre por todas las generaciones, pues al fin de los tiempos manifestará en ti su redención a los hijos de Israel. Y la hizo sentar sobre la tercera grada del altar.

Y sus padres regresaron, llenos de admiración, alabando al Señor Dios porque la niña no se había vuelto atrás.

Con este heroico rasgo de desprendimiento los apócrifos cierran el capítulo dedicado a los padres de la Virgen María. Después de dejar a su hija en el Templo Ana se aleja silenciosamente y se esfuma para siempre. Su misión había terminado.

Sin duda, nosotros habríamos deseado saber algo más. Pero, aunque esbozada apenas, es una encantadora y admirable figura de mujer la que se adivina en esos breves trazos.

Una mujer paciente y humilde. Durante veinte años Ana sufre sin queja la tremenda humillación de la esterilidad. Cuando, por fin, su amargura se derrama en presencia del Señor, sus quejas son tan suaves y humildes que inclinan al Señor a escucharla. Su larga prueba no ha endurecido su corazón, no le ha agriado. Es todavía capaz de reconocer que todas las criaturas de Dios siguen siendo buenas y la obra del Señor, perfecta; es ella únicamente la que parece desentonar en este armonioso conjunto. Y -nótese ese detalle de una exquisita femineidad- en honor del Señor, en su día, se viste de gala aunque su corazón esté triste. Toda mujer sabrá apreciar lo que esto supone de delicado olvido de sí.

Una mujer generosa. Pide para tener, a su vez, el gozo de dar. En cuanto tiene la seguridad de haber sido escuchada, su primer pensamiento es devolver algo por la gracia recibida: hará donación a Dios de este mismo hijo cuyo nacimiento se le anuncia.

Una mujer agradecida. En su felicidad no se olvida de dar gracias al Señor. ¡Y con qué júbilo exultante y candoroso! Oíd, oíd, las doce tribus de Israel: ¡Ana está amamantando! Ella misma ignora cuán fausta es la nueva que está anunciando a Israel y al mundo entero: ¡Ana está amamantando! Una mujer abnegada, dispuesta a desprenderse de su hija para siempre; a privarse de ella cuando sea preciso para darse a los demás. Así, dejando a la niña en su cuna, se dedica a atender a sus invitados.

Abnegada, pero no fría ni insensible. Esperemos -le dice a su esposo-, esperemos a que la pequeña cumpla tres años... No sea que vaya a tener añoranza de nosotros... Y en su voz temblorosa se adivina la añoranza que está ya atenazando su propio corazón. La vena soterrada de la ternura asoma en estas tímidas palabras de Ana. Y ésta es la pincelada definitiva, la que nos revela su alma entera y nos la hace sentir muy cercana a nuestro corazón.

La crítica moderna está de acuerdo en negar todo fundamento histórico al episodio de la presentación de María al Templo. La costumbre, afirmada por los apócrifos, según la cual los primogénitos, varones y hembras, pertenecían a Dios y debían ser educados en el Templo hasta su pubertad, no existió, en realidad, en Israel. Los primogénitos eran, en efecto, consagrados al Señor, pero rescatados en el acto mediante una ofrenda. Los padres los tomaban de nuevo consigo y eran educados en el seno del hogar. Claramente nos cuenta San Lucas cómo se hizo con el Niño Jesús.

Así, pues, Dios no pidió este sacrificio a la bendita madre de la Virgen María. Pudo Ana guardar a su hija junto a sí, verla crecer sobre sus rodillas, tener el gozo de educarla, disfrutar de su presencia hasta su muerte. Breve sería, sin embargo, su felicidad: de los Evangelios se desprende que María era ya huérfana en el momento de sus esponsales con José, hacia sus quince años.

Dios no pidió a Ana el sacrificio de la separación. Pero le impuso otro sin duda mayor: la dejó en una total ignorancia de su gloriosa misión. Si consideramos la estricta sobriedad de las revelaciones hechas a la propia Madre del Salvador, tendremos que dar por descontado que nunca supo Ana que su Hija era una criatura única, excepcional; nunca supo qué Nieto iba a tener de Ella. No bajó un ángel para revelarle el prodigio que se había realizado en su seno: la concepción sin mancha del único ser humano exento del pecado de Adán (aparte Jesucristo, Hombre-Dios).

La separación física de su hija, unas leguas más o menos de distancia entre las dos, habrían significado muy poco para Ana si, al dejarla en el Templo, la hubiera sabido inmaculada, llena de gracia, futura Madre de Dios. Fue el desconocimiento de estas grandezas lo que abrió lejanías insondables entre madre e hija. Estar tan cerca del misterio, rozar ya los días tan suspirados de la redención, ser ella misma una pieza tan importante en la precisión del engranaje divino -¡abuela de Dios!- y no tener de ello conocimiento, ¿no es acaso una privación mucho más dura que la impuesta a Moisés, al que se permitió, por lo menos, entrever la Tierra Prometida en la que no iba a poder entrar? Ana se convierte así en una figura singularmente atractiva, amable y consoladora para cuantos, al trasponer el umbral de la vejez, se sienten de pronto invadidos por la penosa impresión de haber vivido una vida inútil, carente de sentido. Es entonces cuando puede ser alentador el recuerdo de Ana, de su vida obscura, sin trascendencia aparente, en contraste con la altísima misión que estaba cumpliendo sin saberlo. ¿Quién sabe a lo que uno está destinado? -dice el padre Faber-. Nuestra misión es quizá lo contrario de cuanto hemos pensado; porque las misiones son cosas divinas, ocultas por lo regular, y se cumplen sin que tengamos conciencia de ellas, Así fue en el caso de Ana.

Hay almas tan completamente entregadas a Dios, tan fieles y tan sencillas, que la Providencia sabe muy bien que puede disponer de ellas sin contar con su consentimiento previo. Almas en estado de disponibilidad total: Dios no tiene por qué molestarse en darles explicaciones. De las tales, Ana es una buena muestra.

Bueno es vivir ignorado de los demás, pero es mucho más seguro todavía ignorarse a sí mismo. Que la santa abuela de Jesús nos haga comprender la segura belleza de su obscuro camino.

DOLORES GÜELL.

Ana y Joaquín, padres de la Virgen María (A. T.)

Como no los tiene paternos, Joaquín y Ana son los abuelos maternos de Jesús; aquellos por los que se hicieron verdad las promesas de futuro que hizo Dios a lo largo del tiempo, y que anhelaba el Pueblo de Dios conociéndolas, y toda la humanidad sin saberlo, quizá intuyéndolo y desde luego necesitándolo. Y es que Dios no improvisa; sabe lo que quiere; puede ver el incierto futuro-lejano-oscuro para el hombre en presente y actualizar el pasado –sin necesidad de moviola–  en su existir divino permanente sin movimiento.

Había alentado por los Patriarcas y Profetas de Israel la sed de esperanza en el que había de poner remedio a la lejana-enemistad-distante que puso obstáculo insalvable entre el Amor y los amados por el orgullo primero culpable de tantas penas, males y desenfrenos. Eligió a Abrahán y le prometió hijos en número sin cuento que de Isaac salieron; luego repitió a Jacob la promesa del Hijo venidero que llegaría por Judá dando nombre a un Pueblo; David sería la familia regalante al cosmos del Don sin precio.

José hizo de eslabón último para que por María, la Virgen fecundada por el Espíritu Santo, nos diera Dios su Verbo, humanado, hecho hombre, cercano, amable, redentor, señuelo para el Cielo que se entregó en la cruz y resucitó para bien del mundo entero. Por eso, de José sabemos su árbol genealógico, expresado con cabezas que señalan hitos históricos, remontándose hasta el origen del tiempo y demostrando que lo prometido Dios lo cumple sin merma y en su momento.

Pero... siempre hay un «pero», ¿qué de los padres de María? ¿Qué se puede hablar de la genealogía de la Madre que engendra a la Vida y da a luz la Luz para que cada ser humano pueda gozarla en plenitud exuberante?

Poco. Tan poco que es nada. De la genealogía de María no se puede decir cosa segura. Ni un hilo, ni una huella hay en el Evangelio por fugaz que se quisiera. De los abuelos maternos de Jesús se sabe que existieron y es seguro que fueron buenos;  pero no hay rastro de lugar,  de nombres,  de tiempo ni de condiciones existenciales que los humanos buscamos para identificarnos y conocernos. Dios ha querido cubrir con este velo la personalidad de quienes engendraron a María, diciendo nada sobre ellos.

Ciertamente que los Padres de la Iglesia Oriental echaron mano de antiguas tradiciones, de leyendas y recuerdos para saciar de algún modo la fina curiosidad de los cristianos que ansiaban conocer la línea materna silenciada en el Evangelio. San Epifanio y San Juan Damasceno quisieron decir algo; en el siglo IV ya había algún cuerpo escrito sobre Ana y Joaquín, pretendiendo firmarse en apoyos que se remontaban hasta el final del siglo II; luego, en la Edad Media, Jacobo Vorágine y Vicente Beauvais recogieron los trozos dispersos que pudieron y se encargaron de difundirlos por Occidente; pero el resultado de todo este legítimo y laborioso intento se esfuma como vaho, hálito inconsistente y nube blanda ante el rigor de la historia.

Es la literatura apócrifa y concretamente el  Protoevangelio de Santiago la que sitúa en el espacio y tiempo a los padres de la Virgen, dándoles nombres, haciéndolos naturales de Nazaret y señalando minuciosamente la edad veinteañera de Joaquín al casarse; afirma el apócrifo que Joaquín era rico hacendado con muchos pastores a sus órdenes que cuidaban sus ovejas y, además que sólo de mayores –casi ancianos– tuvieron  los esposos a la Virgen por la prolongada esterilidad de Ana que fue cambiada en fecundidad milagrosa por el impensado y repentino retiro de Joaquín al monte, donde pasó cuarenta días dedicado al ayuno y oración suplicante para que Dios les librara del oprobio que suponía no tener descendencia. Imaginación, mito, resonancias bíblicas veterotestamentarias, fábula... todo lo propio de los apócrifos en mescolanza más o menos piadosa que traba mejor o  peor lo verosímil con lo sobrenatural improbable, pero con ninguna señal de garantía histórica.

También los cruzados vinieron diciendo que había nacido Joaquín en el pequeño asentamiento humano de Séforis, en Galilea; incluso sobre el nombre supuesto Joaquín, el dado al padre de María, hay también otras versiones que prosperaron menos, llamándole Cleofás, Jonachir o Sadoch. El mismo Damasceno se aventuró a dar el nombre del padre de Joaquín, llamándole Barpanter.

Es una muestra más de los notables contrastes con los que Dios da lecciones a los hombres tan amigos de grandezas. No quiso que se consignara a la posteridad el perfil humano de los abuelos de Jesús. El Espíritu Santo no se tomó la molestia de hacérnoslos saber. Y quizá hasta se pueda descubrir en este silencio el subversivo pensamiento de Dios, dispar en tantas ocasiones del de los hombres; quizá este vacío de datos nos esté enseñando algo genuino de la tradición espiritual cristiana: la importancia de las personas  –en este caso los que veneramos con los nombres de Joaquín y Ana–  y su influjo beneficioso en los demás no están en dependencia del pensamiento de otros, ni siquiera del juicio de la historia.